lunes, 18 de julio de 2016

PARECE QUE FUE AYER... PERO NO HA CAMBIADO NADA.-

Publicidad engañosa
Y el riesgo de que el anunciante termine creyendo, como autentica, su impostura.


“Se fuerza la máquina
de noche y de día..
Y el cantante con su música..
se juega la vida”
 

 (Gato Pérez)


                        


Miro, veo, leo y releo, y me aburro, al comprobar la excelencia de los grandes chefs patrios, de las estrellas del rock de los fogones, de lamentar como esa “tendencia” se haya hecho “viral”, y que no quede ninguna ciudad, o pueblo en trance de dejar de serlo, que no atesore una, dos, o cinco estrellas michelín, la confirmación de que ellos están “En el mundo”, y son o serán candidatos inminentes a patrimonio cultural intangible de la humanidad, o quizás del universo. Tal es el desmadre en que la vanidad colectiva y el esperpento mediático han convertido a algo tan sencillo, tan vital, y siempre placentero, como es el comer.

De hecho, la imagen que provoca mi rechazo, aparte de lo disuasorio que puede resultar su insistencia- es la última parte del espectáculo, el fin de fiesta, que ha terminado por aglutinar “toda” la fiesta de comer en casa ajena, el emplatado final por el artista, con dos o tres ingredientes,- nunca en mayor numero- de ingredientes en forma y textura jamas imaginada en plato alguno, de tamaño minimalista, y generosamente acompañado -en número también, que no en cantidad- por adornos lechosos y coloreados , cuando no virutas, espumas, o microesferas, cuyo origen suele ser exclusivo de la casa, y cuya composición tanto recuerda a esa época tan aborrecible del arte, la del horror vacui, cuando hay que rellenar “todo” lo que pueden tus ojos contemplar, el barroco tardío, el plateresco, el periodo de arte del remordimiento, tan apreciado en periodos de convicción colectiva en esa utopía llamada estado del bienestar, el nuestro.

Y es durante ese tiempo interminable, cuando el artista del gorro cilíndrico y elevado -observese su parentesco con los sacerdotes de ciertas épocas y lugares- dispone minuciosa y lentamente sobre el plato inmaculado, de formas tan arriesgadas e inverosímiles, siempre que no sea la circular, los pequeños e insignificantes trazos de su personalidad, con pinzas delicadas, con brochas de punta finísima, de cola de tejón, o con utensilios sofisticados que igual convierten el aire en sólido, que el líquido en color, todo vale en las manos e imaginación del artista, cuyas iniciales bordadas en su peto de cordobán, nos retrotraen esos tiempos cuando los brocados y la seda, eran signos externos de la riqueza, del poder del dueño del palacio.
Nos han hecho creer que los dueños eramos nosotros, efectos colaterales de la democracia, y que podemos y debemos extasiarnos ante semejante hábito gastronómico, sin reparar en la tontuna colectiva ni en la fortuna individual que ameríta semejante temeridad.

Esa es la imagen en la que creemos estar incluidos, frente al chef que pierde su tiempo y nuestro dinero, decorando un plato – de contenido dudosamente comestible- con la técnica que los impresionistas usaron hace más de un siglo, para convencernos de que la pintura , como la comida, era , o podía ser, algo diferente, o superior, a las estampas y a los cromos que eran todo nuestro tesoro iconográfico hasta entonces. Solo que intentar comparar a un cocinero con Seurat, Pissarro o Caillebotte, no deja de ser una temeridad. Muy peligrosa si, además, terminan firmando el plato, convirtiéndose en catedráticos de la cosa, “Culinary Masters”, y exponiendo su obra pictórica en todos los canales y a todas las horas – huelga especificar que es lo que canalizan estos canales - y exigiendo unas cantidades astronómicas por ese articulo tan efímero como intangible, en que hemos convertido el pan y la sal de cada día.

Tiene tantas lecturas este síntoma de la decadencia del del primer mundo, que debo limitarme a un par de ellas, sin considerar que eso del primer mundo, como lo del imperio de occidente, o lo de la cultura del bienestar, cochons, no deja de ser otra falacia, producida por la publicidad engañosa, unida a la irracionalidad colectiva, que es lo único que no nos miente, ya que el raciocinio nunca puede ser colectivo, es una capacidad exclusiva del individuo, y en eso estamos.

La primera lectura, resulta meramente sarcástica. Menús de viento y humo, cuyo precio por comida y comensal supera al importe anual que una familia africana o asiática dedica a su subsistencia durante todo un año, o dos. Naturalmente este dispendio no resulta realista,  al considerar que quien abona la factura no suele ser el comensal, sino quien le invita, quien le convida, y que frecuentemente lo hace a cuenta de una tercera persona o institución, con tarjetas corporativas, cuyo perjudicado final resulta ser el de siempre. Si, ese.

La fiabilidad del cronista queda supeditada a la cercanía de los hechos que intenta reflejar. Reconozco haber sufrido la experiencia que estoy relatando, haberlo hecho en primera persona, y sobre todo, haberlo abonado de mi peculio personal, algo excepcional en el medio de fantasía venial en que nos movemos. !Aquí no paga nadie! Titulaba Darío Fo, aquella comedia -¿comedia?, en los tiempos en que existía el teatro. Ahora resulta todo televisado y gratis, y no distingues donde termina la publicidad y comienza la película, ni si esta es de ficción -programas gastronómicos en general- o meramente educativa, puramente documental.

La segunda lectura es transversal y ecuménica, ya que implica la trivialización del drama y la tragedia de la humanidad que se ahoga en nuestro charco doméstico -Mare Nostrum- y que malvive, o peormuere en esos nuevos lager, en los gulag occidentales a los que ahora llamamos “campos” por minimizar su aspecto criminal, encerrando a centenares de miles tras una valla de alambre, mientras silbamos mirando para otro lado.
Es a esa gente, a esas victimas, a las que también ofrecemos un día si y otro también, la imagen del sumo sacerdote de la gastronomía patria, de la elaboradora y emplatadísima alimentación del todo a cien(mil), en su sempiterna y sagrada transformación del pan y el vino en platos únicos e irrepetibles, en costosísimas presentaciones, más para ver y para oler, que para otra cosa, y en cuya elaboración se incluyen elementos de origen incierto, de consistencia ignota, y de sabor inconfesable, porque los que lo probaron nunca nos contaron otra cosa que el nombre del artista o el del local donde tuvieron el honor de ser agasajados por la tercera persona que abonó la cuenta, con la que pudo alimentarse la familia aquella de refugiados que contempla iterativa mente el esperpento mediático, sin poder comprenderlo. Me queda el consuelo de pensar que al menos, la lejanía entre la imagen de estos sofisticados menús y la comida real, no les sugerirá que eso sea comestible, y que por tanto no les vaya a abrir el apetito, porque eso del apetito es otro vicio del imperio cuyo ocaso nos ha tocado contemplar, y sufrir. Cuando la realidad nos habla de hambre, pensar en abrir el apetito, que es lo que pretende esta pantomima, no es otra cosa que la confirmación de la tesis de hoy.

La publicidad engañosa puede terminar engañando a quien la emite, y no solo a quien va destinada, si seguimos haciéndonos copartícipes de ella. Ya basta de tonterías, por dios. Apaguemos el sagrario lcd del comedor, del salón, del dormitorio; la tele, el móvil y la tablet, y pensemos, aunque sea solo un instante, para intentar no desaparecer por el sumidero de la historia, con los deprimentes aspectos, y olores, actuales.

                  
                                 

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