jueves, 29 de diciembre de 2016

LA CARTA DE AJUSTE.-




Hasta la aparición de las pantallas planas, sean de plasma o LCD, retroiluminadas o táctiles -es decir antesdeayer - los televisores y también los monitores del PC, funcionaban gracias a un tubo de rayos catódicos que requería ciertos ajustes periódicos, para satisfacer las expectativas de sus usuarios respecto a ciertos factores de la imagen que, desde entonces, se nos hicieron familiares, brillo, color, contraste...
Estos ajustes eran manuales y se realizaban mediante unos mandos semiocultos, o totalmente ocultos para los profanos, que permitían optimizar la imagen antes y al final de cada sesión.
A tal efecto, las emisiones televisivas dedicaban unos minutos al terminar la programación, colocando la imagen fija de un cuadro relleno de líneas, marcos, círculos y zonas blancas, negras y grises, la carta de ajuste que presuntamente iba dirigida a eso, a ajustar los tonos, la luz, y el encuadre dentro del marco del televisor. 

En realidad, la utilidad efectiva de tal carta no fue otra que la de enviarnos a la cama, como confirmación de que no habría nada más después del “Himno”, el segundo himno nacional para una generación alejada del sentimiento patrio, mas que nada por aquello de la insistencia gubernamental, la “Generala” militar, que compartía su tiempo con la carta de ajuste y que precedía a lo mejor de la programación para algunos telespectadores, el chisporroteo de lucecitas,  jaspeado tornasolado de puntos blancos y grises acompañado de un ruido similar al del agua al caer en una catarata, sirviendo para facilitar la conciliación del sueño a la vez que para  mitigar la soledad de muchos, soslayando la crueldad del silencio.
Lo cierto es que, para la mayoría no tenia otra utilidad aparente que la de marcar el fin de una jornada, a pesar de que su funcionalidad estaba dirigida a preparar correctamente el inicio de la jornada siguiente.

Surge la inevitable comparación con el fin del año, las alharacas de la noche vieja, los excesos de media humanidad- la otra media solo puede disfrutar los defectos- las serpentinas, los confetis y la sidra el gaitero reconvertidas en petardos, cohetes, lujosos fuegos artificiales y champán francés, todo ello para algo tan simple como despedir una jornada y recibir la que viene a continuación.
Momento necesario e imprescindible para que hagamos un análisis de nuestra situación personal, de los errores, si los ha habido, y del correspondiente acto de contrición verdadera, la que nos recuerda los efectos dolorosos de los errores, si los hubiera o hubiese, para no repetirlos. De recapacitar, ajustando los controles del alma, para tenerla dispuesta en la mejor de las condiciones, para el año venidero.

En su lugar, volvemos a repetir el error pretérito que cometimos con las cartas de ajuste, limitándonos a reconocer exclusivamente el hito festivo del calendario que nos marca algo tan obvio como es el antes y el después.

Reconozco mi error, mi ignorancia asociada a la pasividad que le es inherente, y el desprecio hacia esa herramienta fantástica que era la carta de ajuste, a la que no hice ascos a la hora de afinar el monitor del ordenador con los patrones del Photoshop, y que ahora, cada 31 de diciembre, como siempre sin tarjeta, suelo degustar un caramelo de violeta,  evitándome el tiempo de su disfrute de seguir bebiendo, y permitiendo cierta lucidez a la hora de mirar hacia atrás y ajustar cuentas con el pasado reciente, sobre el que los controles ya no tienen la menor utilidad, para intentar mitigar los efectos del inevitable porvenir.

No hay mejor carta de ajuste que las doce campanadas. Mejor aprovecharlas en su significado real y no distraernos con el aspecto superficial de la hora en el reloj.
                


FELIZ AÑO
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lunes, 26 de diciembre de 2016

JAPÓN. CRÓNICAS DE UN VIAJERO ENAJENADO.- (4)




 
En mi caso, reconozco que el exceso de información ya había sesgado cualquier posibilidad de encontrar el shangri la espiritual mediante un viaje a Oriente.
Ya la historia del yogui con los cuatro Beatles, reclamando este la quinta parte de los beneficios, del cielo en la tierra, a cambio de algún mantra, del karma correcto y la música del sitar, me había puesto sobre aviso de que los paralelismos, y los caminos del señor, son infinitos. Por otra parte, los programas de acogida al viajero en templos de difícil acceso, perdidos en las montañas, eran absolutamente diáfanos sobre como dar  la esperada satisfacción al turista, además de compartir comida y rezos con los monjes, y de ser tratados en todo momento como los componentes paganos (doblemente) de la excursión o extensión del viaje, contratada en la agencia de viajes de cualquier esquina. No tuve necesidad, ni ganas, de comprobarlo.

