Un sombrero de paja de Italia.
Estaba en una de esas listas: “ Las mejores películas de la historia”. Cuando uno creía en esas cosas. Y, al parecer, no es uno solo el que ha dejado de creer, también, en ese tipo de etiquetas. Ellas mismas se revuelven contra la necesidad de cambiar para seguir vendiendo, y contra la incredulidad que nos domina, contra el paganismo que vuelve.
Es de René Clair, y es una comedia amable y elegante, sobre el tema de la infidelidad, o de la mentira, que viene a ser lo mismo. Luego aparecerían en el genero, otras mucho más agresivas, en el sentido de que para hacer reír, todo vale, y aquellas, en la línea clásica del vaudevil, donde el enredo, como en las series de televisión, genero sitcom (tradúzcanmelo en una sola palabra y me entregaré desarmado),sacan todo el jugo agridulce posible a la lima y al limón de la situación, con tres o cuatro personajes intercambiables entre los que existe un equívoco o varios, y en los que el espectador no puede hacer otra cosa que disfrutar con las amables y risibles desgracias que suelen acontecer al género humano. Que son muchas.
La susodicha, me temo que ha perdido vigencia, y como mordacidad nunca tuvo, se queda en el baúl de los clásicos donde los viciosos seguimos buscando instrumentos desfasados en el noble arte del sadomaso, que es en el fondo lo que pretenden ser todas las comedias, ganas de molestar, de disfrutar haciéndolo, sin consecuencias.
Pero el sombrero tuve que comprarlo en Italia, y no era cosa de buscar entre los de fina palma –tampoco tengo dientes de oro para ir a tono con el adminículo- o de rebajar la selección entre los chinos que imitan, y solo eso, los capelli urbi et orbe; así que me decidí por un tradicional “sombrero de paja de Italia” que ha servido para mantener, más o menos templada, la sesera, durante las largas jornadas del ferragosto. Lo hice en el parque de la Montagnola, en el mercato della Piazzola, étnico y vintage, o sea, en el mercadillo semanal de toda la vida. Obviamente, no hizo falta que lo envolvieran.
Mas tarde, en una parada del viaje, encuentro una referencia a este asunto, al detenerme en un pueblo lombardo, por sugerencia de la amable señorita responsable de la información turística –constato que no se denominan centro de interpretación de nada. Con lo de información ya les vale, a ellos, a nosotros y a todos- . Sorprendido por la belleza espectacular del lugar, Carpí, y por la sensación de que estos pueblos-ciudades han sido en algún momento algo más que lo que aparentan a primera vista, la residencia, o casa solariega del señor feudal, que rivalizó durante siglos con sus vecinos en algo tan oportuno como es el embellecimiento de su hogar. Resultado, el Renacimiento, y el legado a sus paisanos, para que seiscientos años después, estas ciudades palaciegas continúen asombrando.
Solo que, afortunadamente, me desintereso por los tópicos, al tenerlos todos en la televisión es suficiente con mantener el agua bendita entre ambos, para que el diablo y, con él, todos ellos, queden en la sombra de la pantalla apagada, de donde no deberían salir jamás.
Y la primera lápida mural en que me fijo, entre centenares, es la de “Nicolo Biondo, inventore della treccia de paglia di salice”. Dedicado por sus agradecidos conciudadanos a la “sua prosapia” –bonita palabra- y al hecho de que fruto de tal invento haya sido el desarrollo industrial del pueblo y la riqueza para sus trabajadores en el monocultivo artesano, en el noble arte de hacer sombreros de paja. “pratico indumento gioia di ornamento effimero e bello”. Tomo nota del agradecimiento al inventor de una herramienta que ayuda a la producción, y me extraño, me horrorizo, ante esas palabras obsoletas: Inventor, herramienta, producción...
Que atraso más grande.
Podían haber aprendido algo de nosotros; que bien cerca nos tienen.