martes, 21 de febrero de 2017

TARKOVSKY EN EL MANUAL DE USO CULTURAL Nº 33.-





The fool on the hill. (Lennon-McCartney)


Aunque acaso pudo ser cosa de locos.
Hubo un tiempo en que el cine fue también un entretenimiento de adultos. Un tiempo en que el hombre buscaba la trascendencia de sus actos, y la de su propia existencia, y hasta un tiempo en que Rusia se convirtió en la Unión Soviética durante casi un siglo.


En aquellos días, los espectadores podían asistir a la proyección de discursos filosóficos o morales – Bergman, Dreyer, Bresson, o Tarkovski- y discutir después el efecto que esas sensaciones, imágenes y sonidos mediante, junto al mensaje que encerraban, había producido en sus mentes. El cine como catalizador de las ideas que, desde Platón y Protágoras, se esconden y se manifiestan durante la actividad de pensar.


A Tarkovski lo descubrimos en Solaris 1972, basada en la novela de Stanislaw Lem, promocionada la película como respuesta soviética al 2001 de Kubrick –nada que ver- y salimos de la sala con idéntica sensación que los críticos sufrieron ante las siguientes películas de Tarkovski, El Espejo 1975, Stalker 1979, Nostalghia 1983, y Sacrificio 1985, haciéndolo en silencio, cabizbajos y estupefactos, y hablo de los afortunados, los elegidos, aquellos que no abandonaron la sala antes del final.

El propio Tarkovski hablaba de la necesidad, si es que la hubiere, de realizar la presentación y la discusión sobre cada film, algo imprescindible para los que necesitamos muletas, prótesis en el alma, antes de la proyección. Después resultaba inútil. La mente quedaba en blanco, electroencefalograma plano tras los rayos celestiales, a veces muy dolorosos, surgidos de la pantalla. Solo algunos días o semanas más tarde eras capaz de razonar, de asimilar ciertos conceptos que, desde entonces, te enriquecen. Ello sucedió con todas las suyas, haciendo difícil la elección de una de ellas como la película de tu vida, esa que vuelves a ver una y otra vez, incansablemente.


Carrera forzosamente breve, en un genio que muere joven, y en la que destaca un título previo, excepción en su género y estilo habituales: Andrei Rublev pintor de iconos, 1964, imprescindible y feroz fresco histórico sobre la “otra” época oscura de Rusia, la Edad Media. Indagación sobre la relación entre el arte, la Iglesia, el poder, y el pueblo que es quien termina siempre pagando las fiestas. Película auspiciada por Gorbachov, mutilada por su sucesor Breznev, y amputada después por los distribuidores. 

Afortunadamente restaurada, gloriosos 205 minutos, en vida de su autor. Blanco y negro, formato panorámico absoluto, planos secuencia imposibles y como fondo, la crónica épica de un tiempo desconocido. Obra cumbre del cine soviético, haciendo palidecer a Iván el Terrible, relegado a borrador de principiante cincuenta años después, gracias a Tarkovski y a su fotógrafo Vadim Yusov, también responsable de Solaris. Aunque realmente épicas fueron también las dificultades que Andrei T. tuvo que vencer durante casi toda su carrera,  su propia historia personal.


Dicen algunos que su cine es difícil, como si naufragar en el océano de tus sentimientos, buscar el lugar aquel donde tus deseos se hacen realidad, dialogar con Dios, o arrepentirte amargamente del daño, irreparable, del que te haces responsable - argumentos de sus películas- fuesen temas extraños, ajenos, o incomprensibles.

Hasta la señora de la limpieza de cierta sala, en presencia del propio Tarkovski, tuvo que explicar la película a los sesudos y desconcertados críticos, ante el asombro de estos y el beneplácito del autor, harta de esperar a que marchasen y le dejasen realizar su trabajo. ¿Tan difícil es comprender el sufrimiento humano?- les preguntó. 


