viernes, 7 de diciembre de 2018

ESE COLOR.-


 
           Ese color, el de las hojas en otoño, en el tiempo en que la savia suspende su suministro de vida vegetal y ellas se sostienen en la rama donde nacieron esperando el primer viento que las depositará en el suelo como copos pálidos de una nevada yerma, cobertura crujiente bajo las pisadas, presagio de un renacer tan efímero como su caída, el de las setas, justo antes de que el frio nos cierre la puerta del frigorífico desde fuera, dejándonos aletargados hasta la próxima temporada, sea electoral, o la de la serie televisiva de moda, igual nos va a dar.



Hoy me han obsequiado con una lluvia de hojas bajo el cercis, una “sakura” serrana que no desmerece de las de los cerezos en el parque Ueno. Es una sensación extraordinaria esta de sentirte homenajeado, inmerecida y accidentalmente por la naturaleza, experimentando una sensación absolutamente reconfortante, a la vez que te recuerda tu carácter deudor para con ella.



El cambio hacia hojarasca de los fuegos de artificio de la parra virgen, con sus purpuras iridiscentes, ya queda en el recuerdo, sucumbiendo sus restos en la primera hoguera de exterminio. Las del cercis todavía resisten, a pesar de que los verdes de hace tan solo una semana son solo el patrimonio de las ultimas en aceptar lo inevitable, su conversión en madera seca, en vegetal cadavérico, útil si tienen suerte en convertirse en mulching para el terreno y su esperanzador reinicio del ciclo vital.

Mientras tanto continúan balanceándose en su caída, como modelo a imitar por los surfistas o por los parapentistas que, como ellas, se detienen al contactar con el suelo, con la madre. En algún momento mecidas por discretos y cambiantes vientos del valle, he llegado a confundirlas con mariposas flotando en en ese espacio inasible para uno, en el que solo ellas y los milanos pueden establecer con nitidez las limitaciones del observador humano, una de ellas, quizás la mas insignificante, la de no poder volar.



Inevitable color de los lazos con los que han castigado nuestras retinas durante meses. Lazos de churros a medio hacer, como esos que el cliente especial pide al churrero para que los extraiga de la sartén antes de conseguir su color, y consistencia, adecuados, con la idea errónea para el rarito, de que así serán mejor digeridos por su estomago de hipocondríaco. No serán churros verdaderos, como el vino sin alcohol jamás será vino. Tengo que suponer, y quizás equivocarme, que el símil del churro a medio freír no es el que han buscado los propagandistas de la cosa, y que quizás se apoyen más en las leyendas de las películas del oeste americano, absolutamente alejado en el tiempo y el espacio de su mundo real, en las que la cinta que se ataba al viejo roble significaba el deseo del regreso de los combatientes, regreso favorecido por los portadores de uniforme azul en cuyos pantalones figuraban bandas verticales del mismo color de la cinta del viejo roble.
Claro que eran tiempos de La legión invencible (She whore a yellow ribbon), de West Point y de la caballería de John Ford, de la ficción adolescente de un mundo inmaduro. La realidad posterior, no resultó exactamente así. 60.000 estadounidenses muertos y más de un millón de gentiles, infieles, o viets para los lectores de tebeos, fueron el resultado una retirada, de un anábasis absurdo, en una pretendida guerra fría – para demostrar que la caliente hubiese sido infinitamente peor- mientras las cintas atadas en los arboles norteamericanos languidecían y palidecían decolorándose como las hojas de mi jardín.



Lo cantaba Donovan:



To Susan on the West Coast waiting,
From Andy in Vietnam fighting.



Lo hizo justo antes de refugiarse en Escocia perseguido por las fuerzas del orden de su majestad que descubrieron un olor extraño en el tabaco y los bolsillos del cantautor, y hasta ahí podíamos llegar. Las buenas costumbres prevalecían entonces sobre sus transgresores.

Después tuvo que hacer alguna estupidez, como Yellow Mellow, que aquí sería amplificada por los barceloneses Mustang con la versión titulada “Me gusta el amarillo” y en eso siguen ellos, al parecer.



Mira que si nos guiamos por las supersticiones, por la estulticia de la leyenda convertida en dogma, parece ser que la muerte en escena de Poquelin -Moliere para los amigos- vestido con una túnica gualda, debería ser razón más que suficiente para desconfiar de cierto color. No hay manera.



