miércoles, 7 de marzo de 2018

BANALIZACIÓN DE LA FOTOGRAFÍA Y ENCOMIO DE ROBERT CAPA.-









Todavía me asombro de que el compact disc musical no haya desaparecido, cuando se acerca la vigésima edición de las recopilaciones anuales en las que intento reunir la memoria musical de mi generación y su ubicación en un lugar determinado, que hoy vendría establecido por las coordenadas de GPS y que, todos los avances tecnológicos-que en realidad no lo son, tan solo cambia su envoltorio – no pueden enterrar, muy a su pesar. Obviamente estos discos compactos tienen sus días contados por una razón puramente crematística, enmascarada como avance del continente musical, virtual ahora en la nube, sin soporte físico, pero siempre de pago. Es lo que tiene estar al día.

Me hago la idea de que este año será quizás el penúltimo de esta tarea, si no quiero convertirme en el niño que intenta vaciar el mar en su charquito sobre la arena. Al igual que hemos arrojado al contenedor adecuado las casetes musicales, las cintas VHS y los discos microsurco, no tardaremos en deshacernos de estas antiguallas de aluminio cubierto de plástico y tostadas con el rayo láser. Por cierto que me plantean una disyuntiva nada baladí a la hora de arrojarlos a la basura, no se si donde el plástico o quizás donde el metal. Esto del reciclaje está basado supongo en la fe absoluta del ciudadano perfecto en que quieren convertirnos, y cuando digo perfecto estoy diciendo sumiso.

Inevitable su futuro, el del CD, como inevitable que nuestra capacidad de adaptación a los nuevos formatos también resulte finita, y sobre los contenedores que recogerán las cenizas de los sísifos que insisten en acarrear esta pesada piedra, mejor ni os cuento.
Y es que los sonidos cuando están registrados, igual que las imágenes fotográficas, tienen la virtud de sobrevivir a aquellos que los han grabado y disfrutado. Por ello es natural encontrar todavia esos pequeños escaparates en la ciudades, emparedados entre los que compran oro o los que venden teléfonos, en los que resaltan su oferta de pasar de analógico a digital cualquier recuerdo que quieras conservar hasta, al menos, la próxima versión del soporte que, incompatible con las anteriores-maravilloso truco- te obligará a volver al puestecito donde antes cambiaban las novelas y los tebeos por unos céntimos. En el fondo viene a ser algo parecido, donde solo hay que cambiar la pasión por la lectura por aquella de atesorar tu infancia o la de los tuyos. Y en esas estamos.

Desgraciada, o afortunadamente, la superficie de la vivienda se sigue reduciendo con el mismo ímpetu que se incrementa el número de personas. Eso hace impensable que los diógenes, que también somos, guardemos todo aquello de lo que no queremos desprendernos, en el ahora inexistente sobrado de la abuela, para que dentro de cien años alguien se sorprenda, se maraville, o quizás se limite a terminar la labor inacabada de arrojarlo a la basura. Los “vide greniers” franceses se han convertido en algo tan simple y descorazonador como arrojar sobre la acera los escasos cachivaches que encuentran en el altillo del armario o en los minúsculos trasteros de cuatro metros cuadrados -si tienen seis se convierten en apartamento o solución habitacional- y es que resulta evidente que no es país para viejos, ni este ni aquel, y menos para cachivaches.

Pero hay que tener en cuenta el factor humano, siempre, y su intento, imprescindible para la supervivencia, de conservar los momentos felices, muchos o pocos, que se hayan disfrutado.
De ahí la tarea de recuperar, de restaurar, de digitalizar, y de lo que haga falta, aquellas imágenes fotográficas en las que uno se ha reflejado desde que tiene uso de razón, incluso desde antes.
Que a punto han estado de desaparecer en el sumidero de la inutilidad, donde estaría sin duda, el lugar de los negativos que jamás se positivaron o cuyas copias en papel pasaron a mejor vida. Algo así como la prodigiosa maleta de Chim sobre la guerra -ya sabéis cual- si no hubiese habido milagro mejicano por medio.
En este caso también los santos se han acordado de un servidor, de hecho han vuelto a acordarse, porque no entiendo de otra manera la suerte de que he disfrutado hasta llegar aquí.
Gracias a un amigo benefactor -suelen serlo los amigos- que me ha prestado su escáner profesional y me ha obligado a bucear entre el polvo acumulado en la buhardilla de la que antes hablaba.
Negativos en blanco y negro, en color, y diapositivas, miles. De los que he podido seleccionar, gracias al prodigioso artefacto mágico que positiva las imágenes antes de procesarlas, cerca de dos mil. Labor hercúlea, la de estar sentado casi dos semanas salvando en formato digital, aquellas escenas congeladas en el tiempo que creí perdidas.

Aquí vuelvo a comprobar la evolución paralela de los dos planos, simultáneos e incompatibles, el de la evolución técnica de ese invento convertido en arte, la fotografía, y la personal desde el niño que aparece en brazos hasta el que ahora se cuestiona su satisfacción sobre el camino recorrido.

La calidad de la primera época del blanco y negro, resulta bastante inferior que la obtenida por cualquier móvil modesto de hoy. Si bien, resulta harto probable que casi todas las realizadas por los móviles de gatillo fácil, desaparezcan sin dejar huella, por aquello tan manido de la infravaloración de su abundancia. Tan banales y despreciadas como tantos otros valores que hoy día, sencillamente han dejado de serlo.
Algunas craqueadas, muchas rayadas, desenfocadas en su origen y definitivamente inservibles.
Otras, autenticas perlas negras, muestran el destello de los que aparecen frente a la cámara, en un tiempo que la memoria habría borrado para siempre, de no haber sido por este pequeño milagro.

