jueves, 26 de agosto de 2010

Jornadas místicas y gastronómicas en La Provenza, o casi...(4)

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4ª Etapa.- Mark Twain en la Provenza.


Lo tenía muy claro cuando dijo que si le dieran a elegir, preferiría “El Cielo” por su benévolo clima, de reconocido prestigio, pero elegiría “El Infierno” por la compañía, indudablemente más amena y divertida.
Y es que estas genialidades, suelen venir apuntadas tiempo ha, por la sabiduría popular. Además de estar reconocidas en la documentación, en la imaginería al uso.
Ese fue el fogonazo mental que recibí, al ver en la parte izquierda del pórtico de la iglesia de San Trófimo en Arles –observad la ubicación derecha e izquierda de las figuras en los templos, y observadlo desde dentro, veréis que la cosa viene de atrás – al ver una hilera de felices danzantes marcando el paso de La Conga, o algo parecido. Mientras en el lado opuesto otra hilera de aburridos padres de la cosa parecían estar hartos de su inmóvil estancia mirando al público y presumiendo de lo único que pueden, de estar a la diestra.
Luego, con más detenimiento me fijé en el personaje esquinado, con aspecto de mala persona, y que empuja la fila de danzantes, condenados, hacia la extrema izquierda, donde se presume está el fuego eterno. (Doble click en la imagen).
Y es que, como apunta Mark Twain, no se puede tener todo; y tener que elegir es siempre tener que perder, por más que intentemos convencernos de lo contrario, de que acertamos siempre.

Esto era en Arles. Donde viven muchos del episodio en la vida de Van Gogh, tras una corrida de toros y media botella de absenta, cuando decidió emular la escena de cortar la oreja al astado y regalarla a los transeúntes. Enjaulado contra su voluntad, dejó en escalofriante tebeo – precursor de la bande dessiné- media docena de viñetas relativas a esta ciudad, que los comerciales del Camino de Santiago – que de todo tienen – no se cansan de emular y de vender a los incautos.

Esta es, en cierto modo, un escaparate de la leyenda urbana; como tantas otras ciudades que basan su imaginario prestigio en el casual paso de unos viajeros, convertidos en genios más tarde por sus vidas legendarias, o por el dogma impuesto por los propios mercaderes. Afortunadamente no tienen, ni pretenden, museo alguno, ni obra de Vincent de mayor relevancia que las postales al uso. Y la verdad es que la ciudad, negocio aparte, no lo necesita. Se siente Roma por los cuatro costados, Parece que vas a encontrar a Constantino detrás de cualquier esquina. Y Egipto, en el obelisco, en los miles de años de la figura asiria con un eterno surtidor de agua en su boca, justo enfrente de los chicos que bailan la conga. Escalofriante.

La cena, huyendo de las habituales terrazas turísticas – La Plaka ateniense multiplicada por mil, por donde quiera que vayas- la hicimos en el lugar recomendado en primer lugar por la guía Lonely. P. Y como lo bueno no pienso contarlo, porque no me parece de buen gusto, me remitiré al postre, el exquisito pero incomestible arroz con leche y fresas, especialmente recomendado por la amable jefa de la cosa.
Que nos sirva de lección, que me sirva de lección cien veces aprendida y otras tantas olvidada. Jamás, o sea nunca jamás, nos dejemos aconsejar por el encargado de un restaurant sobre el plato a pedir – eso solo funciona en las novelas y en las películas- En realidad van a abusar de nuestra infinita tolerancia – no conozco casos de clientes que hayan pegado fuego al local, a mayores se van sin pagar – y nos van a colocar los restos de las sobras de aquellos platos a punto de caducar. Abusando además del grado de indefensión a que nos somete la botella de excelente Chardonnay helado que nos ha alegrado la ensalada y el estupendo pescado.

Repito para los distraídos. Ni pedir ni aceptar consejos en lugares de paso. Nos equivocaremos al elegir, pero lo haremos solitos, sin ayuda ajena.

