¿Quién es Casimiro Malévich y por
qué me dice esas cosas a mí?
En poco más de seis meses, el acoso a
que me ha sometido Kazimir Malevich, me ha hecho reconsiderar muchas
cosas respecto al arte, los artistas, y sus parásitos. De hecho me
habría gustado ser comisario de exposiciones varias – lo de ser monja
ya lo he dejado por imposible- un cargo, usualmente bien remunerado y
cuya titulación es gratuita e inexistente, al menos de altura similar a la detentada por ciertos ministros y directores generales de la cosa.
Comenzó casi sin querer, en el camino
de Damasco, ahora llamado Ronda de Atocha, donde se ubica el único
museo español que no tiene esa denominación, llamado Centro
de Arte R.S.: Exhibición antológica sobre "El dadaísmo ruso". Durante
la década prodigiosa en la que los vanguardistas antifuturistas
pusieron patas arriba el arte, con permiso de Duchamp, vanguardia que permaneció
hasta que llegó el comandante y mandó "aparar", el comandante Joseph, unos treinta
años antes de que lo hiciese Fidel, según guaracha de Carlos
Puebla.
Para cualquier observador sensato, y en
grado superlativo si es de pueblo como el que esto suscribe, resulta
una agresión extraordinaria el contemplar la obra de esta pandilla
de pintores revolucionarios para los que todo arte anterior a ellos,
era pura basura como intentaron demostrar con su arte mecanicista y,
ciertamente, provocador. Aquí surge el asunto de la fe en los tratados de arte, que eclipsa
las observaciones pueblerinas y el vade retro posterior, merecido o
no, de todas la vanguardias que se quedaron en eso, en meras
vanguardias.
Reconozco que, una vez agotadas las
entendederas, y antes de repetir la indigestión que me aconteció en
la filmoteca, aquella tarde que me dio por contemplar la obra
completa de McLaren , el cineasta experimental canadiense, (quien ya
me hizo sospechar sobre los tratados de historia del arte, sean de
cine o, ahora, pintura) estaba realmente cansado de comulgar con
aquellas píldoras indigestas en el museo. Cuando me detuve ante una
pantalla – algo obligado para aquellos que la consideramos nuestro
chupete intelectual - en la que estaban exhibiendo una ópera:
“Victoria sobre el Sol”, con música de Matiushin, figurines de
Malevich, libreto de Kruschonij en lengua transracional con palabras
de solo vocales o solo consonantes, y creo que Maiakovski andaba
también por allí.
Algo fascinante, a pesar de su extraordinario parecido con todas las operas, donde los gorgoritos también son discutibles, los textos ininteligibles y, en el caso de que estén subtitulados, soporíferos. Si les añadimos la duración habitual de tres horas corridas, salvo en las wagnerianas donde el tiempo se detiene indefinidamente hasta que adquieres la categoría de superviviente, y hasta que comienza todo el mundo a aplaudir de la manera más molesta e interminable que nadie pueda imaginar. Si hemos pagado la entrada pienso que, los que deberían aplaudir son ellos, desde el escenario. En fin…
Algo fascinante, a pesar de su extraordinario parecido con todas las operas, donde los gorgoritos también son discutibles, los textos ininteligibles y, en el caso de que estén subtitulados, soporíferos. Si les añadimos la duración habitual de tres horas corridas, salvo en las wagnerianas donde el tiempo se detiene indefinidamente hasta que adquieres la categoría de superviviente, y hasta que comienza todo el mundo a aplaudir de la manera más molesta e interminable que nadie pueda imaginar. Si hemos pagado la entrada pienso que, los que deberían aplaudir son ellos, desde el escenario. En fin…
En esta ocasión, me sentí bajo un
influjo hipnótico, como frente a una cortina de chapas de botellín
encendida por el sol y acariciada por el viento, o quizás como los
espejitos que cubren la bola luminosa en las discotecas de antes. Uno
de esos días en que el segundo cubata pone en evidencia su
procedencia del infame garrafón y dejas de intentar seguir los haces
luminosos para evitar entrar en trance o incluso males mayores
avisado por cierto cosquilleo en el estomago, manteniendo la vista
fija en aquella luna móvil y craquelada que consuela mi tristeza y
alivia los embates sonoros de músicas infernales. Y solo de pensar
que alguien cobra también por atormentarme así, incrementa el
nivel de la nausea, que en este caso no es sartriana, creo. Menos mal
que allí no suelen aplaudir al finalizar cada acto, sería horroroso
en grado sumo.
Al parecer los figurantes todos, los
personajes principales, los tradicionales tenor, soprano, barítono,
bajo y por supuesto el coro celestial, simulaban ser robots
primitivos, -estamos en los albores del XX, y Asimov no había
descrito todavía su supuesta encarnadura metálica- vestidos con
elementos cubistas, de ese periodo del arte abstracto que a todos nos
gustaría que nos gustase, pero ni modo, como diría Aceves Mejía, y
a pesar de todo, los minutos se me hicieron segundos, el resto de la
exposición quedó aplazado sine die, es decir para jamás, y no pude
moverme hasta que el amable vigilante me indicó la puerta de salida.
