jueves, 3 de mayo de 2018

FREAKS Y EL PEOR DE LOS MONSTRUOS.-


FREAKS.


“Es solamente un espectáculo propio de barraca de feria, destinado a ignorantes y desocupados”

Lapidaria definición de cierto aristócrata francés sobre el cine, allá en los albores de la industria. Era ciertamente una incipiente industria exclusivamente dedicada al entretenimiento, que ascendió a salas especificas para su disfrute por la burguesía, amplió temática argumental, y aprovechó avances técnicos hasta un limite que, como el del universo, todavía no puede afirmarse, ni el mismísimo Hawking lo hizo, si es finito o infinito.
Lo cierto es que nuestro ciertamente limitado conocimiento sobre los espectáculos ofrecidos en aquellas barracas , y sobre la verosimilitud o incluso legalidad del producto que producían, pertenece al limbo literario, periodístico y también cinematográfico, recogido en ciertos relatos, la mayoría de las veces basados más en la imaginación, que en las vivencias de quienes llegaron a disfrutarlos.

Paradojicamente es el cine quien nos ofrece la recreación aproximada de aquello, tanto sobre el exterior como sobre el contenido de la caseta, que podía contemplarse brevemente a cambio de unas pocas monedas. Pero el cine, drama, va mucho más allá del mero documental y nos presenta seres humanos, pasiones, y a la vez llega a cuestionar al espectador, a veces sin proponerselo, el nivel de sus valores humanos, de la moral social en una época determinada. Paradójico resulta que que nos muestre precisamente una película, Freaks, de Tod Browning 1932, el mundo interior de aquellas barracas de feria en los años treinta del siglo pasado. Un circo del terror, un desfile de monstruos reales, que explotaban la morbosa necesidad del público de contemplar, e incluso tocar para dar fe de su veracidad, las deficiencias físicas o rarezas de otras personas que lo eran tanto como ellos.

"Subhumanos" usados colectivamente como esclavos, entonces y hoy, allí – negritud- y aquí en Europa, -pureza de sangre mediante-, o usados individualmente cuando la rareza permite catalogar al espécimen de “monstruo” y exhibirlo como negocio.
Y aparecen otros actores en el programa, sobre los que veo necesario explayarme. Los que hacen dinero con la explotación del deficiente, del raro, o del corto, como benevolentemente llama Antonio Rico al adicto a los emoticonos del móvil, y sus introductores ante el publico, embajadores de la miseria, o animadores según el termino especifico para esta labor, sea en el circo, dentro de la barraca, o voceando fuera de ella, o sea universalmente en los programas televisivos ad hoc.
Sobre los primeros no es necesario insistir. El dinero no tiene alma, su función primordial es crecer ilimitadamente. No cree en tabúes, y tanto las leyes como la ética son así considerados para él, y esto es perceptible desde los comienzos de la civilización, tal y como la entendemos.
“Pecunia non olet” respuesta de Vespasiano, hace 2000 años, a los reparos suscitados por su impuesto sobre la mierda.

Los vendedores de este articulo, sin embargo, merecen una consideración aparte, son exclusivamente intermediarios, y suelen hacer carrera personal y conseguir con ello un ascenso económico y social basados en su necesaria función mediática, la de presentar incansablemente estos “monstruos” a un público mayoritario necesitado de contemplar los defectos, cuando no el dolor, ajenos. En la imagineria literaria del género -que lo es- o cinematográfica, suelen desempeñar el rol de malvados, aunque dudo que en la real del día de hoy, y en su versión televisada deban ser considerados como otra cosa que, al menos, cómplices necesarios, y por tanto personificación de la perversión. Podría citar una docena, habituales en el cabaret cuando este existía, pero no debo olvidar el personaje de Gig Young en “¿Acaso no matan a los caballos?”     novela de Horace McCoy llevada al cine y titulada aquí “Danzad, danzad, malditos1969 Sidney Pollack, centrada en una maratón de baile donde las parejas inscritas lo hacen hasta la muerte si es necesario, y el publico disfruta pagando, otra vez, con la contemplación de la miseria humana. El presentador, interpretado por Gig Young, no necesita bailar para vivir de su oficio, si bien cobra en especie algunos servicios extra. Ambientada la película en el mismo año que se estrenó “Freaks” 1932, con el supuesto atenuante moral, dada la crueldad que nos muestra, de la Gran Depresión de los años 30. Como anécdota, el actor se suicidaría poco después, tras asesinar a su esposa, si bien entonces no sabían que cosa absurda era eso de la violencia de género.


Los actuales especialistas en vender la mezquindad, las deficiencias, o simplemente el aspecto bizarro del artista que aparece tras la cortina televisiva, gozan de inmensa popularidad a la vez que tienen garantizado su futuro en otros subgeneros de su especialidad, a saber el teatro, los libros- a veces escritos por otros-, o incluso la política, donde siempre son bien recibidos en tanto que, cual flautistas de Hamelin, suelen llevar detrás miles de seguidores, es decir votantes, que pretenden seguir disfrutando la fetidez, el halo de la desgracia ajena que tan bien suelen suelen mantener estos artistas, halo al que llaman fragancia, por cierto. Podría, pero no quiero, dar nombres propios de los culpables , de los colaboradores necesarios para esta indignidad, pero es tan fácil identificar los dos o tres programas de mayor audiencia en todas y cada una de las cadenas televisivas que, quien quiera puede poner rostro a estos bellacos reales de los tiempos que nos tocan. Los veo sonreír, con idéntica actitud que las hienas, mostrando la alegría que puede producir el bocado inminente, y los dientes, colmillos afiladisimos que no soltarán su presa de carroña, hasta que llegue la publicidad. Sonrisas de tamaño variable, emparejada con el caché de cada cual, como afirmaba Jack Nicholson sobre los actores de Hollywood. Igualitos.