Pero es que además, llevaba recomendaciones de primera mano, la filmografía de amigas tan alejadas como diferentes, alemana y japonesas, que suelen ser monotemáticas en el fondo, y en los escenarios de sus películas. Visiones desde dentro y  fuera sobre ciertos tópicos  a los que a veces confirman en su fundamento, y en otras, sencillamente los desvanecen.

Doris Dorrie: Busca el zen desde la perspectiva de un europeo. Píldoras budistas con agradables resultados para el espectador.
-Sabiduría garantizada 1999

-Der Fischer und seine Frau 2005

-How to cook your life  o “Encuentra el nirvana en la cocina” 2007

-Cerezos en flor (Hanami) 2008

-Fukushima, mon amour 2016

Naoko Ogigami: Retratos amables sobre gente sencilla. Megane fué el anzuelo que me atrapó en su cine.
-Barber Yoshino 2004

-Kaome shokudo 2006

-Megane 2007

-Toiretto 2010

-Rentaneko 2012

Naomi Kawase: Sintoismo puro, un estado filosófico que envuelve el tiempo hasta el extremo de hacerlo innecesario.
-Moe no suzaku 1997

-Sharasoju 2003

-El bosque del luto 2007

-Nanayomachi 2008

-Hanezu no tsuki 2011

-Aguas tranquilas 2014

-Una pasteleria en Tokio 2015

Solo unas pinceladas sobre el cine y Japón, desde el punto de vista de algunas directoras. Hay otras imprescindibles, como la asistente de Kurosawa y el film biográfico sobre su familia. Necesario también para conocer que sucedió en Japón con los « desafectos » al régimen durante los años treinta y cuarenta. Odiosas e inevitables comparaciones.
Todas ellas son culpables, naturalmente, de incitación al delito, el de viajar para comprobar si ese mundo atisbado a través de la pantalla era real o imaginado por los creadores de sueños. Después de ver esas películas y de encontrar suficientes pistas sobre el terreno que confirmasen su existencia, uno se alegra de ambas cosas, de haber realizado una excursión tan especial, y de haber sufrido la adicción al cine japonés en general y al de estas mujeres extraordinarias.

Supongo que ver esas películas, todas, constituyen un bagaje necesario que convierte en superfluas la media docena de guías de viaje sobre este país que han caído en mis manos. Eso, y el prudente alejamiento de las películas y best sellers norteamericanos. Afortunadamente existe un mundo más allá del sushi, de las geishas, y de los tsunamis, aunque estos también resulten a veces inevitables.

Y es que llegados a este punto, te planteas si tu viaje, sin ceremonias del te (verde) y sin espectáculos de maikos, tiene más relación con el Japón entrevisto en el cine, y pateado durante tres semanas, que con el de los documentales de viajes y las revistas en papel cuché. Difícil dejarse llevar por la superficialidad para un agnóstico que duda hasta de la razón.

Japón tuvo eso que ahora estúpidamente llamamos crisis en los primeros años ochenta, y justo ahora, hace un par de meses, es decir treinta y seis años después, su economía, que no su índice Nikkei, ha recuperado los niveles de entonces. Bucles de la historia, como parte inexorable de ella, cuando llamar a un valle profundo y extenso crisis, se convierte en una estupidez, pero el considerar el tiempo y el esfuerzo que lleva salir de él, no lo es en absoluto. Y vuelve el parangón, inevitable, la nuestra del 2006 ¿Para cuándo ?. Una canción estupenda de Palito Ortega, ¿Para cuándo joven, para cuándo? preguntaba con insistencia harto molesta el padre de la novia al cantante, en referencia diáfana a la fecha de la boda. Y si treinta y seis años parece mucho tiempo de relaciones prematrimoniales, no quiero pensar cuanto llevará la espera para una pareja como la nuestra, en la que el chico aporta la titularidad de una deuda superior a los ingresos de toda su vida, y la novia  ha ido reuniendo para su ajuar una maravillosa colección de pagarés con fecha fijada. Comparaciones odiosas, futuro más oscuro que aquel que me pronosticaba el papelito de la fortuna, y lo peor de todo es que me está distrayendo de Japón, que era el asunto principal.

