La poleá.-
Entre “Desechar el ruin” y “Que
te den poleá”, se me pasa la vida.
-!Tienes que comer, para desechar el
ruin!- escuchaba con frecuencia en la infancia. Más bien oía, que
lo de escuchar y lo de comer no ha sido nunca mi fuerte, supongo que
ambas cosas por desinterés, y no por otras razones. Tampoco sabia
que significaba eso del ruin y, como digo, ni el menor atisbo del
sentido que podría tener la palabra, salvo cuando aparecía en las
"novelas gráficas” - así se autodenominaban los tebeos- o no tan
gráficas si los autores eran Lafuente Estefania o Mallorquí. El
caso es que el tal ruin existía y, como causa de la ingente
mortalidad infantil de país todavía subdesarrollado, estaba en la
puerta, se asomaba pero ya no entraba, afortunadamente.
Otra frase recurrente era la que hacia
referencia a dar poleá a alguien, usada como preludio de la
fatalidad. Al parecer era de las últimas comidas que se le daba, o se
pretendía dar al moribundo, a veces quedando en la mera
intencionalidad, cuando el abuelo ya no tenía fuerzas para esa
última cena. Un acto amoroso, misericordia a través de la cocina
familiar, de cualquier cocina, con la idea de que transmitiese la
sensación de plenitud del estomago lleno y la dulzura del último
trago, para compartir la experiencia en su conversación con el barquero del Hades. Que no
solo de monedas viven los espíritus bondadosos amarrados al remo.
El caso es, que se me pasaron los años
sin llegar a probar la poleá, y no solo porque no debí necesitarla
en el sentido litúrgico de esta mencionada tradición culinaria,
sino porque cayó en desuso como postre popular, algo que fue durante
muchísimo tiempo, y que misteriosamente desapareció de los usos y
costumbres de nuestras madres y abuelas.
Quizás tenga
algo que ver la definición que le dedica Wikipedia; “Consiste en
una variante dulce de las gachas,
que se consumía especialmente en otoño e invierno durante los años
difíciles.”
Y también con el hecho de que no
aclare la enciclopedia el concepto de “años difíciles” que ,
hoy, seguramente resultará incomprensible para la mayoría de los
paisanos – de país-.
Como no recuerdo haberla probado con
anterioridad, tuve que imaginarme su composición y elaboración,
incluso su sabor, aunque lógicamente siempre la asociaba con el
poleo, de la menta en cualquiera de sus variantes, tan habitual en
los arriates y en los vasares de las casas. Craso error. No lleva
poleo. Aunque quizás una ramita sobrenadando... no le quede del todo
mal.
Han sido necesarios eones y eones,
limitado al triste consuelo de los recuerdos de aquellos que la
habían probado y que daban fe de su existencia, refiriendo incluso
su top ten de excelentes cocineras, la tía de este o la abuela del
otro, todas extintas. Y mira por donde, en la carta de postres del
lugar donde mejor he comido últimamente, Casa Emilio en Rota,
figuraba discretamente entre tartas y helados, a los que ahora llaman
sorbetes, inexplicablemente, porque sorber sorber, se sorbían los
polos, hasta que los hicieron mordibles, y ya ni eso.
En fin ,que tuvimos que pedir poleá,
para ir cerrando esos enigmas que la vida te deja pendientes de
desentrañar, con su habilidad para dejar cabos sueltos, hilos
tentadores que te arrastran a laberintos de los que a veces resulta
difícil encontrar la salida, y lo hicimos, el pedirla como postre, a
la vez que expliqué al extraordinario camarero que nos atendió, su
significado en mi memoria.
- Mi padre la toma de vez en cuando-me
dice- Tiene 94 – Y fue como si se abriese un enlace de
verosimilitud, un cortocircuito entre la realidad y mis recuerdos
inclinados a convertirse en fantasía, si no encuentran un apoyo
fehaciente, como en este caso.
No sería justo pasar excesivamente
veloces por aquella cena, tomar un atajo hasta el final, cuando el
camino, el tiempo y el trato recibidos merecen una descripción harto
precisa.
