lunes, 10 de abril de 2017

LOS ARPONES DE CANETTI.-

                        
           




Elías Canetti habla en “Masa y poder” de los anzuelos que la vida va clavándote a lo largo de los años, del malestar que producen, y de que la única manera de librarte de ellos es colocárselos a otro – se supone que otro más débil que tu - o bien conseguir llegar a un plano superior- el ascenso profesional o social- que te haga minimizar sus molestias, consiguiendo ocultarlos en ese lugar de sombras que llamamos olvido.
Me pareció tan cruel la observación, dentro de un ensayo tan inteligente, que no he dejado de darle vueltas. A veces me asombra la clarividencia de Canetti, y lo incontestable y acerado de su reflexión. Otras veces encuentro hilos de los que penden tramas paralelas enriquecedoras y, a veces, contradictorias con su planteamiento inicial. Salvo, quizás, que su intención no fuese otra que la de hacernos pensar.

En primer lugar, el anzuelo tiene unas connotaciones que considero inadecuadas para que la metáfora resulte redonda. Requiere un señuelo adicional, una carnaza, una lombriz viva que atraiga nuestra codicia de depredadores, o quizás la necesidad de la pura supervivencia, y nos engaña con su trampa visual u olfativa hasta hacernos merecedores del justo castigo a nuestras infundadas pretensiones. También el anzuelo requiere un sedal que lo acompañe, un cable fuerte que arrastra a la víctima. No se cumple ninguna de estas condiciones en los anzuelos, igualmente molestos, que Canetti va clavando en nuestras espaldas hasta convertirnos en animales heridos, en fieras del bosque ciegas y doloridas que solo fían su posibilidad de escape en adoptar aquella vía de adaptación de Adam Selye que implica la extrema ostentación de poder, la agitación desmesurada, y la violencia extrema si fuese menester, para conjurar el peligro desconocido, el dolor lancinante cuyo origen no puedes ver, ya que lo tienes detrás.

Por otra parte, esos anzuelos que súbitamente mortifican tus lomos, no pocas veces aparecen sin que hayas sido atraído por tentación alguna, más bien asocias al azar o a lo maldad o estupidez intrínseca del ser humano, que no pocas veces van unidas, y que en todo caso nada tienen que ver con tu atracción por algo que los justifique.
La otra vía de Selye, la única alternativa a la reacción de aquel a quien le clavan las banderillas, es la sumisión absoluta, la inmovilidad total, el hacerte el muerto esperando que te ignore el enemigo cuya capacidad de observación o intenciones de exterminio desconoces. Dicen que a veces funciona esta segunda opción, y en el mundo animal suele observarse su demostración en algunas especies. Entre los bípedos creyentes-el nivel más alto de vida sobre la tierra, y ya es creer-, se nos antoja una forma de suicidio que también los documentales, Shoah incluido, nos confirman en su modalidad colectiva.

En todo caso, me permito cambiar anzuelo por arpón, de los que el dorso de Moby Dick estaba harto provisto, y que no mereció ella, la mítica ballena, por acudir al olor de las sardinas o al engañoso canto de las sirenas, sino tan solo por el hecho de estar viva, y quien curiosamente satisfizo al final parte de la teoría de “Masa y poder” devolviendo esos arpones a otro, siempre otro más débil, aunque harto  justicieramente en este caso, al culpable de alguna de esas heridas. 

No suele suceder así con los propios de cada uno, la justicia permanece ausente mientras dura el tiempo en que los anzuelos, o arpones quizás, se van oxidando bajo tu piel, e incluso convirtiéndose en parte de ella, La justicia humana, y la divina, se convierten en entelequias cuando la razón acude a ellas, y el sentimiento propio de la inmadurez que algunos llaman venganza, da paso a la aceptación de que eres incapaz de arrancarte ningún arpón, y mucho menos colocárselo a otro infeliz, acaso tan injustamente como te lo clavaron a ti.

Y con el tiempo vas clasificándolos entre aquellos que realmente mereciste, lo fueron, y los que todavía no comprendes, o desconoces la causa de semejante castigo. Incluso consideras que tus errores pudiesen ocasionar el castigo, arponazos, para otros que iban a tu lado, y que bien hubieses merecido en carne propia. En todo caso están ahí, y no te queda otro remedio pienso, en oposición a la teoría de Don Elías, que más te vale aprender a convivir con ellos.