A veces se hace cuesta arriba hablar bien de un país, donde la pena de muerte está en vigor, absolutamente vigorosa. Cerca de doscientos esperan al dia de hoy, el momento infame en el que unos hombres justos y legales quiten violentamente la vida a otros, mediante ahorcamiento. Como muestra del grado de civilización a que han llegado, no previenen al reo del dia ni de la hora, para evitarle sufrimientos innecesarios. Las ejecuciones se realizan con una media anual cercana a las dos docenas Y es que poner cifras a este asunto como los interminables ceros a la derecha de las víctimas de Hiroshima, de todas la hiroshimas, me parece inhumano. Luego resulta que la seguridad en sus calles es excelente, y que nadie coge nada que no le pertenezca, ni siquiera del suelo, especialmente del suelo, sea un guante sea una cartera. Trae mal karma el encontrarte algo y recogerlo, me decían. Y ahora lo entiendo.

Por otro lado, resulta evidente que la disciplina colectiva, sin rebasar ciertas líneas que para el resto de la humanidad se suponen infranqueables, es la base junto a la cultura, de la prosperidad y otras canonjías a las que deberíamos todos aspirar.
Disciplina que se muestra espectacular  en los niños en general, independientemente de su edad, silenciosos y atentos a lo que les rodea, sin molestar jamás a familiares ni extraños, y sin perder por ello el encanto propio de esos años, y sobre todo en los colegiales desde el parvulario hasta el bachillerato,  gorros de colores que identifican su nivel escolar, uniformes en los que no faltan las carteras de cuero colgadas a la espalda, con el aspecto de la cartera definitiva que nunca tuvimos, el cabás añorado, aquel de la infancia perdida.
Los dogmas disciplinarios aparecen roturados en todo lugar, en el suelo y en las paredes, en los carteles de los parques y lugares públicos, donde no resulta sorprendente encontrarte con innumerables emoticonos que te prohiben fumar mientras caminas – fumar en cualquier lugar que no sea un gheto para fumadores- usar drones, o tocar el culo a las maikos –sic- además de otras prohibiciones secretas por innecesarias como la de arrojar un papel en el suelo, ni en ningún otro sitio, ya que las papeleras no existen, de donde deduces que es  la mejor manera de no encontrar basura en las calles.
Algo agobiante para el viajero temeroso de que el papel publicitario  que le dieron el primer dia, volverá en su bolsillo junto a las cáscaras de las castañas asadas, hasta que en el aeropuerto de origen se reencuentre con ese artilugio imprescindible y maravilloso que es la papelera. 
Pasas malos ratos hasta que vas descubriendo  e interiorizando las claves que te permiten recuperar el confort sin interferir con el suyo.

Para nosotros, el aspecto de la limpieza que allí observamos, tiene tintes de psicopatía paroxística.  Creo que solamente he visto despintada la parte trasera de un pickup que transportaba material de construcción, y oxidadas las cadenas de dos bicicletas en Takayama, bajo lluvias perennes. El resto del espectáculo contemplado durante tres semanas, solo puedo calificarlo de inmaculado. Recorrer el mercado pescadero mayorista de Tsujiki, el mayor del mundo según dicen, veinte minutos después del cierre, y constatar que allí no huele a pescado, ni a mar, ni queda el menor estigma de lo que ha sucedido hace un rato, produce escalofrios. La sensación de que estás dentro de una película y, simplemente, han cambiado de secuencia sin avisarte.

                                            

jueves, 22 de diciembre de 2016

FELIZ NAVIDAD






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domingo, 18 de diciembre de 2016

CONVERSACIONES CON MI PELUQUERO (SORDO).-






El humo ciega tus ojos, y te permite ocultar las lágrimas. Por ello aconsejan contemplar las hogueras desde una distancia prudencial, y si lloras.. no lo ocultes, hazlo para desahogarte;  y busca las causas para evitarlas en lo sucesivo.


A pesar de que una imagen suele despertar la atención en el espectador distraído, no es del todo cierto que diga más que las palabras, pocas o muchas, ni mucho menos que sea más locuaz que una cifra, o dos. Si bien habrá siempre que leer las segundas y relativizar, en el buen sentido, las terceras.


Viene a cuento de las perspectivas del presupuesto sanitario de nuestro país para 2017.

Resulta elocuente la tendencia negativa, desde casi el 7% del PIB al 5.9 % en menos de una década. Si añadimos a la calculadora el descenso del PIB durante estos años, nos acercamos al gasto real en salud y nos haremos una idea del futuro que nos espera.