El camarero que nos atendió gozaba de
ese halo hipnótico que poseen los santos -he conocido varios- y
algunos políticos supongo, que justifica el que puedan arrastrar
multitudes con cuatro palabras o un simple ademán.
Una vez que se acercó a nosotros, la
carta que teníamos entres las manos, la apartamos para
inmediatamente después ignorarla, tan inconscientemente como
obligados a ello. Una simple mirada le bastó para enjuiciar a unos
clientes, tan perdidos como ajenos a lo que iban buscando y, por
supuesto, a lo que iban a encontrar.
Comprendí el significado del termino
empatía, una de esas virtudes, como casi todas, innatas, y las cuales
no se pueden atesorar ni siquiera vagamente ejercer si no tienes
aptitud para ello. Este hombre la tenia evidentemente, se puso en
nuestro lugar y nos indicó con la precisión y autoridad del
profesor a quien no se puede discutir, que cosa nos convenía comer,
cuando, y hasta donde, anulando o cambiando el orden de los platos,
en función de nuestra demanda, atemperada por su experiencia. Se
había puesto en nuestro lugar, y no pudimos menos que,
afortunadamente, ponernos en sus manos.
Ante la inexistencia de botellas
pequeñas de manzanilla, y mi temor de que la sed en una tarde
calurosa arruine cualquier velada ante el generoso y endiablado trago
fresco del jerez seco y afrutado, explicó que no debía
preocuparme, nos dejaría la botella completa y nos cobraría solo
media si ese era nuestro consumo habitual. Cuando, al marchar, la
retiró completamente vacia, no hizo comentario irónico o
sarcástico, tan solo confirmó su acierto, otro.
Los pescados y mariscos, siempre fuera
de carta, por aquello de su categoría de “temporada”, nos
obligaron a acompañarlo hasta la vitrina junto a la puerta, donde la
visión del despiece reciente del atún, alejaron cualquier
disquisición o duda sobre el plato principal.
Después de unas almejas, aceptables en
cuanto a su pedigrí, resignados a la desaparición de los bivalvos
autóctonos y a su sustitución por los cultivados de forma
industrial, ya ni coquinas, ni navajas, ni casi mejillones. Nos
quedan tan solo las conchas finas y las chirlas, verdaderamente
peligrosas las ultimas para aquellos que tragan sin paladear
previamente. Para mayor pena, han aparecido las vieiras en las
pizarras de restauración -que no restauran nada, en realidad solo
vuelven a llenar transitoriamente los estómagos- con la categoría
de novedad exquisita, lo que implica un precio por unidad que es
idéntico al que cobran en París por la media docena. Sigo sin
entenderlo, y conste que la concha fina la supera en textura, sabor
marino y bravura, que de todo tiene.
Ciertamente sorprendente la salsa que
las acompañaba, y que nos hizo lamentar el desamor de tantos
cocineros por algo fundamental cuando el ingrediente prínceps es
algo tan humilde como son las almejas – algunas exquisitas, en
otras latitudes, merecen y suelen comerse crudas, como aquí las
conchas finas- como son las salsas. Hablan metafóricamente de “La
salsa de la vida” y no comprenden que una y otras merecen el mayor
esmero en su elaboración. Este era el caso de aquella que nos obligó
a pecar , agostando el cestillo del pan,- otro ingrediente proscrito,
sin saber por qué-hasta dejar la bandeja en situación de
evitar momentáneamente el lavavajillas.
Cuando acudió al quite la ventresca de
atún a la brasa, la barriguera portuguesa, en su moderada dosis de
400 gramos por persona, comprendimos que habíamos ganado la noche,
al menos esa parte del cielo a la que llamábamos limbo, hasta que
Roma lo hizo desaparecer.
-Ahora están pasando- nos dijo el
domine, con esas mismas palabras a las que apenas pudimos hacer caso,
embriagados por el olor y el aspecto de esa carne que es realmente
pescado y que asada en su propia grasa, no necesita otra cosa que
una pizca de sal para conseguir la etiqueta de lo sublime. Nos daba a
entender que no hay que buscarlo en otras fechas, ni encontrarlo en
otro lugar diferente del suyo, por donde llevan pasando todas las
primaveras desde hace siglos.