Por cierto, ¿Os imagináis el contenido de un plato denominado “Supreme de volaille? Suena poderoso. Verdad. Aquí pudo la prudencia, al esperar a que lo sirvieran en la mesa de al lado, con la correspondiente impaciencia por degustar semejante especialidad provenzal: "Pechuga de pollo"

-¿A la Villeroy, peut etre?. Pregunto.
-Non Monsieur c´est nu-

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viernes, 20 de agosto de 2010

INTERMEZZO SINFÓNICO. (LECTURAS VERANIEGAS)

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LITERATURA Y GUERRA CIVIL (1936 - 1939)


Después de dedicar demasiado tiempo a un solo libro- meses incluso- meditando, disfrutando lo leído, y deseando volver a él. A la vez que quieres terminarlo para poder continuar con la selección, con la lista de espera que te apremia desde la penúltima vista a la librería, desde el último regalo que te hicieron o quizás desde idénticas circunstancias a esta durante el año, o los años anteriores.
En una beneficiosa y parsimoniosa lectura, aconsejada por cierto, por varios autores, entre los que citaré a Berger o a Kapuscinsky, que estiman que aquellos que leen algo de un tirón, en un solo día, o sin respiro alguno, realmente no han leído ni han entendido nada.

Pero luego llega la circunstancia del descanso estival, el dilema desaparece, y te encuentras como el más rico y feliz de los hombres al disponer de manera ilimitada de aquello que es lo único absolutamente imprescindible para leer un libro. El tiempo para hacerlo.

Termino los rescoldos, los últimos capítulos de aquellos que he ido marginando durante el pasado invierno, para constatar lo difícil que es terminar bien un trabajo literario por mucho brillo que tenga en su inicio o por bien que esté condimentado en su desarrollo, cuando en las ultimas paginas encuentras al autor perdido en unas disquisiciones que te hacen sospechar si no están allí tan solo para justificar el numero de paginas acordado con el editor.

Situación que se repite en no pocos de mis santones de la cosa, como la insistencia de Grossman en “Todo fluye” o incluso Camus en “El hombre rebelde”, que acaba vaticinando la rebelión del hombre mediterráneo o algo que no logro entender, como corolario a una obra maestra.

Otros ni tan siquiera llegan a estropearlo todo al final, puesto que desde el principio ya hacen gala de su intención, como alguna novela de Muñoz Molina de cuyo titulo no quiero acordarme, aunque si del despropósito mio de, todavía, leer novelas. Si bien tengo en el descargo, la ausencia de mejor material a la hora de llenar la magra mochila de viajero apresurado.

Igual me ha sucedido con algún Pla pendiente, o con cierto cantamañanas prestigioso, icono viviente de la intelectualidad catalana que solo me hace sospechar de la oquedad mental de sus numerosos lectores y del prodigioso poder mediático de algunos editores que intuyo, tienen en los sótanos una colonia semisecreta de negros especializados en el estilo de menganito y zutanito, generando material suficiente para publicar cada año dos o tres títulos de cada uno, en la premisa de tenerlos vendidos de antemano.

Y uno, tropezando por enésima vez en la misma piedra. En el culto al autor, a aquel que tocó la flauta, aquella vez, con tan prodigiosa maestría, que lo obliga a repetir, a esperar el nuevo y genial silbo del añorado maestro. Fantasías.

Pero a veces, ni las horas pasadas entre los estantes de la librería mas completa, ni la evocación de aquellos escritores que marcaron sus iniciales en el lomo de tus circunvoluciones – Si, estas tienen lomo, babilla, y contramuslo. Faltaba mas – te sacan del atolladero de la apatía. Tiene que ser el azar, bendito él, en la forma de:

-Oye, léete este libro, que es de lo mejorcito que últimamente ha pasado por mis manos- Para continuar.

- Aunque quiero volver a releerlo, despacio, varias veces, quédatelo, que ya conseguiré otro ejemplar-.

