miércoles, 29 de junio de 2011

LA ÚLTIMA DE JOHN LECARRÉ.-



La última de John Lecarré.-

La comienzo con la misma sensación de culpabilidad que aparece cada vez que me planteo algo placentero. Una buena (¿?) educación es lo que tiene, a unos les marcan a fuego en el lomo, el hierro con el pecado original para que no olviden jamás que son culpables ya desde antes de nacer, y a otros de ganadería mas modesta nos rajan una oreja de las dos, y no voy a especificar cual para no entrar en el tema de siempre, y además con un corte determinado, ora vertical, ora transversal, en el lóbulo superior o en el inferior, para que, mediante este económico y ancestral lenguaje de signos, recordemos nuestro origen impuro, allá en el jardín del bien y del mal; a la vez que puedan así distinguir nuestra procedencia y lo que es peor, nuestra pertenencia.
Me toco la oreja pues, y me dispongo a disfrutar de las cuatrocientas y muchas páginas del maestro, asumiendo que es una actitud de adolescencia tardía, eso de leer novelas de espías, y lo que es peor otra vez, ser fiel a la lectura de “todo” lo que escriba el autor que tengo en el pedestal, compartido, de los dioses menores. Sospechando además que esa fidelidad pueda tener algo de hábito religioso, lo que confirmaría que, además de perder el tiempo (en lugar de dedicarlo a los enjundiosos ensayos filosóficos, que suelo leer de atrás hacia delante por aquello de andar sobrado) me convierte en: pecador. Hasta leyendo, peco. ¡Que poderío!. Lo bien que me han programado la conciencia. Para que luego hablen del perro de Pavlov.

Solo que, a veces, algunas veces, el cantor tiene razón , no es solo su corazón lo que sale por su boca –la cantaba María Ostiz- y cuando iba leyendo alguna página marcada con un solo dígito – algún día hablaremos sobre la estupidez de llamar dígitos a las cifras que componen un número- ya conocía perfectamente quienes eran los buenos y quienes los malos, y como circunstancialmente suspendí la lectura en ese punto, escuché la reflexión inoportuna que me culpabilizaba, otra vez, de andar todavía con las historias de buenos y malos, como si fuese un chiquillo o, algo peor, convertido en un lector inane de sagas nórdicas o de novelas históricas. Hasta ahí podíamos llegar.
Es más, que ya estaba bien el leer siempre la misma novela, por mas que haga la numero 23, que ya conozco de sobra el planteamiento y el final, idénticos en todas ellas. Me prometí que, esta iba a ser la última. Confiando en que la edad del autor, octogenario si contabilizo los meses dentro de su madre, no le va a permitir escribir muchas más.
Bien se que, como sus ambiguos personajes, en los que tras la eterna y épica pugna entre el deber y los sentimientos, la victoria se va a decantar siempre hacia el mismo lado y, por tanto, poco importa que cumpla escribiendo otros veinte años mas, a sabiendas de que quizás tenga media docena de negros para tal menester (perdón por lo de negro, ahora lo llaman escritor fantasma, ghost writer, por aquello de no molestar) y que al fin y al cabo no debe importarnos quien lo hizo, sino por qué lo hizo, como suele suceder con sus personajes.
La hubiese dejado caer de mis manos, como tantas otras, de no haber sido por el numero fatídico, el 23, el día de mi cumple, y uno se descubre también supersticioso, añadiendo otra religión a las de la mochila que lleva en la espalda.
Total solo eran cuatrocientas cincuenta paginas, y las descripciones que hace son tan buenas, los decorados tan realistas, y el elenco tan selecto, de todas ellas, que decidí sumergirme por enésima vez en un mundo nuevo, cualquiera, que tan fielmente retratase el espía sentimental, que lo fue, no sin antes deleitarme con la página final, con el capitulo que siempre titula “Agradecimientos” y en el que cita a todos aquellos que le han puesto en bandeja la descripción de aquel oficio, de aquel deporte, de aquel lugar, sin cuyo puente temporo espacial los lectores jamás habríamos sentido que estuvimos allí realmente, aquella vez, con todos ellos.
Como será el asunto. Como será el papel de fumar que usan los ingleses para cogérsela que, hasta llega a pedir disculpas al hotel de Berna donde llega a situar un episodio violento de la historia, quizás solo un poco violento para los tiempos que corren, y quizás ahorrándo con tan parco contenido en excesos, para insinuarnos, al final, el mensaje que los hombres sabios y generosos suelen repetir al final de sus días. Cuando pueden libremente decir lo que piensan, lo que han madurado bajo el sol de la experiencia y cuando ya no temen, en absoluto, el juicio de los simples, de los crédulos que tiene alrededor.
No temáis que no pienso contarlo. De hecho tampoco lo hace el autor. Es el puñetazo que recibes en el plexo solar, como en los tebeos infantiles, el que recibo de improviso a los diez o quince minutos de haber cerrado el libro, que me deja sin aliento otros diez, y me hace pronunciar en silencio, todas aquellas palabrotas – blasfemias no, por favor, el autor no se lo perdonaría jamás- que nunca he pronunciado en mi vida.
Tampoco pienso citar el título, son todos similares, y puestos para olvidar cuanto antes. Ni siquiera el asunto, la vida misma, el dinero, los políticos, los intermediarios de unos y de otros, y finalmente las victimas, los de siempre, todos nosotros. Y eso que es una, otra, de espías.

El susodicho John Lecarré, que aunque se llama John, no Lecarré, ha rechazado todos los premios, todas las medallas, todos los honores con que han pretendido vilipendiar su trabajo. Sabe que esa es otra ciénaga inmunda de batracios malolientes que hay que evitar, también.

El como la última se convertirá en la penúltima, igual que la interminable ronda en la barra del bar, no es mas que la confirmación de la debilidad sentimental de este lector, y de la poca credibilidad que tenemos los pecadores, algunos.

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