“Vacas flacas, hombres flacos, banquete pa los chimangos” cantaba Larralde, pero era una milonga. Ahora me temo que la delgadez, la anorexia es moral, y colectiva, y las milongas no se llevan.

Pero, sin lugar a dudas, la parte más importante, imprescindible, de esta triada del mal, está constituida por el público, la audiencia anónima, sedienta de sangre y dolor pretendidamente ajenos. La demanda infatigable e inmortal de las vísceras y sus contenidos.
Las carnicerías especializados en “despojos” han desaparecido de los mercados, y ello es debido, curiosamente, a que el requerimiento de callos, de casquería en general, ha convertido en articulo de primera algo que siempre ha estado destinado a las barracas de feria.
Por otra parte, culturalmente la historia ha atribuido siempre culpas ocultas a cualquiera que tuviese la desgracia de parecer diferente a los demás. Cuando esa diferencia era una deficiencia física, o incluso mental, el sujeto se convierte inevitablemente en reo. Ciertamente que los lisiados, los amputados de ambas piernas, no deben tener motivos para compartir su impostada felicidad, ciertamente ausente, con el resto del mundo, pero lo cierto es que siempre se han buscado motivos, nimios incluso, para achacarles pecados de los cuales su deficiencia es evidente penitencia.

Personaje paradigmático son el tullido del carrito y el ciego de “Los olvidados “ de Buñuel 1950, de como forzadamente son los malos de la película y consecuentemente pagarán su culpabilidad comme il faut. La necesidad de mantener la leyenda de que la desgracia está siempre justificada por la culpabilidad de sus portadores, cuando no por mandato divino. Los albinos en ciertas culturas, los de tamaño excesivamente grande, o pequeño, los creyentes en religiones diferentes, los automarginados, cualquier pretexto es bueno para apedrearlos, mostrarlos en la barraca o sacarlos en la tele. Cuando no someterlos al mayor espectáculo del mundo que, como es sabido, consiste en su ejecución pública.
Nunca en la historia han acontecido sucesos que atraigan a mayor audiencia, deseosa de contemplar en directo, la muerte ajena. Hace poco leí el relato de un escritor -motivado supuestamente por su afán de cronista- sobre su experiencia como espectador durante la última ejecución con guillotina, en 1977. Crónica de los desfallecimientos del respetable en el momento supremo, y de como rompieron la barrera policial para tocar, mojar sus pañuelos, y supongo que algunos chupar, la sangre del ajusticiado. La locura colectiva, la peor de las maldades, igual que la de los teleespectadores, la anónima que queda sin castigo y, lo que es peor, sin consciencia alguna de sus consecuencias, de estar irremisiblemente poseídos por la estupidez de quien cree que no hay nadie al otro lado del espejo.

Curiosamente en el cine, hace tiempo que los monstruos son elaborados por ordenador, mediante la imagineria digital, siendo innecesaria y obsoleta la obscenidad inhumana de mostrar a “monstruos” reales, gracias también al filtro de la corrección política-algo bueno tenia que tener- que insiste en llamar semejantes a los que tenemos al lado.
En los medios desgraciadamente no es así. Los crímenes siguen alimentando el morbo, tanto más cuando las victimas son más indefensas, en edad, en género, o en número. Su eco es estirado incansablemente por los vendedores de sangre, y no pocas veces, las victimas adheridas, familiares generalmente, consiguen una notoriedad que dura años, y sostienen voces que resuenan periódicamente, reatroalimentando la audiencia de siempre. Y suelen ser los políticos quienes aprovechan el tirón en la popularidad del crimen en cuestión para ofrecer sus servicios, aquellos generalmente incapaces siquiera de encender un pitillo sin brazos ni piernas, como el protagonista de Freaks, que de liarlo ya ni os cuento, cuando no adquieren la personalidad del “monstruo” en primera persona, enriqueciendo la cartelera, siendo con excesiva frecuencia reos de esos crímenes que tanto gustan a la chusma como diría Fernán Gómez, quien vivió razonablemente bien del negocio este del espectáculo, bien entendido como otra cosa diferente de la exhibición de aquello que provoca falso “desagrado” a los espectadores no menos falsos masoquistas, deseosos de pagar por ello.


Conste que he olvidado las figuras negras de Goya, las brujas y sus aquelarres, y también el calcular cuanto daría un servidor por asistir a un buen aquelarre, no digo ya a un auto de fe.
Lo único que me queda claro de esta cuestión es que los presuntos monstruos no lo son ni lo fueron jamás, y que para la triada del mal, exhibidores, intermediarios y sobre todo, el público, ese término es el que resulta más apropiado. Son, somos, monstruos.
Me rindo.

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