Y pone en mis manos aquel tratado, que es lo que es, aquellas cerca de mil páginas que ojeo por cortesía, antes de decir falsamente aquello de:

-Gracias, pero ya me quedo con la referencia y lo compro luego-

(1ª persona, plural)

Y comenzamos la lectura, la pasión, y nos damos cuenta de que tenemos cuatro días para terminarlo, que los proveedores están inaccesibles en estas fechas, y que algo tan excepcional no podemos dejar sin completar sin, a la vez, apartarlo de su generoso propietario, y nos sumergimos en aquello que Kapuscinsky nos ha prohibido desde el principio, el saltarnos los silencios, las pausas en el texto, las ausencias en la nada, tan necesarios para comprender lo que está pasando en las paginas, que por otra parte son un cúmulo infinito de nombres propios, reales, de fechas, de títulos, de chascarrillos quizás, y de la relación de cada uno de ellos con todos los demás y con la historia perdida de nuestra tierra, de nuestro país, de unos años que hoy, ochenta después, siguen cubiertos de bruma.

Estamos en la tercera edición, y leemos sobre las anteriores como parte de una obra viva, como estructuras pretéritas y obsoletas de un edificio en remodelación constante, como la pintura que Picasso hace y deshace sobre un cristal transparente ante los ojos atónitos de Henri Georges Clouzot, y de los espectadores, en “Le mystère Picasso” 1956, como, esos cincuenta minutos en una sola toma, resumen el esfuerzo del artista para rematar un trabajo que oculta para siempre a otros cien, tan estimables quizás como la obra final.

Supongamos que no es una obra terminada, que ya avisa de la ausencia, de la demora en la entrega de ciertos testimonios que, de producirse, cambiaran el sentido del relato, aunque solo sea en sus márgenes. Supongamos que continuará enriqueciéndose con documentos gráficos, , apretados al modo de los "thumbnail", de las miniaturas con que el ordenador etiqueta las imágenes, y supongamos que seguirá completando las semblanzas de los centenares de protagonistas que pululan por sus páginas, a saber tres generaciones de literatos, la del 98, la del 14 y la del 27; sin olvidar sus ecos, la de los menos afortunados en la gloria literaria ni la de aquellos a los que el exilio condenó a un ostracismo del que , al día de hoy, seguimos siendo deudores por ignorantes, los lectores. Sigamos leyendo.

Descubrimos la extraordinaria importancia que tuvieron los poetas¿? en la contienda, en franca contradicción con la mustia cosecha del género en los ochenta años subsiguientes. Quizás la propaganda y su necesidad de aportar figuras populares a la bandera tuvieran algo que ver.

Tambien resulta elocuente, por obvio, el como la mayoría de los intelectuales, y entre ellos hubo mucho literato, no dejaron de clamar por la Tercera España - la que no tuvo ninguna oportunidad - mientras aceptaban por bueno, por genuino y verdadero el bando que les había tocado en suerte en el reparto territorial de los primeros días de aquella guerra incivil, a la que cualquiera que lea esta versión corre el riesgo de llamar guerra de los poetas. Esto, en caso de no ser transportados por el viento ardiente, cual involuntarios vilanos, del uno al otro lado del frente. O como personas desnudas, seres humanos a los que la realidad despojó para siempre del disfraz, del personaje figurado con que suelen pasar a la historia la mayoría de los plumíferos.

Interesantísimos el antes, el durante y el después – el que lo tuvo – de las vicisitudes personales, sobre todo, y artísticas en menor grado debido a las circunstancias, de esta pléyade de escritores que al parecer no dejó alumnos ni herederos que recogieran el testigo, al menos con la misma intensidad de las letras, del primer tercio del siglo pasado.

(1ª persona)

Total, que me veo incluyéndolo en el próximo hatillo a conseguir, buscándole un lugar de honor, a la vez que cercano, en la mesa que ostenta el centro geométrico entre las estanterías de la casa, y leyéndolo, releyéndolo, subrayándolo y aprendiendo, rememorando aquello que les sucedió a tantos, mas que las causas o las razones del desastre. Aunque no esté demás seguir escuchando voces, todas las que todavía suenan, para evitar su repetición, o al menos comprender por que la historia se obstina en hacerlo de manera tan dolorosa.

P.D.- Y que sirva de precedente.

