Elías Canetti habla en “Masa y poder” de los anzuelos que la
vida va clavándote a lo largo de los años, del malestar que producen, y de que
la única manera de librarte de ellos es colocárselos a otro – se supone que otro
más débil que tu - o bien conseguir llegar a un plano superior- el ascenso
profesional o social- que te haga minimizar sus molestias, consiguiendo
ocultarlos en ese lugar de sombras que llamamos olvido.
Me pareció tan cruel la observación, dentro de un ensayo tan
inteligente, que no he dejado de darle vueltas. A veces me asombra la clarividencia
de Canetti, y lo incontestable y acerado de su reflexión. Otras veces encuentro
hilos de los que penden tramas paralelas enriquecedoras y, a veces,
contradictorias con su planteamiento inicial. Salvo, quizás, que su intención
no fuese otra que la de hacernos pensar.
En primer lugar, el anzuelo tiene unas connotaciones que
considero inadecuadas para que la metáfora resulte redonda. Requiere un señuelo
adicional, una carnaza, una lombriz viva que atraiga nuestra codicia de
depredadores, o quizás la necesidad de la pura supervivencia, y nos engaña con
su trampa visual u olfativa hasta hacernos merecedores del justo castigo a
nuestras infundadas pretensiones. También el anzuelo requiere un sedal que lo
acompañe, un cable fuerte que arrastra a la víctima. No se cumple ninguna de
estas condiciones en los anzuelos, igualmente molestos, que Canetti va clavando
en nuestras espaldas hasta convertirnos en animales heridos, en fieras del
bosque ciegas y doloridas que solo fían su posibilidad de escape en adoptar
aquella vía de adaptación de Adam Selye que implica la extrema ostentación de
poder, la agitación desmesurada, y la violencia extrema si fuese menester, para
conjurar el peligro desconocido, el dolor lancinante cuyo origen no puedes ver,
ya que lo tienes detrás.
Por otra parte, esos anzuelos que súbitamente mortifican tus
lomos, no pocas veces aparecen sin que hayas sido atraído por tentación alguna,
más bien asocias al azar o a lo maldad o estupidez intrínseca del ser humano,
que no pocas veces van unidas, y que en todo caso nada tienen que ver con tu
atracción por algo que los justifique.
La otra vía de Selye, la única alternativa a la reacción de
aquel a quien le clavan las banderillas, es la sumisión absoluta, la
inmovilidad total, el hacerte el muerto esperando que te ignore el enemigo cuya
capacidad de observación o intenciones de exterminio desconoces. Dicen que a
veces funciona esta segunda opción, y en el mundo animal suele observarse su
demostración en algunas especies. Entre los bípedos creyentes-el nivel más alto
de vida sobre la tierra, y ya es creer-, se nos antoja una forma de suicidio
que también los documentales, Shoah incluido, nos confirman en su modalidad
colectiva.
En todo caso, me permito cambiar anzuelo por arpón, de los
que el dorso de Moby Dick estaba harto provisto, y que no mereció ella, la
mítica ballena, por acudir al olor de las sardinas o al engañoso canto de las
sirenas, sino tan solo por el hecho de estar viva, y quien curiosamente
satisfizo al final parte de la teoría de “Masa y poder” devolviendo esos
arpones a otro, siempre otro más débil, aunque harto justicieramente en este caso, al culpable de
alguna de esas heridas.
No suele suceder así con los propios de cada uno, la
justicia permanece ausente mientras dura el tiempo en que los anzuelos, o
arpones quizás, se van oxidando bajo tu piel, e incluso convirtiéndose en parte
de ella, La justicia humana, y la divina, se convierten en entelequias cuando
la razón acude a ellas, y el sentimiento propio de la inmadurez que algunos
llaman venganza, da paso a la aceptación de que eres incapaz de arrancarte
ningún arpón, y mucho menos colocárselo a otro infeliz, acaso tan injustamente como
te lo clavaron a ti.
Y con el tiempo vas clasificándolos entre aquellos que
realmente mereciste, lo fueron, y los que todavía no comprendes, o desconoces
la causa de semejante castigo. Incluso consideras que tus errores pudiesen
ocasionar el castigo, arponazos, para otros que iban a tu lado, y que bien
hubieses merecido en carne propia. En todo caso están ahí, y no te queda otro
remedio pienso, en oposición a la teoría de Don Elías, que más te vale aprender
a convivir con ellos.
