Novela gótica publicada por Jan Potocki en 1804 y 1805, adaptada al cine
por el director polaco Wojciech Has en 1965. El autor trabajó en ella hasta
completarla poco antes de su suicidio.
Alfonso van Worden, es un oficial de la Guardia Valona que atraviesa
Sierra Morena en dirección a Madrid, donde entrará como capitán al servicio de
Felipe V.
En el camino, topa con todo tipo de personajes extraordinarios: gitanos,
princesas moras, ladrones, endemoniados, miembros de la Inquisición, cabalistas
e incluso Ahasvero, el Judío Errante (De Wikipedia).
El manuscrito encontrado en Zaragoza, viene a ser algo así como las mil
y una noches, solo que ambientada en la España de 1700-1800. Para ser más
precisos, en la idea que tenían de nuestro país los ilustrados europeos que no habían
tenido el gusto de conocerlo, más allá de las imágenes a veces distorsionadas y
esperpénticas, que popularizaron los escritores patrios de nuestro siglo de oro
. Divertidísimas, y tan alejadas de la realidad como puedan ser las escenas orientales
de los cuentos que acompañan a Seherezade.
Alejadas relativamente si las comparamos con la igualmente increíble
extraña y anacrónica realidad que deben estar viviendo ahora mismo en el mismo
lugar donde están ambientadas, la Persia del medioevo.
Y es la comparación de la hilarante novela, de sus personajes, tópicos
de la picaresca española, aristocracia venida a menos, o burgueses a más, clérigos
que se esconden de la fe para que no los encuentre, milicia, demonios, diablos
y fantasmas en tropel, poblando las montañas, los valles, y las ciudades de un país
que no solo se niega, todavía hoy, a salir de la edad media, sino que parece
orgulloso de su estado, intemporal y ficticio como en el relato de Potocki.
Conste que lo tenía casi olvidado, el buen rato que me hizo pasar su
lectura, de un tirón, en una tarde de primavera a la sombra de una encina, la de
las bellotas dulces. Ahora fluyen ellos, y la veo cercana a la del ahorcado, la
que solíamos mirar de reojo, la rama probable, evitando su proximidad al pasar cercanos.
Un rato estupendo, y eso que ahora conozco la limitación de leer una obra
incompleta, la existencia de la reciente enésima versión, con más de mil
páginas, lo que en todo caso hubiese dificultado la función.
Después llegaría la película, y con ella la estupefacción que los libros
no suelen lograr, al tener el lector la posibilidad de mirar para otro lado, de
pensar en otra cosa e incluso de cerrarlo, comodines que el cine no suele facilitar
a quien, desde la butaca entra en trance hipnótico y se deja llevar por una
imagen tras otra, a cual más bizarra, durante tres horas que se hacen
excesivamente cortas. Tiempos de cine de arte y ensayo, de películas
subtituladas en blanco y negro y con alguna que otra pincelada de erotismo,
quiero recordar que una chica enseñaba un seno, solo uno, y seno, que la
censura no hubiese permitido otra cosa. Además la chica era negra -fluye el
torrente de la memoria- y eso facilitaría las cosas. Pero las pinceladas de
verdad, el color que predominaba en la historia era el humor, humor delicado, a
veces grotesco, que te hacia reconciliarte mediante la risa con toda esa
leyenda negra que, desgraciadamente creí perdida para siempre, después de que
los hispanistas de rigor, los que solo son respetados y hasta venerados en
España, demostrasen la falsedad de tamaña negrura.
Todo en apariencia, porque miro a mí alrededor, el nuestro de ahora, el
reciente ayer y el probable mañana, y veo que no ha cambiado absolutamente
nada.
El pueblo sigue paseando imágenes sobre sus hombros, en ritos llamados
procesiones, vicios que ya condenase Moisés allá cuando lo de Egipto. Sigue
dando vivas al rey, maltratando animales y entregado al masoquismo de dejarse
robar por los mismos pícaros del mismo patio, el de Monipodio, de llamar
infructuosamente a la guardia ¡Al ladrón!, ¡Al ladrón! y de resignarse a
repetir aquello de “A buenas horas mangas verdes”.
Ya no me parece tan exótica ni tan surrealista la historia del
manuscrito. Es como si me estuviese acostumbrando a vivir dentro de ella. Más
me vale.
P.D.- No, la encina del ahorcado no es donde vengase Azarías a su milana
bonita, aunque no debió estar muy alejada tampoco. De hecho, la chaqueta que
llevaba Paco Rabal en “Los Santos Inocentes” fue prestada para la ocasión por
nuestro Azarías local, el Dioni para todos.
Y sí, efectivamente. Los santos inocentes somos nosotros, lo seguiremos
siendo con la misma resignación de Paco el Bajo y toda su familia. El que
Azarías ajusticiase al señorito es lo único ficticio de la historia, de casi todas
las historias...
Otro hilo, algo más estimulante, es la restauración de la peli, por Scorsese y F.F. Coppola como homenaje a Jerry García, quién dedicó los últimos diás de su breve vida a intentar conseguir dinero para tan loable empresa.
¿Jerry García? La música que ha ambientado las nuestras,"Grateful Dead", no habría existido sin él.
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