Otras voces hay, que llevan tiempo reclamando la inclusión del propio Tarkovski, como patrimonio de la humanidad. Bergman lo consideraba como el mejor director de todos los tiempos. Algo inevitable, a pesar de que parezcan tiempos poco adecuados para la lírica, y la metafísica, los nuestros. Y es que transformar las imágenes en sensaciones, y estos en pensamientos, no está al alcance de todos (los espectadores). Pero recorrer el camino inverso, es únicamente privilegio de los genios.


“Pero el loco en la colina ve ponerse el sol, y los ojos en su cabeza ven el mundo girando”.

jueves, 16 de febrero de 2017

NO NOS SALVEN, POR FAVOR. OTRA VEZ NO.-





Trivia.- Si cambiamos la rubia por Clifton Webb, se transforma en ...
Ayuda: Ni ella es Dana, ni él es Gene.

---------------------------------------------------------------------------------------------------------------------

miércoles, 15 de febrero de 2017

ALTERNATIVAS A LA SANIDAD PÚBLICA.- (82)


-------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------

jueves, 9 de febrero de 2017

COMO TE ESTABA DICIENDO... (2).- CD 2017






¿Qué habrá querido decir?

La pregunta no era gratuita. Nos la hacíamos inmediatamente después de salir del cine –de arte y ensayo- dando por sentado que el autor –los directores eran autores en aquel entonces- había encerrado un mensaje que a los criptógrafos  de pueblo nos sumía en la desesperación propia de quien no ha comprendido nada, absolutamente nada, de lo que había visto en la pantalla.


Dábamos por bueno que había querido decir algo, y ese era nuestro primer error. Desconocíamos que los artistas verdaderos, como los políticos de ahora, no tienen necesidad de elaborar un discurso donde introducir ideas, tan solo entretenernos con las imágenes de unos y la verborrea de otros, dando por bueno el axioma cultural de que el mensaje no está en la obra del artista, o en la palabra del líder, sino que el mensaje es “el artista”, el mensaje es el medio.


Me ha costado apreciar los incontables bastoncillos, y conos de la retina, que he quemado en las salas oscuras, durante años y años. La pérdida auditiva, curiosamente, me ha dotado de un sentido extra para detectar la esencia de muñeco que fundamenta a esos personajes que insisten en parecer personas para conseguir votos o, quien sabe, afiliados a su club deportivo, el club de su propiedad del que quieren hacernos partícipes a través de las cuotas y de compartir la irresponsabilidad de sus actos.


Ahora vuelvo a ver las películas de entonces, aquellas que se me habían escapado, como la prestigiosa “Cita en Bray” (1), más sugestiva y apetitosa con su título original “Rendez- vous a Bray”, para constatar, sin acritud, que no había querido decir rien de rien, el buen señor. Y ante la duda de si la pizca de sabiduría que yo atribuyo a los años, no es solamente la capa de corcho con la que el embrutecimiento inveterado recubre la madurez del arbolito, me sumerjo en los sabihondos comentarios de los espectadores en el IMDB, unos ochenta, para comprobar que, efectivamente, rien de rien, que muy bonita la fotografía, y muy guapa la chica. Guapa oficial de la intelligentsia de entonces-otro trauma que tendré que superar, el de no compartir gustos sobre la belleza femenina con aquellos impuestos por la propaganda, aunque en esta ocasión Anna Karina justifique sobradamente la oficialidad- pero la historia de la película se adivina ausente, y el mensaje sigue pareciéndome  nulo, cuarenta y cinco años después.


Si bien, no siempre resulta de esa manera. A veces nos cuentan cosas muy interesantes, y en ocasiones sucede algo hermoso, sin necesidad de contárnoslas explícitamente,  nos las sugieren, nos dejan imágenes aparentemente perdidas, escenas con un trasfondo oculto pero perceptible, que cual hilo de Ariadna nos mantiene entretenidos y felices buscando, y generalmente, encontrando el minotauro, que es a quien estábamos persiguiendo.