Siguieron cámaras mejores, réflex, y revelados artesanos por un servidor que, sorprendentemente, conservan la nitidez y los tonos de cuando fueron procesados.
Las diapositivas son desgraciadamente irrecuperables en cuanto a luces y colores, salvo que quizás alguna marca de película en concreto haya resistido mejor su estancia en los archivadores, pero en general resultan decepcionantes.
Sin embargo los negativos en color me han sorprendido, a pesar de la leyenda sobre la capa naranja que supuestamente resulta difícil de eliminar y que, gracias a la caja mágica de este escáner no resulta perceptible en absoluto. Si observo en la “digitalización” de los laboratorios supuestamente profesionales que los han revelado, innumerables huellas dactilares en negativos a medio revelar o fijar, que han dejado la marca individual del chapuzas de turno. Reflexiono sobre la diferencia entre trabajar para uno y para los demás, y la incongruencia de que quien lo hace por un salario no se moleste en usar guantes cuando trabaja con productos químicos y material sensible para otros.

Fotos familiares, celebraciones, siempre con niños, que van desapareciendo en cada carrete para convertirse en otros diferentes en el siguiente. La magia de la vida, la infancia como hecho imparable, como el agua de la lluvia, tan diferente de la de ayer, y tan vital como ella.
Labor monótona e interminable, pero satisfactoria al corregir las pequeñas imperfecciones del soporte, raspaduras y arañazos en las zonas nobles, el rostro de los retratados, y hacerlo tan sencillamente como pueda ser el aplicar el filtro infrarrojo correspondiente. Nuevos encuadres, eliminando al patoso que pasaba por allí, y la recuperación definitiva en una calidad básica que permita verlas en la pantalla -adiós al papel- con cierta dignidad y enviarlas por whatsapp a algunos interfectos.
Ahora vendrá otra tarea no menos extenuante, la de clasificarlas de alguna manera, haciendo manejable el gigantesco archivo que las atesora. Los niños con los niños y las niñas con las niñas, entre otras. Sin prisas esta vez.

Las sensaciones que ha experimentado este escaneador autosuficiente durante esta tarea darían para una novela larga, muy larga.
Quizás lo más sorprendente es la aparición de fantasmas, personas cuya identidad ignoro ahora, pero que aparecen conmigo en una o en diez fotografías. Podría indagar entre los testigos disponibles de cada época, sobre quienes eran y que hacían a mi vera, pero prefiero no hacerlo. Imagino también el suceso recíproco, que seguramente ellos pensarían lo mismo de mi si viesen estas fotos, un fantasma en el que uno se convierte sin darse cuenta. Miras hacia delante, necesariamente, y apenas a tu lado, a la gente que te acompaña ahora en tu recorrido, pero no nos está permitido mirar hacia atrás, a sabiendas de que no vamos a ver nada, a nadie junto a los que anduvimos ayer, y a los que la memoria se va encargando de cubrir con infinitos velos. Nuestro procesador cerebral es tan extraordinario en la multitarea, como limitado en sus capacidades de archivador. Llena una carpeta y tiene que vaciarla después par guardar nuevos datos. Los que desaparecen se convierten en fantasmas.

Siento no aparecer con demasiada frecuencia en las fotos recuperadas, por un lado la característica del necesario enfoque, debió ser no tan necesaria para los amables espontáneos que se ofrecieron a ponerse al otro lado de la cámara, y por otro, agradezco la limitación de las 35 imágenes por carrete y la incomodo de la minúscula mirilla de las cámaras analógicas, que me invitaban a dedicar pocos minutos al aspecto técnico y el resto de ellos a disfrutar de la escena. Justo al revés de lo que sucede ahora cuando observo la infinidad de viajeros que viajan sin mover su mirada de la pantalla que recoge la película, las imágenes, de lugares donde ellos nunca estuvieron, de viajes que nunca hicieron.
Cuando llegó la fotografía digital, las tarjetas de memoria que pueden recoger decenas de miles de imágenes, la locura de los móviles con cámaras cada vez más sofisticadas y procesadores que hacen innecesaria la labor del fotógrafo y los dispendios exagerados en ópticas y sensores de postín, ello condujo a la universalización de la fotografía, y también al menosprecio de la misma. Ninguna vida tiene tiempo suficiente para contemplar ni una sola vez los miles de fotos que atesora el mortal que la contiene.


Digo banalización y me quedo corto. Esta inmersión exagerada de las imagenes en nuestras vidas hace que se conviertan en realidad, en la única realidad, momentos que estaban hechos, donados por la vida, para ser disfrutados desde el otro lado de la pantalla y que, gracias a la malinterpretación de los prodigios tecnológicos, en la fotografía y en tantas otras facetas de la vida -la red sin ir más lejos- nos puede llegar a convertir en seres absolutamente banales.
Estamos a tiempo de centrar el objetivo, y enfocar con precisión aquello que merece la pena. Dejar el dedo indice tabletear compulsivamente sobre el disparador es una perdida de tiempo, una necedad de la que no estaremos nunca exentos.

P.D.- Si teneis ocasión, daos una vuelta por la exposición del trabajo de Robert Capa en color. Ahora en Sevilla,más tarde en Madrid. 








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