Todavía me asombro de que el compact
disc musical no haya desaparecido, cuando se acerca la vigésima
edición de las recopilaciones anuales en las que intento reunir la
memoria musical de mi generación y su ubicación en un lugar
determinado, que hoy vendría establecido por las coordenadas de GPS
y que, todos los avances tecnológicos-que en realidad no lo son, tan
solo cambia su envoltorio – no pueden enterrar, muy a su pesar.
Obviamente estos discos compactos tienen sus días contados por una
razón puramente crematística, enmascarada como avance del
continente musical, virtual ahora en la nube, sin soporte físico,
pero siempre de pago. Es lo que tiene estar al día.
Me hago la idea de que este año será
quizás el penúltimo de esta tarea, si no quiero convertirme en el
niño que intenta vaciar el mar en su charquito sobre la arena. Al
igual que hemos arrojado al contenedor adecuado las casetes
musicales, las cintas VHS y los discos microsurco, no tardaremos en
deshacernos de estas antiguallas de aluminio cubierto de plástico y
tostadas con el rayo láser. Por cierto que me plantean una
disyuntiva nada baladí a la hora de arrojarlos a la basura, no se si
donde el plástico o quizás donde el metal. Esto del reciclaje está
basado supongo en la fe absoluta del ciudadano perfecto en que
quieren convertirnos, y cuando digo perfecto estoy diciendo sumiso.
Inevitable su futuro, el del CD, como
inevitable que nuestra capacidad de adaptación a los nuevos formatos
también resulte finita, y sobre los contenedores que recogerán las
cenizas de los sísifos que insisten en acarrear esta pesada piedra,
mejor ni os cuento.
Y es que los sonidos cuando están
registrados, igual que las imágenes fotográficas, tienen la virtud
de sobrevivir a aquellos que los han grabado y disfrutado. Por ello
es natural encontrar todavia esos pequeños escaparates en la
ciudades, emparedados entre los que compran oro o los que venden
teléfonos, en los que resaltan su oferta de pasar de analógico a
digital cualquier recuerdo que quieras conservar hasta, al menos, la
próxima versión del soporte que, incompatible con las
anteriores-maravilloso truco- te obligará a volver al puestecito
donde antes cambiaban las novelas y los tebeos por unos céntimos. En
el fondo viene a ser algo parecido, donde solo hay que cambiar la
pasión por la lectura por aquella de atesorar tu infancia o la de
los tuyos. Y en esas estamos.
Desgraciada, o afortunadamente, la
superficie de la vivienda se sigue reduciendo con el mismo ímpetu
que se incrementa el número de personas. Eso hace impensable que los
diógenes, que también somos, guardemos todo aquello de lo que no
queremos desprendernos, en el ahora inexistente sobrado de la abuela,
para que dentro de cien años alguien se sorprenda, se maraville, o
quizás se limite a terminar la labor inacabada de arrojarlo a la
basura. Los “vide greniers” franceses se han convertido en algo
tan simple y descorazonador como arrojar sobre la acera los escasos
cachivaches que encuentran en el altillo del armario o en los
minúsculos trasteros de cuatro metros cuadrados -si tienen seis se
convierten en apartamento o solución habitacional- y es que resulta
evidente que no es país para viejos, ni este ni aquel, y menos para
cachivaches.
Pero hay que tener en cuenta el factor
humano, siempre, y su intento, imprescindible para la supervivencia,
de conservar los momentos felices, muchos o pocos, que se hayan
disfrutado.
De ahí la tarea de recuperar, de
restaurar, de digitalizar, y de lo que haga falta, aquellas imágenes
fotográficas en las que uno se ha reflejado desde que tiene uso de
razón, incluso desde antes.
Que a punto han estado de desaparecer
en el sumidero de la inutilidad, donde estaría sin duda, el lugar de
los negativos que jamás se positivaron o cuyas copias en papel
pasaron a mejor vida. Algo así como la prodigiosa maleta de Chim
sobre la guerra -ya sabéis cual- si no hubiese habido milagro
mejicano por medio.
En este caso también los santos se han
acordado de un servidor, de hecho han vuelto a acordarse, porque no
entiendo de otra manera la suerte de que he disfrutado hasta llegar
aquí.
Gracias a un amigo benefactor -suelen
serlo los amigos- que me ha prestado su escáner profesional y me ha
obligado a bucear entre el polvo acumulado en la buhardilla de la que
antes hablaba.
Negativos en blanco y negro, en color,
y diapositivas, miles. De los que he podido seleccionar, gracias al
prodigioso artefacto mágico que positiva las imágenes antes de
procesarlas, cerca de dos mil. Labor hercúlea, la de estar sentado
casi dos semanas salvando en formato digital, aquellas escenas
congeladas en el tiempo que creí perdidas.
Aquí vuelvo a comprobar la evolución
paralela de los dos planos, simultáneos e incompatibles, el de la
evolución técnica de ese invento convertido en arte, la fotografía,
y la personal desde el niño que aparece en brazos hasta el que ahora
se cuestiona su satisfacción sobre el camino recorrido.
La calidad de la primera época del
blanco y negro, resulta bastante inferior que la obtenida por
cualquier móvil modesto de hoy. Si bien, resulta harto probable que
casi todas las realizadas por los móviles de gatillo fácil,
desaparezcan sin dejar huella, por aquello tan manido de la
infravaloración de su abundancia. Tan banales y despreciadas como
tantos otros valores que hoy día, sencillamente han dejado de serlo.
Algunas craqueadas, muchas rayadas,
desenfocadas en su origen y definitivamente inservibles.