Circula en la red de redes una copia digital de la 1ª edición. (A precio de ADSL, formato PDF)

La tercera, esta que tengo en mis manos, cuesta en el templo - de los mercaderes – la inexpugnable cantidad de cuarenta duros de plata.

Si mi pluma valiera tu pistola, capitán..


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lunes, 16 de agosto de 2010

Jornadas místicas y gastronómicas en La Provenza, o casi...(3)


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3ª Etapa Carcasonne.-

“L´Os Moelle avec Fleur de Sel”

Dicen que el nombre significa “Carcas te sonne”, o sea “Carcas te llama” . Que era la señora del caudillo sarraceno que, proveniente de Toledo, conquistó esas tierras hasta que Carlos Martel, que no solo dio nombre a un discreto coñac - los buenos son los nuestros, como siempre, le dijo aquello de “Échate pafuera” cuyo eco sigue sonando en el interior de ciertos cráneos, autodenominados autóctonos.

También aprendí que Wamba, Alarico y otros personajes presuntamente históricos, tuvieron sus raíces en ambos lados de los Pirineos, con lo cual el asunto este de los nacionalismos queda al nivel de la raya que cada uno quiera situar en el tiempo, en la época que mas placer le sugiera a su hipotálamo, siempre y cuando las imágenes que haya compuesto al efecto provengan de fuentes tan fiables como las medievales, es decir muy poco o nada.
Pretender que los desinformados indigentes mentales en que nos han convertido, podamos disponer de datos sobre el pasado lejano, cuando el cercano del mismo ayer pertenece a la nebulosa activa de la propaganda tanto como a la pasiva del no quiero saber, es solo eso, una pretensión.
Por todo ello, es mejor decir que sí, a todo lo que nos cuenten, al menos lo relativo a cualquier pasado común. Se evitan fricciones y se da por buena cualquier teoría de contertulio documentado, al que de momento, mantendremos en la ignorancia de que nuestros grandes héroes reales del ayer, son los del mañana, y no son otros que Flash Gordon y El Capitán Trueno. Aunque debo reconocer que Viriato… es mucho Viriato, para dejarlo en la fantasía.

La verdad es que no he tenido otra sensación tan desagradable como la de Carcasona, al desembarcar en un crucero de estos, desde la vez que aterricé en Le Mont Saint Michel, cuando tuve que darme a la vuelta en el primer recodo medieval, al sentirme parte de aquella masa nauseabunda de turistas.

-Que si, papá, que somos turistas también- Me recuerda mi hija. Mientras reniego, me niego a aceptarlo, y me doy la vuelta.

Volvió a sucederme al atravesar las murallas,- en este caso el plural es certero, tienen dos – de la Ciudad Antigua de Carcasona, al igual que me sucede muchos días en mi propia ciudad, el tomar consciencia de que no eres más que un extraño , dentro de una multitud en calzoncillos que mira hacia todos lados y camina con el ritmo lento e irregular de los zombis – con ese lento y errático andar, gracias al cual escapamos de ellos en las pesadillas nocturnas - solo que es mi ciudad y no puedo darme la vuelta. Solo lamentar el vivir en un parque temático en el que ni siquiera tengo derecho al fast pass, a la tarjeta mágica que te evita los embotellamientos, bouchon en francés. Ya que estábamos en el Languedoc, cuando me di la vuelta alejándome de aquel horror, y dirigiendo mis pasos al restaurante recomendado de la etapa.
Cerrado, con un cartel en la puerta que explicaba que era solo por un día, ese, y por un asunto de boda, sin especificar de quien ni el por qué, lo que dejaba el asunto en algo realmente extraordinario,- es la primera vez que me cierran un sitio de postín por este motivo-, y en algo confuso y preocupante. ¿Seria el hijo del dueño? ¿El mismo dueño quizás? ¿O seria la hija? No sé, no sé. Me quedó la historia incompleta, y yo sin comer.

