martes, 22 de diciembre de 2015

CUENTO DE NAVIDAD.-


Podeis elegir título. Es Navidad.



Esperando el cierzo.
El pupilo vasco. Martin.
El día más caluroso de un verano abrasador.

El prestigioso restaurante de la montaña navarra, había ganado el prefijo ex algún tiempo atrás, solo que nosotros desconocíamos que hubiese sucedido esa transición. En la seguridad de que un nombre, avalado por comensales de confianza, y un lugar apartado del torbellino estival – en lo alto de un monte, con acceso y señalización propios, para estimular el deleite de aquellos que necesitan la dificultad como acicate del placer- no podía decepcionarnos. Y así fue en lo gastronómico. Nada que objetar. Pero al segundo apercibimiento que hicimos al mesonero sobre la ineficacia del aire acondicionado, ya pudimos comprobar que el mando de potencia del susodicho, solo tenía acción sobre el ruido del ventilador. El compresor, y otros aditamentos  del otrora local lujoso, habían pasado a mejor vida.

Ni que decir tiene, aunque haya que decirlo para espantar las frases hechas, las pochas, excelentes,  también el vino de Olite y el sokoa vasco,  el temible pastel , aceleraron nuestro metabolismo lo suficiente para entrar en esa fase indistinguible de la fiebre, en la que el sudor y la obnubilación te obligan tras la sobremesa a buscar un lugar donde una brisa, por tímida que esta sea, y  con ella la disminución de un par de grados en el aire que respiras, te haga sentir la placentera sensación del náufrago cubierto por una manta, sentado estupefacto en la balsa de socorro. Esa vez lo logramos, seguíamos vivos.

Y en esta estábamos, sentados en un banco de granito adosado a una casamata, ocupando el lado exento de la luz directa del que todo lo alumbra. En esa hora del verano cuando comienza a disminuir la intensidad del sol radiante y el fuego concentrado en el suelo, inicia unas corrientes térmicas benévolas, que refrescan  saludablemente a las víctimas del infierno estival. Así, ligeramente reconfortados, descansando y digiriendo  aquello, sin duda.
No me apercibí de su aparición, hasta escuchar la pregunta de mi amigo a un extraño, a un amable y sonriente personaje que en otro lugar, y sin el evidente contacto verbal con alguien de confianza (otra vez la confianza, ese envoltorio cercano que a veces utiliza la fe) habría confundido con un bebedor solitario, en las horas perdidas entre las libaciones del mediodía y las del atardecer. Las manchas recientes en su camiseta y sus zapatillas deportivas así lo anunciaban.

-Tú no eres gallego. ¿Verdad?-

Supuse que la pregunta respondería -en realidad era una respuesta- a la forma franca en que aquel extraño se manifestaba. Luego advertí que realmente hacía referencia al acento inconfundible del vasco para quien la lengua castellana ha sido un hallazgo tan difícil como tardío – lo aprendió a medias, durante el servicio militar- y la expresión verbal queda reducida a un mínimo de palabras y a unos verbos limitados prácticamente al primer tiempo del infinitivo. A pesar de lo cual, el torrente de información, y de sabiduría, unidos a la sonrisa generosa -  que otra vez mi desconfianza, carencia de fe, intentaba distinguir entre la del bobo y la del sicópata, tan parecidas en ocasiones- unidos a ciertos micro elementos que las fabes suelen desprender en su fase gástrica, me hicieron sentir que contemplaba, extasiado, una aparición.
Aquello no podía ser verdad, la presencia de un ser sobrenatural. Cada frase una cita, cada silencio de suprema precisión, forzaba una remodelación de la estructura neuronal en el oyente, estupefacto.