Algunos habíais creído que las recopilaciones anuales de canciones en un CD eran solamente eso, y no me parece mal. Pero aunque uno no se deje llevar por las pretensiones de la trascendencia, no puede dejar de reconocer que la mayoría de esas perlas, son en realidad píldoras, comprimidos que pueden estallar en el cerebro produciendo la inestimable luminosidad del desasosiego.


Y no es que yo haya querido decir esto o lo otro, es más bien la obra minúscula, la pequeña e intrascendente pieza musical, la que pretende decir muchas cosas, quizás demasiadas. Ese retrato de una sociedad extendido durante cincuenta o sesenta años de infortunio para unos, de supervivencia para otros, y de satisfacción compartida entre los buenos creyentes mediante la fe en el progreso imparable de un país que duda de serlo. 


Las bromas, a veces pesadas, sobre el machismo que no cesa, pero que ahora, mira por donde, resulta políticamente incorrecto. La belleza en el texto de una copla, en esos pocos versos de tamaño limitado y rima impecable que han mantenido intocables  su estructura y su brillo durante seiscientos años de idioma, Los ritmos, acordes y arreglos orquestales de las canciones junto a las que hemos crecido y que no dejan de ser etiquetas adhesivas, tippex que nos ubican en el tiempo y lugar cuando las hemos escuchado por primera vez. Tantas sugerencias, tal generosidad de ideas encerradas en la aparente banalidad, de esas pequeñas piezas de orfebrería musical, que suelo terminar emocionado cada vez que las escucho, ”Que me güelin, me güelin a ella ca vez que las güelu”, como diría Gabriel y Galán, quién jamás nos hizo necesario el preguntarnos aquello de “Que habrá querido decir”, el pobre. 


Estamos reconociendo no solo un tiempo propio, también un lugar donde todavía quedan efluvios de la urea derramada en las esquinas, en los árboles, en la umbría de las peñas y los muros, en cualquier lugar donde hemos ido dejando marcas que de pronto aparecen bajo el musgo, revelado su encantamiento por la melodía, o quizás solo por el ritmo de la letanía encerrada en cualquier disco.

Si Faulkner tenía su condado imaginario, si García Márquez mereció un nobel por su Macondo, si Benet y el de Sierra Mágina lo intentaron, pensad que nosotros no vamos a ser menos y que estas,  aparentemente cutres, recopilaciones de chunda chunda, encierran secretos inconfesables sobre el mapa físico de cada uno de vosotros, cuya revelación estará al alcance de cualquiera, de cualquiera que tenga el menor interés en descubrirla.


Figuraos que en la de este año, está recogido el misterio gozoso al que, sus beneficiarios, llaman Transición, con el adjetivo de “ejemplar”,   igual que anteponían antes lo de “glorioso” al anterior régimen, y son  los mismos beneficiarios, para más inri. Solo que no debo, ni quiero, dar más pistas, puesto que os considero sagaces hasta el paroxismo.  Y cuando digo que está recogido, quiero decir que está “toda” la Transición, ese momento intangible entre el antes y el después, y que quizás no haya habido otra cosa que la aquí transcrita, por más que la fe en su existencia siga dando de comer a mucha gente, lo que puede justificar hasta lo más injustificable. Podéis comprobarlo en su corte, o faixa en portugués, número quince. 

Y si después de esta crónica sucinta de vuestro pasado, de esta capsula histórica, solo perceptible por quienes la han sufrido, continuáis pensando que perdéis el tiempo escuchando canciones de los tiempos del blanco y negro, allá vosotros. Nada que objetar.



(1).- Basada en el cuento “El rey Cophetua” de Julien Gracq, en cuya solapa digital puedo leer una máxima de Euripides que lo aclara todo, o nada:

"Lo esperado no sucede, es lo inesperado lo que acontece"


Y no, la Karina esta no tiene que ver nada con la de las flechas del amor que, por cierto, ni está ni se la espera, como al otro. No temáis.