En unas horas tardías, peligrosas en cualquier país distinto del nuestro, y más en este en el que cuando el estomago nos recuerda la proximidad del almuerzo, en la mayoría de los establecimientos están pasando el trapo a las mesas y nos reciben con un desolador “Desolé Monsieur”.
No fue el caso. En la plaza mayor del pueblo, o sea en la parte viva de la ciudad, encontramos una terraza donde pudimos reponer algo el cuerpo. Lo del espíritu ya fue más difícil.
Elijo la silla ciega, como es costumbre, para permitir a la familia unas placenteras vistas hacia el exterior, y quedo mirando hacia la oscuridad y hacia los carteles donde anuncian el plato del día. “L´Os Moelle avec Fleur de Sel”.

Les preguntamos la esencia y la consistencia del producto ofertado y provocamos una cierta turbación entre camarero y cocinero- hasta el sumiller intervino- quienes ni en inglés ni en su idioma materno fueron capaces de darnos razón. Cosa que yo entendí como una estratagema o quizás como una premonición y me arriesgué – esa jugada la veo, me dije –
Una bandeja mediana y primorosa – eso ya debería ser obvio-, con tres canutillos en el centro, cilindros verticales de unos cinco centímetros de longitud y que me pareció identificar con secciones transversales de un hueso largo, fémur de vacuno sin duda, y cuyo contenido, el tuétano de mi añorada infancia, me era ofrecido con la dignidad del no va más culinario. Dos pequeñas rebanadas de pan de ajo, tostadas hasta hacerlas absolutamente incompatibles con su función de absorción de la grasa, que lo es todo, de aquel canuto gourmand. Y el toque, absolutamente imprescindible y personal del chef, de unas manchitas blancas que coronaban el plato y que correspondían a la “Flor de Sal”, ciertamente riquísima pero que era eso, sal.
A veces los comentarios logran convertir semejante experiencia en un momento mágico, de esos de un antes y un después, para el peregrino, y a veces el mejor comentario es el silencio.
Este es el caso.

Solo que a medias, de tan larga y extenuante función, comencé a observar unas miradas y unas risitas entre las chicas de la familia, a las que no quise prestar atención, no fueran a pensar que había errado mi elección – algo imposible – y ante las que me hice el sordo y ciego, por aquello de la dignidad de padre, hasta que sucedió algo insólito, el postre. Comenzó a sonar una bandurria a mis espaldas, magistral punteo de la veterana púa, sin duda, y detrás, o a la vez, los acordes de las guitarras. Me doy la vuelta y El Horror. El Horror de Conrad, bajando el Rio Congo: La Tuna de Ciencias de Granada, cantando el “Clavelitos” a una distancia en la que la indefensión fue absoluta. Cosa, copla que hicieron bien, sin duda. Llevan siglos haciendo lo mismo, y nada más, me temo.
Afortunadamente se sentaron para comenzar su comida, con una presentación musical en homenaje o suplica, hacia el cocinero, supongo. Ya que parecían más informados, y sonrientes que yo. Aunque el hecho de sentarse al sol, en un día de alarma calórica, y con la indumentaria tan apropiada para el mediodía estival que suelen llevar, hizo alegrarme en un principio, como pasiva venganza ante la ofensa infligida, pero luego me hizo pensar en algo peor: Seres extraños de un mundo que se extingue…Los zombis, que no sufren el calor. El Horror. El Horror.

Salimos por piernas. Otra vez.

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jueves, 12 de agosto de 2010

Jornadas místicas y gastronómicas en La Provenza, o casi...(2)


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2ª Etapa.- Toulouse.

Cena elegante en un local de primor.

Local recomendado por los expertos de la Guía Erasmus, que suelen conocer mejores sitios que las otras que llevo, Frommer y Lonely Planet, que curiosamente coinciden en los mismos lugares, y por eso suelen estar llenos, entre otras coincidencias sospechosas. Como casi todas.

Lo cierto es que huimos de los que están vacios, a veces con el dueño o el cocinero sentados en una mesa, intentando esquinar el mal fario, a veces con le expresión abatida de los camareros que presagian una despensa tan inane como las mesas. Y por contra, insistimos con aquellos rebosantes de comensales en los que el dialogo con el encargado, comienza con la habitual e impertinente pregunta sobre si tenemos reserva, y termina con aquello tan elegante e hipócrita de “Desolé monsieur”, que bien ufanos se les nota de su negocio. Nada de desolación.

