martes, 28 de septiembre de 2021

LIBROS O NABOS.-

 



¿Nabo hay? No hay para mí perdiz que se le iguale: coman, que me huelgo de verlos comer.

(Quevedo)

¿Libros hay? No hay para mí serie que los igualen: lean, que me huelgo de verlos leer..

(versión apócrifa)


Querido amigo, me pillas leyendo “El tiempo amarillo”, las memorias de D. Fernando Fernán Gómez, hijo de madre soltera arropado por su abuela Carola. Una historia de cómicos, hijos y nietos de cómicos. Todavía no comprendo el menosprecio de estos por parte del vulgo y de sus dirigentes. Jamás hicieron el menor daño a nadie, no como otras estirpes y, en todo caso, nos proporcionaron inestimables horas de felicidad, o algo que se parece bastante.


!Querido amigo!, repite de vez en cuando a lo largo del texto, Erasmo a Tomás Moro, a quien dedica su “Elogio de la estulticia”, que figura con un título mostrenco en los anales de la literatura, “Elogio de la locura”. Al fin y al cabo Tomás tampoco era tan moro como para que exhibieran su cabeza en el cesto en la pica, igual que en sus manos hicieron los vengadores de nuestros conscriptos masacrados en el norte de África, hace ahora cien años.

La decapitación del bueno de Tomás Moro fue por otra razón, razón de estado, y le supuso martirio y santidad, santo desde hace bien poco. Aunque como a tantos otros, no le dieron a elegir entre los altares o la compañía hasta la ancianidad y más allá, entre amigos tan juiciosos y brillantes como Erasmo de Holanda.

También citaba con frecuencia Miguel de Montaigne a su amigo del alma, es decir de las convicciones compartidas, Etienne de la Boétie, ambos fueron presentados y ensalzados en magníficos ensayos biográficos por Estefan Zweig, el de pronunciación imposible para un servidor. Este último murió sin amigos y de mala, malisima manera, convencido de que la estulticia criminal lo perseguiría hasta cualquier lugar del mundo en que se escondiese, como judío ya era reo, y sin el menor futuro de santidad oficial, que la oficiosa resultó ser otra cosa, gracias a dios. Tampoco el sitio donde intentó esconderse Zweig, Petrópolis, le sirvió de mucho, y mira que era y es difícil de encontrar.


Viene a cuento este embarullado preámbulo, para justificar mi ausencia en la feria del libro, que se ha clausurado con los parabienes oficiales tras recaudar nosecuantos millones de denarios en sus casetas. Colocando al libro en general, y a sus adictos consumidores en el lugar último donde deberían estar, en el del gasto, del consumo, del dinero que todo lo ensucia, que lo he leído en las sagradas escrituras, o eso dicen otros que dicen que los han leído.


Uno huye de los mercaderes de casi todo, y de los libreros en particular, de las promociones literarias a través de los medios de comunicación con intereses explícitos en editoriales y de autores que intentan colarnos como los grandes genios del pasado mañana, de corrientes literarias que suelen tener un origen tan natural y tan olvidado como el de la paternidad de FFG. Va a ser que la tontería estulta, esta del heteropatriarcado, tampoco se sostiene. De FFG tengo una canción, pendiente de hacerla sonar en la tierra de mis ancestros, que es obviamente la de mi infancia, la única patria, que debería llamarse matria, por razones obvias, que existe, llamada “Allamerde” creada por Los Coronas y donde se escucha al barbas diciendo aquello de “Sí. Soy un maleducado ¿Y qué?”. Consistiendo el estribillo, en su expresión favorita, o sea en el título citado.


Cada vez hay más libros en el anaquel y, cada vez el tiempo que nos queda , finito él, disminuye proporcionalmente a la colada libresca que fluye del volcán de la Cumbre Vieja, Gutenberg.

Así que estoy cancelando deudas con aquellos que figuraban en los libros de bachillerato junto a otros citados tantas veces por esos escritores, todos queridos amigos, que me condicionan a una selección precisa y limitada de clásicos pendientes de leer, no siempre de disfrutar.

Me van a perdonar los paisanos del siglo de oro, pero he dejado a medias criticones de Gracián e incluso vidas de buscón llamado Pablo, de Quevedo, uno por ininteligible y el otro por marrano en el genuino significado de la palabra, sin segundas, cosa que se evidencia una vez terminado el glorioso primer capítulo del que se pueden memorizar páginas enteras para convertirnos en divertidos cómicos de los que antes hablaba.