“Creo que la van a llevar al Museo Ruso” me susurró, aliviando
mi desazón.
Y allá me fui. Donde Kazimir Malevich
me vuelve a mostrar el paso desde el suprematismo geométrico hacia
formas figurativas que, sin renegar de la abstracción, ya
anunciaban el supronaturalismo. Ahí es nada.
Afortunadamente “Victoria sobre el
Sol”, la opera bufa según los comisarios -etiqueta
tranquilizadora- me esperaba en la sala de proyecciones en sesión
continua, con la gran suerte de que resultaba indiferente, dentro
de la historia, el momento en que me incorporase a la misma. Ya
convertido en hábito saludable el permanecer el necesario tiempo
postprandial en la sala oscura, tras la dosis dominical de cerveza y
pescaito en el chiringuito más cercano. No descubro nada si digo que
los domingos es gratis la entrada al museo, y el aparcamiento en el solar
adyacente también. No resultó sin embargo tan placentero como
entrar sin pagar en el Centro de Arte R.S. presentando una de las
innumerables tarjetas que llevo en el bolsillo y que siempre creí
que no servían para otra cosa que agujerear el forro de este. No
resulta tan divertido porque en el ruso “todos” entran gratis y
se pierde ese plus de exclusividad tan imprescindible para ciertos
egos de los aficionados a las artes.
Me quedo en esta ocasión con ganas de ver el telón
inicial del musical, el famoso cuadro negro sobre fondo blanco,
metáfora evidente, incluso en su ausencia, de los prejuicios
burgueses identificados con el sol, por supuesto. Uno que es de miras
cortas.
Y otra vez el azar acude a socorrer mi
destino. Un mes después inauguran en Fundación Mapfre: “De
Chagall a Malevich, el arte en revolución", y allí me tenéis
absorto ante la grandiosidad del cuadro negro sobre fondo blanco, que
sin ser realmente tan estrepitosamente grande, neutro y mudo, como otros
lienzos monocromáticos de vanguardistas mas actuales y occidentales,
es decir no comunistas, debo reconocer que me dio cierto yuyu, y que
volví varias veces a mirarlo de reojo, sin que los espectadores,
sospechosos habituales ellos, se fijasen demasiado en mi abducción y
llegasen a preguntarme que es lo que veía en él, poniéndome en el
compromiso de soltar, mas bien declamar, ciertas paginas memorizadas de la
enciclopedia cien veces abjurada.
No tenían la peli, una lastima, pero
si los figurines, todavía más osados, que los seguidores de este
apóstol, habían preparado para sucesivas reposiciones. Debo decir
que no se acercaban ni remotamente a la vistosidad de los originales.
Quizás sea esta, la mejor de las tres
exposiciones, cuasi monográficas, en la que además de cierto
clásico lienzo de Chagall en el que la novia flota en el cielo mientras
el novio estira distraidamente su brazo – inmediatamente fui
advertido del machismo explicito en aquella obra, e inútiles fueron
mis comentarios sobre las innumerables veces que Chagall hizo flotar
al chico- y otro Chagall: “Judío meando” quedasen grabados en
mi pinacoteca mental, a pesar de que había que buscar al susodicho
en el angulo inferior izqdo del paisaje urbano. Tuve que ir
forzosa y urgentemente al mingitorio, después de contemplar el generoso chorro
del borrachín sobre el albañal. Y lo curioso es que quien murió de
cáncer de próstata, y joven, fue Malevich, quien al menos evitó
asistir a la gran purga patriótica de los años treinta.
Chagall y la mayoría de coetáneos,
fueron tomando el camino venturoso de la gloria unos, o de la
supervivencia otros, una vez que se dictó la necesidad social de
terminar con los pintores de caballete, y también con los
sospechosos caballetes, para girar hacia el realismo soviético, del
que hemos contemplado imágenes maravillosas en el museo ruso.
Nuevos tiempos para el arte, más en consonancia, para el espectador, con los pintores clásicos, que los subversivos estos del supremacismo. Al fin y al cabo la supremacía terminó ejerciéndola una sola persona a quien, incluso, llegó a compararse con el sol y como él, por supuesto, resultó abrasador. Véase “Quemado por el sol” de Nikita Mikhalkov, obra maestra del cine.
Nuevos tiempos para el arte, más en consonancia, para el espectador, con los pintores clásicos, que los subversivos estos del supremacismo. Al fin y al cabo la supremacía terminó ejerciéndola una sola persona a quien, incluso, llegó a compararse con el sol y como él, por supuesto, resultó abrasador. Véase “Quemado por el sol” de Nikita Mikhalkov, obra maestra del cine.
Supongo que el azar, y no otra cosa, ha
reunido estas tres exposiciones en salas tan cercanas y en el corto
intervalo de seis meses. Pero sigo sin comprender la feroz
y cercana insistencia de los antifuturistas, esa cualidad inherente a los mentecatos, quienes no dudamos
en volver a ver una y otra vez la misma película, por la única
razón de que no la hemos entendido. Buñuel debe estar riéndose
todavía, mientras buscamos el sentido de su ángel exterminador.
Yo,
por mi parte, prometo dejar de preocuparme por lo que ha querido
decirme Malevich. La vida debe seguir.
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