Elegimos un menú gourmande a pesar de ignorar, incluso días después, el significado exacto de eso, de gourmande, que aplican por aquí lo mismo a una ensalada o a un café, y que por tanto dejamos fuera de toda lógica que no sea la del turista inexperto, aquello que en el fondo no nos gustaría ser, pero que al parecer es a lo que estamos condenados.

Al entrar ya el Maître, head waiter de los ingleses y mesonero en nuestra lengua, nos dio a elegir entre ¿Dessús o Dessous?

Y ahí sí que acertamos. Porque con el día record de “la caló” que llevábamos, el dedo índice de mi mano derecha indicó inmediatamente, como el capuchino del calendario zaragozano, el salón inferior que, como suele ser habitual en estos lares, era una antigua bodega donde los vinos podían madurar fresquitos y sin otra molestia que la apertura de barrica, cruel para ellos y feliz para otros. Qué le vamos a hacer.

Del resto de la velada, poco puedo aportar. Era tal la oscuridad del lugar que, a pesar de acercar la maqueada carta a las velas recubiertas a veces de un espeso cristal rojo – rojo Burdeos, por supuesto- resultó difícil discernir los titulares - alguno hasta de tres lineas - que íbamos a solicitar a la cocina para nuestra placentera refección.

Tengo que referir los comentarios familiares que, si no fueron excesivamente admiratorios, al menos dieron por válidos la mayoría de los platos, que por cierto, presentaban una uniformidad , a la que la moda no es inocente, y que consiste en una gran bandeja rectangular de porcelana blanca en la que se integra una pequeña porción del producto que figura como primer actor en el guión, rodeado por varios cubiletes de salsas y guarniciones multicolores, supongo, y multisabores, en una función coral de aupar la labor de la primadonna.

Bastante empeño puse en acertar los pequeños bocados y no perderlos en el oscuro y proceloso trayecto hacia la boca, sin descuidar la salvaguarda de la integridad en la indumentaria para que esta no acumule excesivas marcas, muescas oscuras sobre fondo blanco, en un viaje que acaba de comenzar.

El vino extraordinario. Lo pedí por su procedencia, “Chateauneuf du Pape” DOC de la renombrada región de destino, y por su precio; ya que suele ser axiomática la relación entre este y su calidad, y al menos así fue en esta ocasión.

Cenamos razonablemente bien. Y si digo que los postres eran blanditos, generosos y tirando a dulces, no miento, aunque soy consciente que el lector siempre espera algo más en una crónica de viajes, pero es lo que hay, y lo que puedo recordar a la luz de la vela, sin tropezar.

Tres pinceladas de valor añadido.

En el baño, la tapa del inodoro era un espejo absolutamente impoluto. Por primera vez en mi vida he experimentado el horror de intentar acertar en el centro con el chorrito sin distraerme con lo otro. Bizarro, dirían los cronistas de ahora.

La segunda es algo más cutre, si cabe, pero definitorio del mundo este que nos ha tocado.

Cuando vi en la carta que disponían de tres marcas de cerveza a “presión”, Kronenberg, 1664 y Heineken; pareciome un lugar privilegiado. Pero observé al camarero, en el viaje de ida hacia el cuarto de los espejos, como, bajo el nivel visual de la barra del bar, abría una lata de Kronenberg y vertía el contenido en una copa, moviendo un poco con un cuchillo la superficie, para aumentar la “presión” del inexistente grifo. Doblemente bizarro.

La última fue la mejor. Al adaptarnos al nuevo horario gastronómico, terminamos la cena con tiempo suficiente para marcarnos una extraordinaria sesión de cine de verano. La cual merecerá un capítulo especial.