Otras, autenticas perlas negras,
muestran el destello de los que aparecen frente a la cámara, en un
tiempo que la memoria habría borrado para siempre, de no haber sido
por este pequeño milagro.
Siguieron cámaras mejores, réflex, y
revelados artesanos por un servidor que, sorprendentemente, conservan
la nitidez y los tonos de cuando fueron procesados.
Las diapositivas son desgraciadamente
irrecuperables en cuanto a luces y colores, salvo que quizás alguna
marca de película en concreto haya resistido mejor su estancia en
los archivadores, pero en general resultan decepcionantes.
Sin embargo los negativos en color me
han sorprendido, a pesar de la leyenda sobre la capa naranja que
supuestamente resulta difícil de eliminar y que, gracias a la caja
mágica de este escáner no resulta perceptible en absoluto. Si
observo en la “digitalización” de los laboratorios supuestamente
profesionales que los han revelado, innumerables huellas dactilares
en negativos a medio revelar o fijar, que han dejado la marca
individual del chapuzas de turno. Reflexiono sobre la diferencia
entre trabajar para uno y para los demás, y la incongruencia de que
quien lo hace por un salario no se moleste en usar guantes cuando
trabaja con productos químicos y material sensible para otros.
Fotos familiares, celebraciones,
siempre con niños, que van desapareciendo en cada carrete para
convertirse en otros diferentes en el siguiente. La magia de la vida,
la infancia como hecho imparable, como el agua de la lluvia, tan
diferente de la de ayer, y tan vital como ella.
Labor monótona e interminable, pero
satisfactoria al corregir las pequeñas imperfecciones del soporte,
raspaduras y arañazos en las zonas nobles, el rostro de los
retratados, y hacerlo tan sencillamente como pueda ser el aplicar el
filtro infrarrojo correspondiente. Nuevos encuadres, eliminando al
patoso que pasaba por allí, y la recuperación definitiva en una
calidad básica que permita verlas en la pantalla -adiós al papel-
con cierta dignidad y enviarlas por whatsapp a algunos interfectos.
Ahora vendrá otra tarea no menos
extenuante, la de clasificarlas de alguna manera, haciendo manejable
el gigantesco archivo que las atesora. Los niños con los niños y
las niñas con las niñas, entre otras. Sin prisas esta vez.
Las sensaciones que ha experimentado
este escaneador autosuficiente durante esta tarea darían para una
novela larga, muy larga.
Quizás lo más sorprendente es la
aparición de fantasmas, personas cuya identidad ignoro ahora, pero
que aparecen conmigo en una o en diez fotografías. Podría indagar
entre los testigos disponibles de cada época, sobre quienes eran y
que hacían a mi vera, pero prefiero no hacerlo. Imagino también el
suceso recíproco, que seguramente ellos pensarían lo mismo de mi si
viesen estas fotos, un fantasma en el que uno se convierte sin darse
cuenta. Miras hacia delante, necesariamente, y apenas a tu lado, a la
gente que te acompaña ahora en tu recorrido, pero no nos está
permitido mirar hacia atrás, a sabiendas de que no vamos a ver nada,
a nadie junto a los que anduvimos ayer, y a los que la memoria se va
encargando de cubrir con infinitos velos. Nuestro procesador cerebral
es tan extraordinario en la multitarea, como limitado en sus
capacidades de archivador. Llena una carpeta y tiene que vaciarla
después par guardar nuevos datos. Los que desaparecen se convierten
en fantasmas.
Siento no aparecer con demasiada
frecuencia en las fotos recuperadas, por un lado la característica
del necesario enfoque, debió ser no tan necesaria para los amables
espontáneos que se ofrecieron a ponerse al otro lado de la cámara,
y por otro, agradezco la limitación de las 35 imágenes por carrete
y la incomodo de la minúscula mirilla de las cámaras analógicas,
que me invitaban a dedicar pocos minutos al aspecto técnico y el
resto de ellos a disfrutar de la escena. Justo al revés de lo que
sucede ahora cuando observo la infinidad de viajeros que viajan sin
mover su mirada de la pantalla que recoge la película, las imágenes,
de lugares donde ellos nunca estuvieron, de viajes que nunca
hicieron.
Cuando llegó la fotografía digital,
las tarjetas de memoria que pueden recoger decenas de miles de
imágenes, la locura de los móviles con cámaras cada vez más
sofisticadas y procesadores que hacen innecesaria la labor del
fotógrafo y los dispendios exagerados en ópticas y sensores de
postín, ello condujo a la universalización de la fotografía, y
también al menosprecio de la misma. Ninguna vida tiene tiempo
suficiente para contemplar ni una sola vez los miles de fotos que
atesora el mortal que la contiene.
Digo banalización y me quedo corto. Esta inmersión exagerada de las imagenes en nuestras vidas hace que se conviertan en realidad, en la única realidad, momentos que estaban hechos, donados por la vida, para ser disfrutados desde el otro lado de la pantalla y que, gracias a la malinterpretación de los prodigios tecnológicos, en la fotografía y en tantas otras facetas de la vida -la red sin ir más lejos- nos puede llegar a convertir en seres absolutamente banales.
Estamos a tiempo de centrar el
objetivo, y enfocar con precisión aquello que merece la pena. Dejar
el dedo indice tabletear compulsivamente sobre el disparador es una
perdida de tiempo, una necedad de la que no estaremos nunca exentos.
P.D.- Si teneis ocasión, daos una
vuelta por la exposición del trabajo de Robert Capa en color. Ahora
en Sevilla,más tarde en Madrid.