La vida resulta pletórica a la hora de repartir estas lanzadas tan dolorosas, ya digo. Y no estaría de más incluir este capítulo del ensayo de Canetti, y sus variantes, en la formación social de los que empiezan a navegar. Quizás el símil sea más valido para los que están más cercanos al medio marino que para los espartanos de tierra adentro, para los mesetarios de secano a los que hace tiempo nos cambiaron el pelo de la dehesa por la piel artificial y digital de la que nos han provisto las redes sociales, dejando siempre, desgraciadamente, el hueco real, tan real como la vida misma, por donde siguen clavándose los molestos rejones.

Lo vemos todos los días si abrimos las páginas de la vida ajena. Mismamente en la sección de sucesos, subsección de violencia doméstica, podemos comprobar dia tras dia, tragedia tras tragedia, como esos arponazos, siempre injustos indudablemente al parecer de quien los recibe, crean la necesidad de arrancarlos para clavarlos al más débil, buscando una liberación imposible, generalmente, si se soslayan las causas que lo originaron.  Y no son tantas ni están indocumentadas, desde el propio fracaso personal, la adicción o dependencia de algún habito de difícil escapatoria, el aviso real o imaginado -celos- sobre la ruptura de una relación que solo confirmaría el propio y merecido fracaso, hasta la constatación del error que supone la convivencia en pareja, cuando no se está preparado, a veces ni capacitado, para ello.

La obnubilación que produce el dolor de la herida, la reacción violenta del animal acosado, nº 1 de Selye, sobre la parte indefensa que intenta callar y ocultar, evitar lo inevitable, siguiendo el camino suicida a que lleva entre los humanos el intento de adaptación nº 2 de este maestro de la fisiología animal, con los consabidos resultados en la necrológicas y en los anales de la criminalidad. 

Saltando a la sección de política, -por la deportiva, que ha sustituido a la religiosa, no suelo acercarme- podemos observar más de lo mismo. Encontramos algún candidato, algún visir como el inefable Iznogoud (léase: is not good) que quiere ser califa en lugar del califa, -y solo quiere eso- a quien han retirado el mandato que en su dia otorgaron los compañeros de mesnada, y cuyo hecho – aviso de ruptura- se ha convertido en un arponazo injusto que debe devolver a alguien en cuanto sea posible. Se vuelve a reproducir inexorablemente el melodrama de la pareja que se rompe, la negativa a la aceptación, el afán de venganza contra los culpables, siempre ajenos, y la nula percepción de que lo que ayer fue hoy puede no serlo. Y que en todo caso la opción alternativa que plantea Canetti, de liberar el anzuelo gracias al ascenso en la pirámide del poder, es la menos probable de las dos. La lejanía del califato, la buena salud del califa, y la proliferación de visires en los planos inferiores del escalafón, hacen insensata la pretensión de eliminar el anzuelo gracias a los bálsamos que sin duda regalan en los consejos de administración donde las retribuciones multimillonarias hacen felices a otros ex califas, y a sus familias - no ignorar jamás la culpabilidad familiar en la casa del ladrón-  sin necesidad de cometer actos impuros sobre el control de la caja común o sobre los donativos de los fariseos.

Tanto el abandono inevitable de esas grandes esperanzas -  Dickens, el amo del Club Pickwick, otro que releer - como la de imponer la obstinación, la negativa, de forma violenta, hasta consumar la tragedia conyugal, el asesinato con o sin suicidio simultaneo, a los que ahora llaman eufemísticamente, violencia de género, para no afrontar, ni resolver, el problema de incultura global que nos asuela. 

Continuaré dándole vueltas al asunto este de los anzuelos de Canetti, el drama del pescador pescado, aun con las limitaciones inherentes de quien jamás ha pescado nada, a quien el panga y adláteres le parecen un extraordinario e inmerecido manjar, y a quien el embrutecimiento que imponen los medios de comunicación y  más exageradamente los digitales, lo reducen a la práctica de esa actividad, tan cercana a la extinción, como es la lectura, desde donde poder escrutar este mundo ininteligible  que no cesa de obsequiarnos con aguijones envenenados. 

Aquellos previsibles, de las abejas, al menos tienen la contrapartida de su rica miel, y la polinización de todo lo que está a su alcance. Vamos a tener que repetir aquello de denuesto de la corte y alabanza de la colmena. Solo que creo era de aldea, que también. Y que la colmena de Cela, nos daría para otra disquisición, igualmente dolorosa. No hay manera.




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