La comparativa con otros países europeos, aparte de insistir en aquello de las curvas divergentes, o del futuro asimétrico, no nos va a ayudar para nada. El escuchar los consejos de  Christine Lagarde, directora del FMI, respecto a lo inadecuado de la gestión, tampoco.

Pero no estaría mal, o mejor dicho, resulta absolutamente necesario, es decir imprescindible, que se desarrolle cierto grado de pedagogía sobre el asunto, entre aquellos que no miran, no leen , ni quieren echar cuentas.



Cada vez que leo la palabra “recortes” me entran picores en las partes más innobles de mi alma, que las tiene. No es la palabra adecuada para describir ciertos eventos.

 1)      No hay dinero. Y menos que va a haber. Parafraseando al anterior presidente de gobierno, aclarando a Muñoz Molina que había mucho dinero y más que iba a haber.



 2)      Universal y gratuitas son las promesas electorales, pero la sanidad no puede serlo, es carísima, con un coste imparable debido a los avances técnicos y a la prolongación de la sobrevida en los idosos (en portugués, añosos). Y es de una temeridad escalofriante pretender que continúe por esa senda, como las vaquitas de Yupanqui, que al final resulta que son ajenas, y las penitas son nuestras.



 3)      Contemplar las movilizaciones para mantener abiertos dos o tres hospitales en sitios donde el presupuesto no llega para uno solo, me produce cierta reagudización de los picores de antes.



 4)      Añadimos que, al cántico ancestral del “Todos queremos más, y más y más…” solo habría que cambiar la palabra queremos por la de debemos, para hacer ver a los ciegos y oir a los sordos, del disparate que supone gastar energías, y voluntades, en empujar al carro cuesta abajo.



 5)      Y sí, ahora más que nunca, habría que reconocer el error sublime de dejar la gestión del mayor gasto social, el sanitario, en manos de políticos harto tolerantes con el despilfarro y con los amiguetes que guardan  junto a su corazón la mejor presa del cerdo que están despiezando en estos días de matanza. (Eso hacían, como parte del salario, las matanceras en tiempos no tan pretéritos).



 6)      Y final. Todos cómplices, los gestores ineptos, los corruptos impunes,  y los votantes, sin cuyo encomiable apoyo jamás conseguiremos hacer desaparecer la sanidad pública.





Por ello seguiremos buscando alternativas, cascotes y tableros en el paisaje después de la batalla – esa es de Wadja- para construir un refugio con los restos.


 

Feliz Navidad
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martes, 13 de diciembre de 2016

JAPÓN. CRÓNICAS DE UN VIAJERO ENAJENADO.- (3)






Tienes que aprender a conjurar dos elementos que pueden amargarte la estancia, los turistas y las multitudes. Resulta evidente que,  turistas son siempre los demás, tu solo eres un observador ajeno y personal al que no incluyes jamás entre semejante chusma. Y eso que en esta ocasión, la mayoría eran japoneses o disfrazados de tales, y formaban parte del paisaje con sus quimonos dominicales y sus sandalias de madera, sus pasos cortos y sincopados y su impasibilidad, cuando no sonrisas agradecidas ante las fotos que les hacen los implacables turistas, ellos, ya digo, porque las que yo hago son del artístico freelance que ha ido allí a inmortalizar costumbres insólitas, como es bien sabido.

La otra parte agobiante de la humanidad, la que posiblemente termine con ella, la multitud, te resulta estimulante el primer día, como si hubieses entrado en la pantalla durante una de esas escenas en que el hormiguero humano desorienta tu camino y te hace bucear en cuestiones metafísicas del tipo: ¿Que se me ha perdido aquí en este tremendo barullo?. Pero  enseguida haces el propósito de la enmienda y, simplemente, evitas lugares y horarios donde los individuos dejan de serlo y la masa impone sus normas ajenas a tu voluntad. No recuerdo el lugar, pero si  que me sentí en La Meca dando vueltas frenéticas alrededor de la Kaaba, y mira que jamás he estado más lejos de las peregrinaciones. Quizás fuese en Shibuya, pero en todo caso pasé la mayor parte del viaje alejado. Vade retro.

