lunes, 5 de marzo de 2012

ESTOY DE UÑAS.( PARA VARIAR).-


Con la mejor voluntad del mundo, la poca que me queda, me disponía a disfrutar de un fin de semana – que, con los inevitables ajustes, terminará convertido en weekend, ya veréis – en el que ya las glándulas sudoríparas comenzaban a intuir la sombra de la primavera. Bien es sabido que los señores no sudan, no sudamos, o en todo caso lo consideramos de mal presagio. Malo es que tengas que ganar el pan sudando, peor que sudes la gota gorda buscando un empleo para ganarte el pan.

En fin, que he estado tan ricamente estos meses con mi camiseta de felpa y mi mantita paduana, que me alegro de la primavera solo por motivos puramente biológicos, externos a mi condición de cenizo apocalíptico a quien le gustan los cementerios de muertos bien rellenos, manando sangre y cieno, que impida el respirar. (Eso es de mi paisano Espronceda, que de eso sabia un rato, era romántico el pobre).

Total que, aprovechando que la tarde se prolongaba lo suficiente para permitir un cierto intervalo útil, entre el despertar de la siesta y el advenimiento del crepúsculo castrador que suele amputar de raíz todas mis buenas intenciones; rentabilizando ese ratito de la manera mas sostenible de todas, decido emplear la tarde del sábado en visitar la casa del padre, una de ellas, una de mis casas; de la que me habían hablado excelencias y calamandritas y...

Y me encuentro con la evidencia, la sinrazón, el peor de los pecados, la codicia que se ha apoderado de los corazones – al menos de la parte del bolsillo que se superpone al susodicho – y observo estupefacto que se me niega la libre entrada a la catedral, a “mi” catedral.

Ocho euros por cabeza, veinticuatro la cuota familiar, por traspasar la puerta. Una casa que han levantado con su sudor – este real, húmedo y tangible – mis abuelos y los abuelos de mis abuelos. Una casa que sostengo con mis impuestos y sigo sosteniendo desde in illo tempore, a la que eximo de la cruel carga del techo de todos los hogares cristianos, el IBI. Por aquello de que siempre ha sido así. Y me encuentro con esto, con otro derecho de pernada, de este ciempiés en que se ha convertido esta sociedad irrespirable, y allí un sepulturero, con mano despiadada los cráneos machacar. (Viene de “Desesperación”, la de antes).

Comprenderéis que es para estar de uñas, que no me invento las razones.

Menos mal que el domingo, tras la vuelta a mi sofá predilecto – del que no debería moverme en exceso, por mi bien – encuentro consuelo en el televisor en mi cadena favorita, esa a la que Homer Simpson le gustaría que le gustase, y me relajo viendo un programa educativo, didáctico, o estupefactivo, sobre la terapia antiestrés que podemos poner en práctica con las mascotas. Aquí comenzaron otra vez mis delirios.

Las únicas mascotas que tengo, son un par de sombreros de fieltro , uno marrón y otro azul - ya sabéis que los rojos no usaban sombrero, según la prensa de entonces – y jamás he detectado en ellos el menor asomo de estrés, pero vaya usted a saber . Además, para aprender cualquier momento es bueno.

Al momento salieron un par de vendedores de crecepelo – a mi con crecepelo – que con unos ademanes beatíficos acariciaban el lomo a un gatito, cosa que siempre he visto hacer a todos los cachorros que se dejan manosear –casi todos - a riesgo de una nefasta educación sentimental, por mas que digan los expertos de la bata lo contrario. Bata, en cuya etiqueta pude leer: “Hospital Clínico Universitario de Veterinaria de X”.

Y vuelvo a las andadas. Que estemos perdiendo el tiempo, la energía, y la vergüenza, en aprender a eliminar el estrés de los animales de compañía, cuando tenemos a los paisanos de compañía, a los de al lado, suspirando por un puesto de trabajo, cuando no por un plato caliente y un poco de calor humano; me parece todavía peor que lo del peaje sagrado.

Que le vamos a hacer.

Mis otras mascotas los sapos, hibernando todavía, los caracoles agazapados bajo la hojarasca – perdón, mulching – deseando de salir a trotar a primeros de abril e ignorando el estrés que les espera cuando caigan en mis manos y en el puchero, tras su ayuno cuaresmal, previo al tratamiento antiestres que me suelo dar en esas fechas. Frívolo que es uno.

¿La catedral?.

- No pude entrar. Se me hizo tarde. Intentaré intentarlo otra vez.

- Si las uñas me dejan.

------------------------------------------------------------------------------------------------------

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Opinar es una manera de ejercer la libertad.

Archivo del blog