Su insistencia en invitarnos a unas cervezas, y nuestra rendición ante alguien de una categoría humana, desconocida y probablemente superior, terminó por conducirnos a aceptar la bebida, a pesar de que a esa hora tan solo su valor como refresco, tenía lugar en nuestros hábitos de bebedores modestos.
En diez minutos hubo desnudado toda su vida, pasado, presente y futuro, ante nosotros y de un modo magistral. El presente era para él, su coche, un pequeño y flamante todoterreno que estaba a sus espaldas, ante el que se presentaba orgulloso como el que estrena chalet y está  en su porche con los brazos en jarra, su perro, que le había dado el dia libre (a él, según refirió), y su escopeta. Su futuro, la jubilación en un par de años, de la cantera, donde trabajaba junto a una máquina  peligrosa, la tolva trituradora de áridos que, hasta ahora había podido dominar sin incidentes,  y la promesa de una auto caravana que le permitiese la huida interminable de su soledad.

Soledad únicamente sospechada por el oyente, ya que no parecía asumirla como algo negativo, ni tampoco  razón alguna para entender la vida como algo que no fuese placentero, y merecedor de esa su sonrisa permanente. No descartaba la posibilidad de encontrar una “cocinera” que lo acompañase en lo quedaba del viaje, a pesar también, de que su relación con las mujeres, y con los hombres, había sido supuestamente tan lejana e imposible como la de los ángeles. Y solo un ángel podía mantener aquella conversación, frente a nosotros, con el sol en la cara y sin que pudiese afectarle, en modo alguno, la terrible temperatura de la intentábamos escondernos. Y si era humano, que todo es posible, para mi resultaba insólito.

Su mutis en el viaje por las cervezas, que estaban en otro plano, me hizo ver la necesidad de grabar aquella escena, de recoger la imagen y el sonido de aquella situación extraordinaria. No encontré nada útil para ello, salvo el teléfono móvil, y cuando quise darme cuenta tenía en la mano la botella fresquita de Cruzcampo. -Gracias- fue la primera palabra que le dije.
Continuó hablando, y ya con la familiaridad, supongo que mayor, sin las limitaciones del que intenta ocultar ciertas cosas a sus desconocidos. Mientras sus dardos continuaban clavándose en nosotros, seres ingenuos, extraños y débiles en un mundo que se extingue.

Tras la muerte de su madre, con siete años, en la edad puñetera en la que la consciencia y la fijación de los recuerdos se instalan para siempre en tu persona; su padre lo llevó junto a sus cinco hermanos a una feria, “Donde tratar con bestias y con personas” según Martin, y donde tuvo lugar la transacción, como pupilo, por la que pasó a pertenecer y a trabajar para una familia desconocida. Desconozco si su primer padre cobró o pagó por ello. No me atreví a preguntárselo, anonadado por lo que estaba escuchando. Tampoco he encontrado en los textos de esa época, la mía, nada que aclare la realidad de la transacción con seres humanos en mi país, durante el último tercio del siglo veinte, y menos en Euskadi. Ni quiero encontrarlo.

Nos mostró la ropa que se había comprado aquella mañana en un mercadillo  alejado del lugar donde nos encontrábamos. Tres camisas, una para regalo, que tras un ligero ajuste en la traducción automática que íbamos haciendo conseguimos entender que una era “de” regalo.
Los lugares, las ciudades, algunas conocidas por nosotros, y su ubicación en el mapa, suponían un conflicto mayor. Las distancias y la orientación eran algo abstracto. Hasta el arriba y el abajo dependía exclusivamente de su situación en la montaña, donde estábamos, y del valle de origen, más al norte, y sin embargo más abajo, obviamente.
No pudo comprarse pantalones porque no podía probárselos en público – risas- , y Con risas nos contaba los quince años que había estado trabajando en la papelera, ocho horas diarias con la motosierra – no quiso creerme cuando le expliqué que ahora las venden de usar y tirar, sin posibilidad de rectificar el motor, callé esa estupidez de llamarlo obsolescencia programada -  y en el caserío otras ocho, dieciséis al día, para pagar el alojamiento y la manutención, el pupilaje recibido. Solo con una de las hermanas había mantenido contacto ocasional, el resto, perdidos en la nada.