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viernes, 6 de agosto de 2010

Jornadas místicas y gastronómicas en La Provenza, o casi...(1)


----------------------------------------------------------------------------------------------------------------1ª Etapa. L´aire du tour de France


« Le cassoulet Toulousaine »


Decir que una autopista es un lugar habitado resulta algo extraño, por más que circulemos a millares, siempre que lo hagamos encerrados en nuestra canoa y en los tramos veloces de la corriente, cuando no ha lugar a otra cosa que nos distraiga sin grave riesgo, de las rocas junto a la orilla, del ruido de los rápidos en la lejanía, o incluso del barco que nos precede. A pesar de ello, estamos ahí, en gerundio, centenares de perseidas – este es el tiempo común nuestro y suyo, el corazón estival- orientados hacia un destino tan fugaz como el sendero que a él nos conduce.

“¿Adonde vas, amigo?” Es el epitafio espigado por Claudio Magris en una tumba del Piamonte.
Puedes entenderlo como un saludo, o como una despedida con sus mejores deseos. También como la pregunta retórica que encierra todas las respuestas. La madre de todas las dudas que afligen – o enriquecen- al hombre desde el primer latido de su corazón.
Te lo cuestionas, inevitablemente. Pero ello no aminora la velocidad, ni cambia la dirección del viajero.
Acabas de superar el desvio hacia Lourdes, a la derecha, lugar de peregrinaje de los fieles de una extraña religión, milenaria ella, que lleva su fe hacia la conveniencia del necesario milagro.
La Lourdes actual, por las fotos entrevistas de refilón, se ha convertido en una franquicia vaticana a la que la arquitectura neoclásica-gótico-barroca solo presta la imponente imagen del rico nuevo, a la que tan acostumbrados estamos los españolitos durante los últimos tiempos, y a la que su inefable mercancía coloca en el centro de los peregrinos que no han optado por ninguno de los otros dos caminos, el del librito o el de las estrellas, ya que los tres conducen a Roma al fin y al cabo.
Este, vecino, tiene una singularidad, que si no es exclusiva, es curiosamente base de las creencias de toda la fe de la historia, la de todos los pueblos del mundo. La del poder sobrenatural de hacer milagros, mayormente de hacerme un milagro a mí. Es decir, a dios rogando y…
Está además trufado – vamos entrando en materia – con la compasión ajena y con la bondad desmesurada del que pide que la tómbola otorgue el premio mayor a su necesitado acompañante, con el que acude cargado a cuestas desde el fondo del valle. Con la idea de que la caridad es la más perfecta de las actividades humanas – preguntadlo a cualquier ONG, y veréis - y que la justicia es un término obsoleto y anticuado, personalizado por una muñeca tuerta que se hace la ciega, y de la que además ya se ocupan unos señores que, amablemente cada cuatro años nos prometen tal menester.
Esta es una situación de un anacronismo, y de una presencia ostentosa. La renuncia a la lucha por la justicia, por el mínimo común denominador de las condiciones del contrato social, por la moral pública, por el futuro de nuestra sociedad al fin y al cabo. Y junto a esa renuncia, la aceptación entusiasta del bien particular de cada uno, del familiar o del vecino, siempre basado en la ventaja personal del que “conoce” al concejal o el que “tiene mano” con el poder celestial para cambiar el curso de la vida y de la muerte. Casi nada.
Cierto es que al final solo se trata de elegir el eslogan, el cartel que mejor se adapte a nuestros gustos – y para gustos los colores, dicen en mi pueblo - y que resulta difícil, y harto inconveniente, anatemizar a cualquiera de ellos. “Igualdad, justicia y libertad” Bien, me apunto. Que “Piedad, plegaria y caridad”. También, excelente, y bastante más cómodo que el primero. No lo descartaremos.