Y hablando de peregrinaciones, el quinto o sexto templo de los doscientos imprescindibles que tienen, me recordó el periplo de moda en España, el  del Camino de Santiago, y la duda de si esta buena gente no sellará cada visita para darte al final una compostelana. Harto fácil darte una concha de Saint Jacques cuando tiran cada día millones de ellas a la basura, o quizás una de esas promesas de futuro que te entregan en los templos por un modesto óbolo, con la ventaja de que si no te gusta el porvenir que te ofrece, puedes cambiarla por otra hasta quedar conforme con tu futuro, cinco veces en mi caso, el cambio de papelito.

Y si, tenían el sello en la mayoría de los templos, y  alguno de ellos en madera tintada me he traido de recuerdo, aunque de la compostelana no creo que tuviesen costumbre, y como me parece tan horrorosa la necesidad de que te certifiquen que has estado en un lugar donde tu presencia o ausencia resulta absolutamente indiferente y prescindible, pues vuelvo a reencontrarme con lugares comunes y universales, otro más.
La nube todavía merodea en el cielo nipón, la nube radioactiva de ser el primer y único –de momento- país donde se ha probado la bomba atómica con seres humanos, y la otra más dolorosa si ello fuese posible, la de haber perdido una guerra que habían iniciado y donde se dejaron la piel de forma colectiva, no solo en Hiroshima, también en el lugar más remoto, en el último rincón donde uno creía que habían sido despojados también de la piel del alma, algo que suele suceder a los perdedores. 

El como un régimen fascista lleva a todo el país a esa situación trágica, a ellos y a sus víctimas, y como reacciona el pueblo ante la aparición del máximo responsable en el balcón de su palacio. 
Echaron una lagrimita juntos y le pidieron que volviese a barajar, por favor, y que cortase los naipes, que comenzaba una nueva partida.  Para que luego digan que la transición española bla bla bla bla. Insisto en que son diferentes, si no como seres humanos, si como colectivo.

Ello no impide que su museo de “Los héroes de la historia” o algo así, donde lo único que tienen autentico  y en dimensiones reales , es un avión “zero” (sin usar), y el que alguno de los glorificados héroes hayan sido condenados por tribunales, no solo por la historia, esa señora tan casquivana que cambia de opinión según la estación. Condenados como criminales de guerra y manteniendo un conflicto diplomático larvado con aquellos países que sufrieron la consabida anexión imperial, por supuesto, no amistosa. Pelillos a la mar. Algún nostálgico persistente de los tiempos malditos he visto en los mercadillos- maravillosos por cierto- y en los anticuarios, buceando en la sección de nostalgia bélica, donde los prismáticos de campaña o los cascos metálicos de la infantería japonesa están al alcance del mal gusto de cualquiera. 

Ni que decir tiene que las espadas de samurái, como el sushi genérico son los artículos mas demandados por los turistas irredentos. Las katanas procedentes de Toledo, dicen que son muy apreciadas por los viajeros españoles, que no dudan en pagar el viaje de vuelta al arma blanca, por motivos totalmente incomprensibles para un servidor. He visto algunos adictos al revival, totalmente equipados con el uniforme de campaña, sentados en la terraza dominical frente a una cerveza, y he visto banderas propias y también las de los antiguos enemigos, expuestas a la venta, y sigo sin comprender, ni aquí ni allí, como  ciertas mayorías pasan  las paginas con tan temeraria facilidad, ni como se obstinan algunos en permanecer con un siglo de atraso.

O ya no son tan amarillos como acreditaba su leyenda, o yo no soy tan blanco como me hicieron creer. Me confundieron con los nativos en alguna ocasión, y una vez vestido con la ropa de andar por casa, el yukata de rigor en los hoteles, solo me hubiese faltado afeitarme el bigote – a punto estuve- para convertirme en parte de esta gente tan estupenda que insiste en hablar de modo tan extraño.
Afortunadamente, fuera del downtown occidentalizado de las grandes ciudades, del gran Tokyo, han conservado impecables sus formas de vida tradicionales. Ver las parejas de cualquier edad paseando vestidos con ropas características de sus tradiciones es algo frecuente, más incluso que el uso de mascarillas o guantes, algo habitual en sus salidas a otros países y esto me hace sospechar que no es exclusivamente por pretendida cortesía hacia los demás, para no contaminarlos. En todo caso llevé puesta una mascarilla un par de días, más que nada por solidaridad con ellos, por no contagiar el resfriado a mi grupo familiar, o quizás por un secreto deseo de venganza infantil, por aquello de donde las dan las toman. Tonto que es uno.

