
Alonso Quijano perdió la razón, por
la excesiva lectura según su creador y, la universalización de su
personaje, -el segundo libro más leído, detrás de La Biblia- nos
hace correr el riesgo de identificar el leer, mucho y malo -Amadis
transmutado en novela negra o novela histórica, una de esas
incongruencias, matrimonio de conveniencia entre novela e historia,
que ya avisan al lector necesitado de etiquetas sobre el improbable
acierto en su elección- si bien Cervantes ya aclaraba que el mal no
residía en la lectura como tal, en los libros por serlo, sino en
aquellos “de caballerías”, que alejan de tal modo a la victima
de su realidad, de la verdad objetiva, con tal intensidad y a lo
largo de tanto tiempo que, no resulta extraño el planteamiento
cervantino de considerar este hecho como causa de la enajenación del
caballero, que lo de la triste figura se lo añade al enajenado, algo
después Sancho, heterónimo fiel de Don Miguel.

Hasta los libros sagrados- según la
doctrina dominante de cada cual- han sido sometidos a revisiones e
incluso a condenas definitivas -vade retro- llegando a estar
reducidos al mínimo libro de horas o misalito que acompañaba al
cura rural desde el seminario hasta la tumba, y destinando a la
hoguera real o a la virtual de las llamas del infierno, a otros que
quedaron obsoletos en tanto dejaron de comulgar con los intereses
eclesiásticos del momento. (1)
Nos dejan por tanto, en la tesitura de
que la lectura no es que sea mala, de suyo, como diría el buen
párroco, siempre que sea la de un solo libro, aunque lo hagamos
muchas veces. Y de hecho esto es lo que venimos a realizar los
adictos cambiando el título o el autor del volumen, pero exigiendo
que el estilo y las ideas escritas sean concordantes con las
nuestras. Es otra manera de llegar a idéntico resultado, el de
perder la cabeza, con los mismos medios, el de la exclusión sobre
los gustos ajenos, proscritos los diez o cien títulos mas vendidos y
anatemizados los géneros de moda, aunque estos sean curiosa y
sospechosamente dieciochescos, las novelas de detectives y las vidas
noveladas de santos, héroes, o futbolistas, que de todo hay en el
carrito del super. Y ahora sin tener a mano el chivo expiatorio de la
censura religiosa, la lista del pecado escrito. Index librorum
prohibitorum.

Pero ahí siguen ellos, los autores
sagrados, para cada uno, y sus obras de lectura infinita, al menos
para la finitud de sus lectores. Y ya que la obstinación es uno de
los síntomas recurrentes en cualquier tipo de locura, parece lo más
razonable para los dementes, nuestra insistencia irracional en
continuar haciéndolo.
Los papeles póstumos
del club Pickwick.-

Una obra publicada por entregas tiene
la virtud de estar obligada a brillar en cada capítulo, algo que
consigue sin esfuerzo desde el primero al último, y también tiene
el pecado de poder extenderse hasta convertir el decimosexto episodio
de la doceava temporada, como las series televisivas de éxito, en
algo interminable si su publico lo exige. Así llega a perderse en su
desmesurada extensión, durante las, a veces repetidas, vicisitudes
de sus personajes, salvo en dos de ellos, el inevitable e insigne
caballero Pickwick (2), aquejado de esa locura profiláctica tan
propia como impostada de la aristocracia inglesa a la que llaman
filantropía, y su criado escudero Sam Weller, cuya sabiduría innata
y lo ocurrente de sus replicas y brillantes aforismos nos retrotraen
inevitablemente a la pareja manchega de Cervantes.
Volver a leer, quizás, el mismo libro,
la misma novela fantástica con el trasfondo moral y la brillantez de
un texto que nos obliga a volver atrás en tantos y tantos párrafos,
para sentir otra vez el placer de la belleza de las ideas -son ideas,
consideraciones, reflexiones, más que peripecias de sus guiñoles- y
del texto magistral que las representan.

Tiene también Dickens otra doble
lectura moral, mas cercana a sus lectores que, inevitablemente se van
-nos vamos- a sentir identificados con los errores, y las desdichas
risibles, de los miembros del club Pickwick. Y tiene, sobre todo, la
magia de lo perdurable en el mundo de la literatura, la perfección
en las descripciones, en las peripecias y en los entrañables
escenarios del siglo diecinueve, del que hemos llegado a perder no
solo los nombres, sino también el sentido de las cosas.
Era una deuda que tenia un servidor con
la edición espartana que vislumbré en mi infancia, con las esquinas
comidas por las ratas y las cubiertas apolilladas, cosas que habrían
encantado al Dickens por aquello del ambiente carcelario de algún
pasaje, y con una traducción infausta, culpable como tantas otras
de la alergia que nos han ocasionado los clásicos a lo largo de
nuestra vida de lectores. Hoy, afortunadamente he podido devolverle
mi tiempo hasta convertirlo en placer, gracias a una edición
perfecta que presumo no pueda mejorar mucho en su idioma original.
Evidentemente que los tiempos están cambiando, como cantaba Dylan, y
en algunos casos para bien.
(1).- Simón el Mago.

“Cuando exhibía sus poderes mágicos
en Roma, volando
ante el emperador
romano Nerón
en el Foro Romano, para probar su condición divina, los apóstoles
Pedro y Pablo
rogaron a Dios que
detuviese su vuelo: Simón paró en seco y cayó a tierra, donde fue
apedreado “ De Wikipedia, aunque citando: Hechos de los Apostoles
(8:9-24).
El apedreamiento de Simón , hasta su
muerte, por los lapidadores creyentes, aparece en cierta pintura
sobre tabla que pude contemplar en la edición actual de “Las
Edades del Hombre” dedicada al “Monte de Dios”, otra figura
sagrada, la del lugar donde Dios entregó a Moises los ”Diez
Mandamientos”, iniciandose la terrible injerencia entre el poder
civil y el poder religioso, que todavia nos tiene en vilo. Según
Ezequiel, este monte es el lugar donde Dios mora y desde donde rige
los destinos del universo. (Verso 4:28 del Capítulo IX) El
Apocalipsis.
Muy aconsejable la visita a Aguilar de
Campoo y disfrutar el lujo de la exposición Las Edades del Hombre.
Además, se come estupendamente.
(2).- El sindrome Pickwick.-
Hipoventilación y somnolencia (SHO)
propias de cierto grado de obesidad que ha merecido la adopción del
nombre del protagonista de “Los papeles póstumos del club
Pickwick” a pesar de que el merito pertenece a un personaje
secundario de la novela, el gordito José (Joe en el original) cuya
descripción por parte de Dickens , con una precisión clínica
extraordinaria, ha merecido ser incluida en el santoral sindrómico
de la medicina. Obviamente no resulta un cuadro apto para el
disfrute de hipocondríacos que no sean excesivamente obesos y
glotones y se pasen el día dormidos. Otra vez será,
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