Después de varias decepciones me encuentro con una maravilla de colores, que en Sevilla es una maravilla hiperbólica, como ha resultado ser “El elogio de la estulticia”.

Supongo que el prologo de José Antonio Marina ha tenido algo que ver, como esas tapas de jamón cortado con la precisión y el saber milenario de quien lo pone de manifiesto. Adornadas con un par de arregañás secas y crujientes que te van abriendo, que no tapando, el apetito de ese menú largo y estrecho en la terraza del bar. También la traducción habrá tenido que ver en el asunto de la excelencia, el equivalente al servicio del gastrobar. -ya está aquí la estulticia. como si existiese un bar que no fuese gastro - y el menospreciar la importancia de esa parte fundamental de la restauración que es el servicio. En este caso parece que el traductor, Pedro Voltes Beu, quería facilitar la reconciliación del lector con esta cumbre de la literatura que, a pesar de figurar en los textos de bachillerato, le ha sido esquiva hasta ahora. Ese es otro asunto fundamental, el disponer de la edad mental adecuada para acercarse a ciertas obras. Me produce cierta risa sofocada cuando escucho a algunos precoces lectores presumir de haber leído, o releido a Kafka, Joyce o incluso a Kierkegaard antes de los quince años. A pesar de la certidumbre o la confianza en ellos, no deja de de ser un despropósito, un desperdicio de tiempo y neuronas. Yo, que los estoy dejando para cuando me lleven a la residencia, junto a los discos de Mahler y de Wagner, puedo constatar que hay una edad a partir de la cual uno puede perderse dentro del universo de Faulkner o de Benet, sin riesgo de perder allí la razón, ni necesidad de presumir del asunto. La precocidad no puede servir como palanca a la vanidad, es unicamente una anomalía que generalmente pasa factura más tarde, con su correspondientes intereses.


Y es la vanidad una de las innumerables formas con que se disfraza la estulticia para poner de manifiesto nuestra irracionalidad, nuestra locura, según demuestra Erasmo a lo largo, poco, y ancho, enorme, de su tratado al respecto. Infinidad de capítulos, breves como el tiempo de que el escritor dispuso en su trayecto hacia la casa de su amigo, a veces desde el caballo, o dentro de ella, en la comodidad doméstica, que le presta Tomás Moro, a quien merecidamente le dedica este increíble catálogo de principios morales que vistos desde su negativo, a través de la estupidez humana, resulta un extraordinario revulsivo para el lector. 

Y no es solo que ponga boca abajo los fundamentos, las jerarquías y los vicios de la religión -de esta- y de la sociedad y sus gobernantes. Ya lo leí con Fernando Vallejo en “La puta de Babilonia” con la que tampoco consiguió este la ansiada excomunión, quizás porque el pecado era tan nefando que mejor fue no removerlo, por parte de la justicia romana, o vaticana o... En todo caso resulta increible que Erasmo llegase a morir “de viejo” tras escribir y publicar el elogio en medio de la lucha entre fanáticos de la reforma y la contrarreforma, con sus eficientes inquisidores.


Curiosamente, resulta muchísimo más elegante, digerible y seguramente perdurable, el repaso que había dado Erasmo a la institución eclesial, con una anterioridad de cinco siglos, al exabrupto de Vallejo. Y lo que le presta clasicismo y un lugar en la estantería de los imprescindibles es que el lector se siente aludido desde el primer capítulo, en primera persona, a quien va dirigida la retahíla de errores que va, inevitablemente supongo, a condicionar su vida. El como este sabio, en 1511, podía prever mi estupidez, y el como me la muestra, ahorrándome centenares de horas de divanes de psicólogos y siquiatras, para mi no deja de ser un misterio gozoso, de esos que uno no quiere despejar definitivamente, tan solo disfrutar con el hecho de que alguien como Erasmo vuelva transparentes la mitad de los velos que ocultan la visión real de los secretos de la vida. Algo muy necesario, una vez cruzado el equinoccio otoñal y antes de que lleguen las cataratas al cristalino, que para esas si tenemos soluciones o recetas. En cambio, para la tontuna, la necedad adquirida, solo me queda asumirla. Saber que no estas solo, que no es poco, y evitar la pretensión y el esfuerzo de intentar evadirte de ella. Es infinita.


Elogio de la locura o Encomio de la estulticia

Erasmo de Rotterdam




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