Y hablando de tontos, estuve traumatizado un tiempo, y alguna secuela me ha dejado, al contemplar aquel monje pidiendo limosna frente a cierto templo de Kyoto. Con su túnica azafrán, su sombrero cónico de bambú, y su inmovilidad absoluta bajo el sol de mediodía en uno de esos días bochornosos en que el verano se enfrenta abiertamente a su final, y la humedad tropical te hace comprender la utilidad de la banda anudada en la frente, como freno para el sudor que ciega los ojos. Aquel hombre, inmutable, sosteniendo el magro cestillo con su mano derecha, y ciego frente a los fieles que entregaban algunas monedas y la hacían reverencias semiarrodillados con las palmas de las manos unidas, como si de la santidad personificada se tratase.

Fue su rostro, hierático y ausente, lo que me impresionó, pero sobre todo su boca, sus labios mediopegados y agrietados, con esos restos de saliva casi seca propios de quien lleva horas musitando, rezando probablemente, o hablando solo como aquel bobo de mi pueblo.  Déficit cognitivo dicen ahora, ángeles o mensajeros del cielo deben parecernos, unos y otros, los que ofrecen absolutamente su mente a su fe y su cuerpo a su orden, como aquellos que viven junto a nosotros poseídos por una ausencia involuntaria sobrehumana. Ese matiz diferencial entre lo voluntario y lo forzoso, ante una misma situación, me tiene perplejo. Entre la oración repetida interminable e inmisericordemente por una boca hasta privarla de la humedad necesaria para seguir haciéndolo, y el que habla a solas, sin parar y aparentemente sin sentido, durante horas, dejando secar sus labios y haciéndome ver paralelismos que quizás solo existan en mi imaginación.

El asunto religioso, obviamente me dio pie para innumerables reflexiones. Sin ir más lejos, al día siguiente, bien temprano, vuelvo a encontrarme con el fraile mendigo. Nos cruzamos en la estación, cada uno con un destino diferente, o quizás no tanto. El mio, iniciar una nueva excursión mediante el tren bala, centenares de kilómetros que me harán volver arrastrándome y feliz de lo que he visto y disfrutado, el suyo el inicio de la jornada cotidiana desde algún pueblo cercano, y dispuesto a subir al autobús que lo llevará al puesto que tiene allí. En esta ocasión lleva otro sombrero de palma en la mano, renovado, más limpio  que el semirroto del otro día, la cesta oculta bajo la túnica, y un aspecto casi juvenil, con el porte del  ejecutivo que comienza su tarea diaria. Supongo que en el fondo es otro oficio más, igual de cansado quizás que el del turista enajenado, y que ninguno nos planteamos otra cosa distinta del afán común, el  de poder continuar cada día que pasa con el que viene a continuación. 

Esto de las ordenes mendicantes tiene cierto matiz diferencial en esta tierra. No piden para repartir ni para dedicarlo a la caridad, tan solo para mantener vivo el templo, y con él, la oración. Está perfectamente establecida la función laboral y social del creyente, su trabajo, y la de los monjes, el rezar por ellos. Y me parece muy justo, delimitar los deberes de cada cual. El introducir la religión, la fe de cada uno, en asuntos terrenales, inevitablemente políticos, lleva siempre a confundir el poder terrenal con el otro, y suele terminar como el rosario de la aurora, cada uno para su casa, a veces después de algún chaparrón indeseable.

Los he visto de reojo, a los monjes, y salvo el destello visual impactante de la túnica azafranada de este hombre y el de otro grupo de probables seminaristas de la cosa, joviales y divertidos, provistos de cámaras de última generación y haciéndose selfies en templos postineros de la capital; el resto, sintoístas quizás, me han parecido clérigos harto discretos, ejerciendo su ministerio sin aspavientos, sean bodas, sean  oraciones rituales relacionadas con algo tan cierto como son las horas del día. Tocando el bombo gigantesco que tienen junto a la sacristía, o unas chirimías, asomados a la ventana donde se celebraba el sacramento matrimonial.

La limosna del creyente es simplemente parte de la oración, arrojada en unas parrillas frente a las imágenes, o bien abonada en ventanilla a cambio de una tablilla donde escribir tus deseos, o de una estampa donde puedes ver tu futuro, generalmente tan horroroso que te obliga a seguir probando boletos como en la tómbola. Va a ser eso, como aquella razón de San Juan, o quizás Santa Teresa, para creer en la vida eterna. Es tan poco lo que cuesta la papeleta y tan grande el premio en caso que exista, que merece la pena probar suerte. Y la probamos.

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