Color asignado alevosamente a la estrella de David, con la que en una determinada época y diversos lugares se marcase a todo un pueblo en el penúltimo holocausto antisemita, y eso que lo de semita siempre hay que ponerlo entre paréntesis, al fin y al cabo tan semitas son, o somos, los hebreos como los árabes, descendientes de Sem, el hijo vinatero de Noé, para los creyentes en el libro más vendido, aunque sospecho que no sea el mas leído, de la historia. Por eso también sospecho que lo del presunto antisemitismo para etiquetar la barbarie de la Shoah, no sea mas que otro de esos errores interesados de los medios de comunicación que suelen convertirse en probados hechos históricos con la aquiescencia de los escuchas.



Estrellas coloreadas con una J en el centro o un simple parche en la ropa de ese color, en un lugar visible, o sello ex libris que condenó al exterminio, entre otros, a los últimos depositarios del adn y lengua comunes a los nuestros, los sefardíes de Salónica, cuyos antepasados supervivientes al holocausto de hace quinientos años -parece que fue ayer- nos enseñaron a hablar en aquel castellano suyo, tan especial que los extremeños capitalinos decían no comprender por que hablábamos tan mal – no decían raro, decían mal- los paisanos de mi pueblo. Claro que esto fue antes de la llegada de la televisión, a partir de la cual todos, incluidos los capitalinos, confluimos en hablar mal. - no raro, mal- nuestro idioma. Nos queda lo imborrable, las juderías, las callejuelas, aunque hayamos perdido lo intrascendente, la sinagoga quizás, y lo más importante, la memoria de los ancestros , la consciencia de ser astilla del tronco común de la humanidad.

Lo compruebo en “El olor de la lluvia en los Balcanes” de Gordana Kuic, cuando leo frases que la autora escuchó a su abuela y siento estar escuchando la propia. Puro ladino.



Lo dice también Jorge Drexler, el cantante uruguayo que amontona las estatuillas doradas y grammies abusando de palabras tan hermosas como mar, hielo, noche, luna o tiempo, y que nos deja su milonga del moro judío para aclarar ideas a quien se crea necesitado.



Yo soy un moro judío
Que vive con los cristianos
No sé que dios es el mío
Ni cuales son mis hermanos



Por cada muro un lamento En Jerusalén la dorada

Y mil vidas malgastadas Por cada mandamiento

Yo soy polvo de tu viento Y aunque sangro de tu herida

Y cada piedra querida Guarda mi amor más profundo

No hay una piedra en el mundo Que valga lo que una vida



Yo soy un moro judío
Que vive con los cristianos
No sé que dios es el mío
Ni cuales son mis hermanos



También podeis escuchar a Yasmin Levy en “Adio kerida”
canción en ladino  (enlace youtube)



Quizás sea también el color del otoño, y los ciudadanos franceses, envidiados ciudadanos para quienes el adjetivo implica algo más que el tamaño de su villa de origen, han decidido este otoño colocarse chalecos coloreados así, e iniciar otro ajuste extraparlamentario a una democracia en la que el voto cuatrienal es obviamente necesario pero... a veces no es suficiente.



Aquí, afortunadamente no tenemos de eso, y mefistofelicamente nos han convencido de pertenecer a la ciudadanía, matiz que excluye la responsabilidad individual en la gestión de los intereses comunes. Es una manera de autoconvencernos de que también tenemos chalecos amarillos, faltaría más, pero son para otra cosa, para guardarlos en el auto en los rincones donde se vuelven inencontrables, y para que algunos bebedores noctámbulos puedan regresar a casa minimizando los riesgos del atropellamiento.



Cierto que, también, es el color de la bilis, y que esta guarda una injusta imagen literaria relacionada con la ira, la cólera, y otros sentimientos pecaminosos a los que conviene evitar.

Menos mal que la navidad, blanca, está al caer y, como bien canta Matt Monro:



Más todo pasa, todo pasará

Y nada queda, nada quedará,

Solo se encuentra la felicidad,

Cuando se brinda el corazón.





P.D.- Es el chocolate, y quizás la glotoneria, los que los vuelven indigestos. Sed prudentes con ellos.








VIÑETA DE EL ROTO DE 11 DE DICIEMBRE (ANTOLOGÍA DE LO ANTERIOR).-



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