El hotel donde nos alojábamos había sido una factoría atunera y aprovechado parte de su estructura y contacto con la orilla marina para convertirse en refugio de peregrinos, que es lo que somos ahora, análogo establecimiento a otro de Tavira, bastante mejor equipado y conservado y donde los vestigios de la industria conservera del atún hasta se convierten en museo, exclusivo para adictos a los museos, ciertamente.
El hotel donde nos alojábamos había sido una factoría atunera y aprovechado parte de su estructura y contacto con la orilla marina para convertirse en refugio de peregrinos, que es lo que somos ahora, análogo establecimiento a otro de Tavira, bastante mejor equipado y conservado y donde los vestigios de la industria conservera del atún hasta se convierten en museo, exclusivo para adictos a los museos, ciertamente.
Para los nostálgicos de lo que nunca
tuvimos, la reflexión sobre una sociedad tan glotona y depredadora
que no da ocasión a que estos extraordinarios pescados lleguen a ser
enlatados, devorándolos prácticamente in situ, y sin apenas
cocinar, como en los abundantes tartares de atún que florecen en las
barras de medio país, y que no son otra cosa que infamia para el local y a veces
para el estómago. Un bocado tan noble, ciertamente puede ingerirse
crudo, marinarlo ya es un pecado, desmenuzarlo y mezclarlo con
especias y otros restos de dudosa procedencia, solo es un disparate.
En nuestro caso, parece evidente que,
la cocinera o cocinero, sabían lo hacían, y nos dejarán en la
memoria, y en el paladar, un recuerdo que, debe durarnos hasta que
esta gloriosa experiencia pueda repetirse, sin avisar cuando ni
donde. De los manjares que uno ha disfrutado, este es de los
favoritos. El bocado tierno que se deshace en la boca mezclando el
churruscado exterior con el sangrante y sonrosado de su alma,
rememora la autentica felicidad del hombre primitivo que todos
llevamos dentro, alejado todavía del recolector, del agricultor que
vendría después a sofisticar su cocina con la poleá.
A simple vista podrían confundirse
estas con las natillas, por color y textura, a no ser por esos
picatostes canijos que sobresalen en la superficie.
En la boca apreciamos la calidez de un
bocado templado, de un dulzor discreto. Esto supone que no es
producto refrigerado o industrial, sino algo artesanal, recién
hecho, conservando aromas y sabores de sus ingredientes, que van a
resistir mientras la temperatura los mantenga en ese estado de
gracia.
Imaginaba, y comprendía perfectamente,
lo que esos bocados podían suponer para alguien que se marcha a un
viaje sin regreso y, aunque todavía no es mi caso, lamentaba la
perdida de tradiciones tan maravillosas, y platos tan estupendos que
solo requieren, supongo, un cocinero elaborando el postre justo en el
momento en que los señoritos están terminado el plato principal.
Algo imposible en nuestras casas, aunque no para los cocinillas a los
que la moda tiene tan entretenidos con moderneces. Por cierto que los
picatostes son los “croutons” franceses, a ver si así nos
animamos a probar esta saludable exquisitez.
Algunos las datan, a estas gachas
dulces, en el neolítico, mejoradas por la cocina musulmana, que
añaden el aceite de oliva, ahora denominada estúpida y a veces
falsamente AOVE, añadiendo también el anís y la canela, y siendo
consideradas elementos característicos de “la cultura del hambre “
- hay culturas, y tontos, pa tó - perviviendo tanto como esta
hasta la segunda mitad del siglo pasado.
Cualquier receta sirve, ingredientes
sencillos y económicos, elaboración fácil, cualquier día me
pongo, y supongo que solo necesitan un poquito, unos cominitos
metafóricos, de cariño.
Por cierto, que no pude aguantarme el
darle las gracias de manera inusual a aquel mesero perfecto:
-Si me toca la lotería, o me cae
alguna concejalia, te pienso ofrecer el puesto de mayordomo. -¿Que
dices?-
-Va a tener que ser la de urbanismo -
me contestó, mientras nos despedimos con sonrisas reciprocas.
Y es que...
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