                                                          
---------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------


viernes, 3 de febrero de 2017

COMO TE ESTABA DICIENDO... (1).- CD 2017



 


LA FÁBULA DEL NIÑO FORTUNATO.-



Las Candelas y San Blas marcan el tiempo del esperado cambio en el calendario, cuando la música, y los almendros, renacen. Tiempo de volver a escuchar el acordeón de Fortunato. Atrás quedaron las oscuridades frioleras de San Antón y de los Santos Mártires. El fuego de las matanzas y el de la (lu) minaria en la plaza del pueblo. Las abuelas abren los tarros de la miel y de las almendras, y el júbilo se insinúa ante la inminente llegada de ella, la prima Vera. Fortunato está impaciente por volver a animar el pasacalle, las jiras donde se disfrutarán los dulces, y poner fondo musical a las fiestas, especialmente después de haber conseguido incorporar a su magro repertorio, el fox-trot sobre el que lleva trabajando todo el invierno. Es el tiempo de.

La fábula del niño, o ángel que acarrea en su cubo, agua desde el mar hacia su charco playero, el que pretende vaciar el océano con su limitada rutina, siempre me ha parecido necesitada de una segunda lectura. En la primera queda patente la estupidez, indultada por la inexperiencia, de quien intenta algo imposible. Y sin embargo el aguador impenitente nos está dando una lección maravillosa, realizando algo, lo único, que está su alcance, con los medios mínimos de que dispone. Reconociendo además el placer de quien se limita a moverse en un terreno conocido, sobre el que ejerce cierta propiedad y también el efecto beneficioso, la probable crecida de endorfinas, en su persona. La infinitud del mar no le va a negar, no podría hacerlo, la satisfacción de ver crecer, aunque sea durante un tiempo insignificante, “su” charco.

Viene esto a colación sobre la diferencia entre escuchar una, o diez, canciones, y el estar sometido al nuevo hilo musical de los servidores en línea, del easy listening de los fondos interminables que por un módico óbolo mensual te permiten escoger una entre millones, algo que requiere un conocimiento previo del tema y el autor, cada vez más difícil ante la oferta ilimitada, a la vez que el ímprobo esfuerzo de tener que elegir una a una, lo convierte en elemento disuasorio, limitándonos a elegir uno, entre varios canales cuyas notas fluirán incansablemente sobre nuestros oídos, stream o corrientes de sonidos, para continuar oyendo ininterrumpidamente sin escuchar nada en absoluto. Esto ya estaba inventado hace medio siglo, y las compañías telefónicas lo incluían en su línea de voz. Nada nuevo.

Solo que, a la desaparición del disco grande, del LP, por mas que ahora lo llamen vinilo y algunos pretendan resaltar su carácter de exclusivo al demostrar la capacidad de malgastar su dinero, siguió la del cassette, el hermano pequeño minusválido que cuando puedo conseguir un sonido comparable al primogénito, con los dolby, y las cintas de cromo, fue anulado completamente por el compact disc, el CD, que supongo tiene los días contados, debido al maremoto digital, y sobre el que estamos intentando componer une elegía año tras año, modesta e insistente, encontrándonos ahora concretamente con su edición anual número diecisiete.  Y no me digáis que esa edad no os sugiere nada, porque de eso trata la música también, de sugerir recuerdos, de buscar entre los medicamentos del alma ese al que llaman nostalgia, cuidando de no confundirnos con el de la melancolía –preciosa canción- que suele estar al lado, en el cajón de las medicinas.

Y es que esos formatos perdidos, o a punto de hacerlo, tenían una virtud digna de reconocimiento, su limitación en cuanto a cantidad, los diez o doce títulos que encerraba cada unidad, permitían escucharlos una y otra vez, con la única alternativa de poder cambiar a la cara B para disfrutarlos y de alguna manera, memorizarlos en la sección de tarareables que uno atesora en su cabeza, imprescindibles para cuando el oído, por agotamiento, se niegue a suministrar novedades.
Esa limitación era su virtud, y los ahora non stop lounge music, los spotify, las innumerables emisoras digitales online, a pesar de la excelente música que suministran, solo son el agua del mar infinito, la que se escapa de nuestras manos sin llegar a poseerla, mientras que aquella que recogimos en el  pequeño cubo de plástico azul, nos permite seguir disfrutando con ella, contemplando el sedimento arenoso del fondo, algún fragmento de alga, y quien sabe si algún pececillo o caracolillo que se convertirán en el evanescente tesoro de su orgulloso propietario.

