jueves, 28 de febrero de 2008

Vaga estrella de la Osa... II

El termino “vagas” nos presenta una pequeña complicación. El poeta italiano dijo lo que quería decir, sin duda alguna, pero el traductor no encuentra la palabra adecuada. Le atribuye esa, vagas, intentando mantener el mayor parentesco con el original. Piensa que la mejor forma de no traicionar es repetir lo mismo que ha leído, pero no. Ninguna acepción, de diccionario castellano alguno, sirve para decirlo con precisión. Quizás su segunda entrada como adjetivo “confusas” podría servirnos para justificar su permanencia en la nota inicial de la obertura. Concedamos la licencia a falta de mejor justificación.
Confusas lo son por su lejanía, evidente, pero no por ello privan al amante de su periódica contemplación. A pesar de la pequeñez que impone la distancia, a pesar de las humanas limitaciones en la visión del rapsoda, persiste el hilo luminoso que guía el rostro hacia el lugar preciso, y detrás inevitablemente su alma. Sin confusión posible.
Pero volvamos a mi amigo. Y a la repercusión que sobre él tuvieron, en implacable paralelismo, las anteriores consideraciones.
Con la madurez las gotas de lluvia semejan la sabiduría que cae sobre nuestro tejado. Aparece una nueva forma de ver cosas, personas, sentimientos a nuestro alrededor, que antes estaban ocultos. Es realmente un nuevo sentido de la visión que nos hace sorprendernos, una vez mas de lo prodigiosa que resulta la vida para el ser humano. Pero a la vez nos hace sentir que el tejado comenzará a presentar fisuras, pequeñas grietas que no podrán recoger todo el conocimiento y, sobre todo, la sensatez que la vida intenta arrojar sobre nosotros, el agua se desperdiciará y llegará a donde no debe llegar, al lugar donde la razón lucha todos los días con la emoción, en esa disputa interminable que exige, ante todo, que los estantes, los libros, estén a salvo de la humedad.
Por otra parte ese nuevo sentido de la visión, nos hace olvidar que el otro, el de los ojos de nuestra cara, el que nos permite evitar tropiezos y coscorrones, es también el que nos presenta a los demás con todo lo que tenemos, nuestra mirada. Y este comienza a declinar desde el momento en que comienza a elevarse el conocimiento en su sentido más absoluto, el otro sentido vital, el sentido común.
Así, mi amigo, imperceptiblemente, comenzó a cambiar la forma en que podía ver las cosas a su alrededor, más confusas cuanto más distantes, como el poeta italiano, pero a fuerza de reconocerlas en su memoria, ignoraba los rasgos, otrora tan nítidos, del rostro de la Luna, esos perfiles, sombras chinescas, cráteres y montañas, reducido ahora a un circulo de plata rodeado de un halo creciente que, difuminaba su perfil, cada año un poco mas.
Sin necesidad de saberlo, sin necesidad de contarlo, la gente a tu alrededor se da cuenta, cuando tropiezas dos veces con la puerta de cristal, de que algo no va bien, y a veces, solo a veces, te preguntan sobre el lugar donde guardas las gafas.
Mi amigo nunca se planteó tal eventualidad. Seguía viendo cada atardecer su estrella favorita, la segunda más brillante después de la Luna, hasta que dejó de verla.
Comenzó a estar inquieto por las tardes a no dormir por las noches. Buscándola en la madrugada, en esa hora de gloria que precede a la luz, en ese otro lado en que solía esperarlo, y nada. Y no dijo nada. Solo agrió su carácter, se volvió un poco más hermético, en un aparente autismo que le prestaba un manto de gravedad que yo, en principio consideré propio de su edad, de los cambios inevitables que acontecen entre una fase y la siguiente, las hormonas quizás.
Hasta que un buen día volvió a sonreír, las arrugas de su rostro no cambiaron de postura, pero sus ojos si lo hicieron, volvieron a moverse con la vitalidad del que encuentra sentido a lo que puede encontrar en cada ángulo de visión y está dispuesto a disfrutar con ello.
Y, sobre todo, lo hizo, volvió a contármelo, sin pregunta previa, ante la pasividad culposa por mi parte, del que ve que algo no va como debiera y no se atreve, no hace nada por buscar la solución adecuado. Pero del tema culpabilidad ya hablaremos en otra ocasión. Creo, además, que me viene desde Adán.
Lo cierto es que lo hizo. Me dijo que había vuelto a verla, si bien no todos los días, incluso con ausencias de semanas, con mayor brillo que nunca, y con la sensación, que atribuía, podía ser, dijo, a la emoción del reencuentro, de que se acercaba en la noche, se movía hacia él, aumentando de tamaño, como si se acercase hasta un lugar en el que cambiaba su trayectoria para alejarse, muy lentamente, tal como había aparecido, hasta perderse hacia levante.
-Va a ser la Is..- Dije para adentro. Y hasta censuré el pensamiento que precede a la palabra. En ese afán de no cometer el error, de no lastimar al interlocutor con una verdad que, por muy real que pueda ser, no va a beneficiarlo en absoluto.
La ISS. Mi amigo está enamorado de d la estación espacial. Bueno de alguien a quien adivina tras una estrella que, ahora resulta ser artificial. Su crecimiento progresivo, el esporádico incremento, el brillo duplicado cuando alguna nave permanece a su lado, cuando los paneles multiplican su reflejo. Todo coincide.
Y cambió mi gesto, intenté actuar, modificando el asombro hilarante que descubre al sarcasmo, por la expresión simulada, pero eficaz al parecer, mi amigo se alegró aún mas, por la alegría que, en verdad, me habia contagiado y que hizo casi, que una furtiva lacrima me resbalasee, entonces a mi. En la breve noche, en el cielo estrellado de los primeros días del verano.
-Al amanecer todavía es mejor- me dice. Y, hasta los días en que está ausente me resultan felices. Ahora sé que va a volver.
Y yo no digo nada. Solo que he comenzado a mirar a las estrellas desde otra perspectiva. Hasta a las vagas de la Osa. Yo que siempre he estado en las nubes.

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