La poleá.-
Entre “Desechar el ruin” y “Que
te den poleá”, se me pasa la vida.


El caso es, que se me pasaron los años
sin llegar a probar la poleá, y no solo porque no debí necesitarla
en el sentido litúrgico de esta mencionada tradición culinaria,
sino porque cayó en desuso como postre popular, algo que fue durante
muchísimo tiempo, y que misteriosamente desapareció de los usos y
costumbres de nuestras madres y abuelas.
Quizás tenga
algo que ver la definición que le dedica Wikipedia; “Consiste en
una variante dulce de las gachas,
que se consumía especialmente en otoño e invierno durante los años
difíciles.”
Y también con el hecho de que no
aclare la enciclopedia el concepto de “años difíciles” que ,
hoy, seguramente resultará incomprensible para la mayoría de los
paisanos – de país-.
Como no recuerdo haberla probado con
anterioridad, tuve que imaginarme su composición y elaboración,
incluso su sabor, aunque lógicamente siempre la asociaba con el
poleo, de la menta en cualquiera de sus variantes, tan habitual en
los arriates y en los vasares de las casas. Craso error. No lleva
poleo. Aunque quizás una ramita sobrenadando... no le quede del todo
mal.

En fin ,que tuvimos que pedir poleá,
para ir cerrando esos enigmas que la vida te deja pendientes de
desentrañar, con su habilidad para dejar cabos sueltos, hilos
tentadores que te arrastran a laberintos de los que a veces resulta
difícil encontrar la salida, y lo hicimos, el pedirla como postre, a
la vez que expliqué al extraordinario camarero que nos atendió, su
significado en mi memoria.
- Mi padre la toma de vez en cuando-me
dice- Tiene 94 – Y fue como si se abriese un enlace de
verosimilitud, un cortocircuito entre la realidad y mis recuerdos
inclinados a convertirse en fantasía, si no encuentran un apoyo
fehaciente, como en este caso.
No sería justo pasar excesivamente
veloces por aquella cena, tomar un atajo hasta el final, cuando el
camino, el tiempo y el trato recibidos merecen una descripción harto
precisa.
El camarero que nos atendió gozaba de
ese halo hipnótico que poseen los santos -he conocido varios- y
algunos políticos supongo, que justifica el que puedan arrastrar
multitudes con cuatro palabras o un simple ademán.
Una vez que se acercó a nosotros, la
carta que teníamos entres las manos, la apartamos para
inmediatamente después ignorarla, tan inconscientemente como
obligados a ello. Una simple mirada le bastó para enjuiciar a unos
clientes, tan perdidos como ajenos a lo que iban buscando y, por
supuesto, a lo que iban a encontrar.
Comprendí el significado del termino
empatía, una de esas virtudes, como casi todas, innatas, y las cuales
no se pueden atesorar ni siquiera vagamente ejercer si no tienes
aptitud para ello. Este hombre la tenia evidentemente, se puso en
nuestro lugar y nos indicó con la precisión y autoridad del
profesor a quien no se puede discutir, que cosa nos convenía comer,
cuando, y hasta donde, anulando o cambiando el orden de los platos,
en función de nuestra demanda, atemperada por su experiencia. Se
había puesto en nuestro lugar, y no pudimos menos que,
afortunadamente, ponernos en sus manos.

Los pescados y mariscos, siempre fuera
de carta, por aquello de su categoría de “temporada”, nos
obligaron a acompañarlo hasta la vitrina junto a la puerta, donde la
visión del despiece reciente del atún, alejaron cualquier
disquisición o duda sobre el plato principal.


Cuando acudió al quite la ventresca de
atún a la brasa, la barriguera portuguesa, en su moderada dosis de
400 gramos por persona, comprendimos que habíamos ganado la noche,
al menos esa parte del cielo a la que llamábamos limbo, hasta que
Roma lo hizo desaparecer.
-Ahora están pasando- nos dijo el
domine, con esas mismas palabras a las que apenas pudimos hacer caso,
embriagados por el olor y el aspecto de esa carne que es realmente
pescado y que asada en su propia grasa, no necesita otra cosa que
una pizca de sal para conseguir la etiqueta de lo sublime. Nos daba a
entender que no hay que buscarlo en otras fechas, ni encontrarlo en
otro lugar diferente del suyo, por donde llevan pasando todas las
primaveras desde hace siglos.
El hotel donde nos alojábamos había sido una factoría atunera y aprovechado parte de su estructura y contacto con la orilla marina para convertirse en refugio de peregrinos, que es lo que somos ahora, análogo establecimiento a otro de Tavira, bastante mejor equipado y conservado y donde los vestigios de la industria conservera del atún hasta se convierten en museo, exclusivo para adictos a los museos, ciertamente.
El hotel donde nos alojábamos había sido una factoría atunera y aprovechado parte de su estructura y contacto con la orilla marina para convertirse en refugio de peregrinos, que es lo que somos ahora, análogo establecimiento a otro de Tavira, bastante mejor equipado y conservado y donde los vestigios de la industria conservera del atún hasta se convierten en museo, exclusivo para adictos a los museos, ciertamente.

En nuestro caso, parece evidente que,
la cocinera o cocinero, sabían lo hacían, y nos dejarán en la
memoria, y en el paladar, un recuerdo que, debe durarnos hasta que
esta gloriosa experiencia pueda repetirse, sin avisar cuando ni
donde. De los manjares que uno ha disfrutado, este es de los
favoritos. El bocado tierno que se deshace en la boca mezclando el
churruscado exterior con el sangrante y sonrosado de su alma,
rememora la autentica felicidad del hombre primitivo que todos
llevamos dentro, alejado todavía del recolector, del agricultor que
vendría después a sofisticar su cocina con la poleá.

En la boca apreciamos la calidez de un
bocado templado, de un dulzor discreto. Esto supone que no es
producto refrigerado o industrial, sino algo artesanal, recién
hecho, conservando aromas y sabores de sus ingredientes, que van a
resistir mientras la temperatura los mantenga en ese estado de
gracia.
Imaginaba, y comprendía perfectamente,
lo que esos bocados podían suponer para alguien que se marcha a un
viaje sin regreso y, aunque todavía no es mi caso, lamentaba la
perdida de tradiciones tan maravillosas, y platos tan estupendos que
solo requieren, supongo, un cocinero elaborando el postre justo en el
momento en que los señoritos están terminado el plato principal.
Algo imposible en nuestras casas, aunque no para los cocinillas a los
que la moda tiene tan entretenidos con moderneces. Por cierto que los
picatostes son los “croutons” franceses, a ver si así nos
animamos a probar esta saludable exquisitez.
Algunos las datan, a estas gachas
dulces, en el neolítico, mejoradas por la cocina musulmana, que
añaden el aceite de oliva, ahora denominada estúpida y a veces
falsamente AOVE, añadiendo también el anís y la canela, y siendo
consideradas elementos característicos de “la cultura del hambre “
- hay culturas, y tontos, pa tó - perviviendo tanto como esta
hasta la segunda mitad del siglo pasado.
Cualquier receta sirve, ingredientes
sencillos y económicos, elaboración fácil, cualquier día me
pongo, y supongo que solo necesitan un poquito, unos cominitos
metafóricos, de cariño.
Por cierto, que no pude aguantarme el
darle las gracias de manera inusual a aquel mesero perfecto:
-Si me toca la lotería, o me cae
alguna concejalia, te pienso ofrecer el puesto de mayordomo. -¿Que
dices?-
-Va a tener que ser la de urbanismo -
me contestó, mientras nos despedimos con sonrisas reciprocas.
Y es que...
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