Somos conscientes de que es el fin de una época, también el dueño del cubo resultó evanescente, de que, como anunciaba Berlanga a los turistas japoneses que pagaban por ver a los marqueses de Leguineche, estaban contemplando “El fin de una saga” que había degenerado hasta merecer el exterminio.
No es el caso, ni los merecimientos, pero si la constatación de que el CD, que hasta en el nombre conserva el termino de disco, ya solo se escucha en los automóviles, en trayectos cotidianos y aburridos, cuando la información deportiva o la propaganda institucional deja unos minutos para hacerlo.

De todos modos ahí quedan, dentro de sus estuches, cerca de quinientas canciones que, a buen seguro, a más de cuatro, recordarán el oro que hubo en las minas de Las Médulas, y  los agujeros que los romanos dejaron en el terreno para deleite de los turistas soñadores. Al fin y al cabo es de lo que se trata, de soñar, sin necesidad de peligrosos estupefacientes, y retrotraernos al tiempo aquel de Fortunato y su acordeón.
Conste que este se me ha aparecido, durante una siesta, demasiado tarde. Ya cerrada la edición del 2017, dejándome una pepita dorada y brillante para el 18. Es un filón inagotable, y no entiendo como los romanos consiguieron dejar exhausto el subsuelo leonés, ni como nos hemos tragado esa mentira histórica de que se haya terminado el metal precioso.

Fortunato ha sido censurado no hace mucho, al aparecer en una crónica de este condado imaginario, su personaje sin nombre, no vaya a ser que sea políticamente incorrecto nombrar a alguien que solo intentaba llevar la alegría a aquel lugar donde la estuviesen esperando, que no en todos los sitios la música hace bailar, feliz, a las gentes. Es necesaria una cierta predisposición para que al introducir el CD en la ranura, fructifique el mensaje que lleva, encriptado para muchos.
Fortunato perdió su acordeón, y con el su fortuna, durante una caminata para tocar en las fiestas del pueblo de al lado, debido a una tormenta con tremendo granizo que deshizo en segundos los cartones del fuelle de aquel precioso instrumento, extinto desde aquel día fatal.

La censura me ataca inquisitorialmente también, todos los años, cuando intento incluir Los Pajaritos de Maria Jesús –y su acordeón-  o cualquiera de las joyas -falsas- del autor de la “Barbacoa”, el innombrable Georgie Dann. Uno es temeroso y después de ver a los inquisidores trabajando en “El Silencio” de Scorsese, vuelve a adaptarse a las consignas del PC (Políticamente Correcto) y limitarse a desear cosas que jamás podrá conseguir. Y es que la vida sin deseo, no es vida.

Afortunadamente conocí, y traté con Fortunato, tiempo después de su momento aciago, y me pareció un hombre entrañable, con inquietudes artísticas hasta en su faceta de hortelano. Estaba especializado en cultivar cactus, más o menos exóticos, y orgulloso de poder distribuirlos entre las floristerías de la capital. No recuerdo haber hablado de los pasodobles escuchados, provenientes de su acordeón, pero de alguna manera prometo hacerle justicia en discos venideros. Al igual que hice con sus sucesores, cuando la moda de los supergrupos se hizo viral ¡Jé! viral y Los Pedrones amenizaron las fiestas desde sus saxos –el agua no puede destruirlos- y la enormidad de sus conjuntos, de dos y en ocasiones hasta de tres músicos. De allí a los Beatles, solo hubo un pequeño paso para el hombre, pero uno grande para la humanidad. Ya sabéis.




Archivo del blog