Pero me temo que esta es una excursión “gourmande” y de cocina es de lo que estamos tratando, aunque alguno se haya distraído con algún asunto más superficial.
Tras la parada imperativa, después de cuatro larguísimas horas de conducción, recibimos el primer consejo civilizado “No conduzca más de dos horas seguidas”. Eso es justo lo que yo pensaba. Y el descanso debe ser en un lugar fresco y cómodo, de duración aproximada de una comida. Así que en el menú del restaurant – o algo vagamente parecido – elijo la “Cassoulete toulosaine” a sabiendas de que es un remedo de nuestra fabada, pero con el valor añadido de saldar con ella una deuda pendiente, puesto que a pesar de ser la estrella local del Languedoc Roussillon, siempre la he marginado a la hora de la comanda. Supongo que la sonoridad del nombre también debe influir en la valoración de un plato clásico, y este la tiene. Intentad pronunciarlo y veréis como se os llena la boca. Como si antes de empezar ya hubiésemos realizado la mitad del placentero menester.
El guiso de legumbres, que es lo que es, por más que lo llamen “pot a feu” lo presentan en un pocillo de barro donde el caldo harinoso y moderadamente espeso de los porotos – esa sí que es una palabra sonora, y argentina- deja asomar en la superficie la parte de iceberg que corresponde a un magnifico trozo de codillo, rodeado por otros pedazos de hielo cárnico de menor tamaño que emergen ocasionalmente, se trata de la salchicha, elemento diferencial del cassoulet.
Las alubias, son de tamaño mediano, de dureza imperceptible al paladar, y bien ligadas con el resto del caldo. Sal y especias en su punto. Vamos que entran bien.
Y no es hasta prácticamente el final, la antepenúltima cucharada – y esto es un pequeño hándicap, tener que usar cuchillo y tenedor para deshuesar el magro y fragmentar el embutido, antes de proceder al manejo de la cuchara – cuando percibo un sabor familiar que persiste en la boca un buen rato después del bocado – retrogusto lo llaman los expertos en la cosa de la tontería – un sabor ajeno al puchero, y por ello situado en la memoria en el área de las cosas que no están donde debieran. No es que sea agradable, que no lo es, pero tampoco algo que haga incomestible el producto. Algún ingrediente extraño que, sin impedirme rebañar el fondo de la fuente generosa, me deja un rato largo meditando sobre su origen.
Al fin y al cabo estoy en la cuna de excelentes detectives, y ni Maigret – el de pato, magnifico- ni el comisario Poulet – otro pájaro de cuidado – dejarían reposar sus espiritus sin antes apremiarme a resolver el enigma.
Estaba yo seriamente deduciendo el asunto, entre los efluvios que ya comenzaban a tomar en mi garganta el camino contra natura, moviendo mecánicamente la cucharilla dentro de la taza del café, esperando la cuenta en la barra, e intentando recordar el extraño ingrediente en cuestión.
Pensé acercarme a la cocina y hacer la estúpida pregunta sobre los ingredientes del plato regional, y ante la perspectiva de que el cocinero me remitiese a la receta que despachaban en la tienda de regalos , o lo que es peor, ante el probable descubrimiento de que allí no había cocinero, ni cocina, ni nada, como en las películas futuristas de los años cincuenta que luego resultaron ser no solo proféticas, sino demasiado bien informadas sobre los desastres del devenir, me surgió la respuesta, genialmente como es habitual en la cosa esta detectivesca. Literal.
No, mejor dicho, Litoral. LI-TO-RAL. Claro está.
-¿Quois donc?- me pregunta el camarero.
-Nada. Cosas mías- Contesto en el lenguaje de las latas que sin duda atesoran en el almacén, y que después de las de jamón de York y de las de carne de vacuno, de raza Hertford, por más señas, guardo en el recuerdo en la zona esa del desamparo.
No estuvo mal el descubrimiento, para ser el primer día. Aunque luego me esperarían otras experiencias que ningún gastrónomo en ciernes se atrevería a confesar. Jamás.

Notas.-

1.- No despachan alcohol – ni siquiera cerveza – en ningún área de servicio francesa. Ni tampoco en las playas y aledaños. Y es que debe existir algún tipo de diferencia, positiva, entre decir “No bebas” y, directamente, no vender bebida.

2.- Rara, muy rara vez he observado que se superen los límites de velocidad en las autopistas, 130 Km/hora. Ni que los conductores parezcan estresados por muy denso o lento que parezca el tráfico. No he visto un solo vehículo de policía en 1.500 km. Igual es que no hacen ni falta.

3.- No es un plato veraniego. Por más que el pelo de la dehesa me incite a ello.

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