Su ilusionante fin de semana estaba centrado en “pegar unos tiros”, y en unas costillas y  tomates que traía en el coche para cocinarlos con sus amigos, cazadores como él, en el local social sobre cuya tapia estábamos resguardados.- “Yo asar bien”- nos dijo,  pero reconocía que las mujeres tienen mejor mano en los detalles.
No sé todavía cómo no tuve un corte de digestión, como la sangre que se agolpaba en mi cabeza no dejó seco al resto de órganos. El cómo una persona a la que la vida había tratado así no guardaba el menor rencor a nadie.

 -Ya ves, tener cuatro padres y no tener ninguno-.

El cómo fue compasivo y esperanzador sobre el comentario de la probable suspensión del AVE a Portugal, en  mi tierra. Como si la anécdota casual fuese un problema vital  que quisiera hacer desaparecer para mí. Con que serenidad explicó la pretendida cuestión vasca y los que se habían beneficiado de ella. Como respondió a mi irreprimible afirmación –Tú eres sabio Martin-. Como si la respuesta la hubiese tenido que dar cientos de veces.

–No. Solo que he sufrido mucho-

Y lo decía sonriendo, con una sonrisa sincera, de esa que no produce dolor en las mejillas por mucho que la prolongues. Sin impostura.

Me encontraba ante un guion brillante de un drama con final feliz, una comedia dramática, el calificativo que aparece  junto a la sinopsis de una película. Solo que era real.

Llegué a sospechar si no sería un actor que hubiesen contratado mis amigos para gastarme una broma. Si no era solo el monólogo perfecto del que lo ha repetido cien veces. Y cada frase que salía de su boca desdentada, cada mirada sincera borraba cualquier sospecha.
Y así hasta la despedida, en cuanto llegaron los compañeros de aspecto patibulario a los que resultó que estaba esperando, y sobre los que inmediatamente alejé cualquier sombra de desconfianza, de juicios precoces, seguramente erróneos.
Se despidió con otra sonrisa, angelical e insistiendo en que anotase su número de teléfono. Es la primera vez que veo en un móvil el numero fijado con una cinta transparente, una idea estupenda.
Guardo en mi guía su nombre y su número, y solo cuando llego a casa y lo compruebo encuentro solo letras, nueve letras, junto a su nombre. Y no ha sido un sueño, ni el calor, ni las pochas.

Recuerdo el relato de sus viajes, el de su primera borrachera, orujo gallego mediante, y la ventana del cuarto que cambiaba de lugar de la noche a la mañana, su excursión excepcional al mercadillo de Vilar Formoso, por donde yo había pasado una semana antes, y volvía a sorprenderme de cómo podía seguir valorando los mercadillos, las ferias de pueblo, como algo digno de disfrute y de recuerdo. La feria, el mercado, la vida.

Mis mejores, e inútiles, deseos para todos los Martin del mundo. Ojalá que no desaparezcan.



P.D.- He intentado escuchar la grabación de este encuentro, cosa que hice a través del teléfono móvil, algo sucio y traicionero, el grabar la conversación de alguien sin su consentimiento, intentando justificar, atenuar, minimizar mi falta, debido a la excepcionalidad del encuentro, a la copiosidad del almuerzo, o a cualquier hilo al que pueda asirme para escapar al pecado, y tan solo he encontrado un consuelo inesperado y definitivo, el ruido del cierzo, el silbido sobre el micrófono del aparato, hacen absolutamente inaudibles los cincuenta, o quizás sesenta, minutos. Como si aquello solo hubiese sucedido en mi imaginación, y las voces lejanas y metálicas, entrecortadas que llego a oír, provengan de un mundo mágico al que solo he tenido este acceso transitorio y, presumo, irrepetible.

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