La vida resulta pletórica a la hora de repartir estas
lanzadas tan dolorosas, ya digo. Y no estaría de más incluir este capítulo del
ensayo de Canetti, y sus variantes, en la formación social de los que empiezan
a navegar. Quizás el símil sea más valido para los que están más cercanos al
medio marino que para los espartanos de tierra adentro, para los mesetarios de
secano a los que hace tiempo nos cambiaron el pelo de la dehesa por la piel
artificial y digital de la que nos han provisto las redes sociales, dejando
siempre, desgraciadamente, el hueco real, tan real como la vida misma, por
donde siguen clavándose los molestos rejones.
Lo vemos todos los días si abrimos las páginas de la vida
ajena. Mismamente en la sección de sucesos, subsección de violencia doméstica,
podemos comprobar dia tras dia, tragedia tras tragedia, como esos arponazos,
siempre injustos indudablemente al parecer de quien los recibe, crean la
necesidad de arrancarlos para clavarlos al más débil, buscando una liberación
imposible, generalmente, si se soslayan las causas que lo originaron. Y no son tantas ni están indocumentadas,
desde el propio fracaso personal, la adicción o dependencia de algún habito de
difícil escapatoria, el aviso real o imaginado -celos- sobre la ruptura de una
relación que solo confirmaría el propio y merecido fracaso, hasta la
constatación del error que supone la convivencia en pareja, cuando no se está
preparado, a veces ni capacitado, para ello.
La obnubilación que produce el dolor de la herida, la
reacción violenta del animal acosado, nº 1 de Selye, sobre la parte indefensa
que intenta callar y ocultar, evitar lo inevitable, siguiendo el camino suicida
a que lleva entre los humanos el intento de adaptación nº 2 de este maestro de
la fisiología animal, con los consabidos resultados en la necrológicas y en los
anales de la criminalidad.
Saltando a la sección de política, -por la deportiva, que ha
sustituido a la religiosa, no suelo acercarme- podemos observar más de lo
mismo. Encontramos algún candidato, algún visir como el inefable Iznogoud (léase: is not
good) que quiere ser califa en lugar del califa, -y solo quiere eso- a quien
han retirado el mandato que en su dia otorgaron los compañeros de mesnada, y
cuyo hecho – aviso de ruptura- se ha convertido en un arponazo injusto que debe
devolver a alguien en cuanto sea posible. Se vuelve a reproducir
inexorablemente el melodrama de la pareja que se rompe, la negativa a la
aceptación, el afán de venganza contra los culpables, siempre ajenos, y la nula
percepción de que lo que ayer fue hoy puede no serlo. Y que en todo caso la
opción alternativa que plantea Canetti, de liberar el anzuelo gracias al
ascenso en la pirámide del poder, es la menos probable de las dos. La lejanía
del califato, la buena salud del califa, y la proliferación de visires en los
planos inferiores del escalafón, hacen insensata la pretensión de eliminar el
anzuelo gracias a los bálsamos que sin duda regalan en los consejos de
administración donde las retribuciones multimillonarias hacen felices a otros ex
califas, y a sus familias - no ignorar jamás la culpabilidad familiar en la
casa del ladrón- sin necesidad de
cometer actos impuros sobre el control de la caja común o sobre los donativos
de los fariseos.
Tanto el abandono inevitable de esas grandes esperanzas
- Dickens, el amo del Club Pickwick,
otro que releer - como la de imponer la obstinación, la negativa, de forma
violenta, hasta consumar la tragedia conyugal, el asesinato con o sin suicidio
simultaneo, a los que ahora llaman eufemísticamente, violencia de género, para
no afrontar, ni resolver, el problema de incultura global que nos asuela.
Continuaré dándole vueltas al asunto este de los anzuelos de
Canetti, el drama del pescador pescado, aun con las limitaciones inherentes de
quien jamás ha pescado nada, a quien el panga y adláteres le parecen un
extraordinario e inmerecido manjar, y a quien el embrutecimiento que imponen
los medios de comunicación y más exageradamente
los digitales, lo reducen a la práctica de esa actividad, tan cercana a la
extinción, como es la lectura, desde donde poder escrutar este mundo
ininteligible que no cesa de
obsequiarnos con aguijones envenenados.
Aquellos previsibles, de las abejas, al menos tienen la
contrapartida de su rica miel, y la polinización de todo lo que está a su
alcance. Vamos a tener que repetir aquello de denuesto de la corte y alabanza
de la colmena. Solo que creo era de aldea, que también. Y que la colmena de
Cela, nos daría para otra disquisición, igualmente dolorosa. No hay manera.
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