sábado, 3 de septiembre de 2022

DE TRIPAS CORAZÓN.-

 PUBLICADO EN LA REVISTA NAC CER DE LA ASOCIACIÓN NACIONAL DEL CANCER EN SU 50 ANIVERSARIO


Llevamos tres años envueltos en una espesa niebla que al principio creímos resultarÍa breve, liviana e inofensiva, ya sabemos que no lo era. Y hasta que muchos no fueron envueltos por ella y conducidos a las tinieblas que preceden al rio Estigio, aquel que limita el mundo de los vivos del de los que dejaron de serlo, no valoramos la certeza de una realidad que nos retrotraía a las grandes epidemias, en una época lejana, cuando los recursos para sobrevivir ante una naturaleza adversa que se rebelaba contra la humanidad, no iban más allá de las creencias religiosas, de culpar a Gomorra, ahora Vuhan, y de huir en cualquier dirección, como intentase Lot ante la inminente destrucción de su ciudad.


Tan perdidos como ellos nos encontramos, comprobando que el barquero de la leyenda, Caronte, no puede llevar en su barco a todos los que súbita y masivamente pretenden cruzar el Hades. Demasiado sugerente la imagen de los féretros amontonados sobre el hielo, a la espera de una cristiana sepultura, y su comparación con los grabados sobre las catástrofes medievales, e incluso sobre la gripe que, un siglo atrás, inició la contabilidad de sus fallecidos por millones, rivalizando con el jinete del caballo rojo, la guerra. Con la particularidad de que hace un siglo, los niños y los jóvenes no se diferenciaban de los ancianos a la hora de considerarlos vulnerables, palabra que hemos adjudicado a los mayores para reservar al resto la categoría de inmortales, tal es nuestra ingenua osadía.


La historia nos confirma que no resulta novedoso el contemplar la humanidad, a la que pertenecemos, sometida a un mal desconocido, por más que la ciencia intente convencernos de su esencia natural, algo realmente familiar y de previsible corta duración. Evidentemente algo que la historia repite como la aparición del cometa Halley, o las tormentas solares, y que, a pesar de la fortuna de vivir en tiempos infinitamente mas confortables que los pretéritos, no puede ni debe alejarnos de la idea de nuestra finitud e insignificancia. De lo azaroso que resulta ser un individuo que sobrevive, como miembro de un grupo que no deja de perder componentes, en medio de la niebla que no nos deja ver hacia donde nos lleva el barco, si a las rocas o a un mar calmo, siendo además personas de tierra adentro, de secano, a los que ciertos discursos apaciguadores hace tiempo que dejaron de suponer consuelo alguno.


Nos queda la ilusión de salir de este atasco, mas pronto que tarde, y el aprovechar este tiempo de oscuridad como sociedad para renacer en mejores condiciones, o al menos no caer en los errores de aquella penúltima vez, la depresión mundial tras la gripe española, que condujo al mayor desastre del siglo pasado, y que no fue causado por un virus, ni por un arrebato de la naturaleza, tan solo por el egoísmo, o su sinónimo, la estupidez colectiva.

Aunque sea solo un sueño esperar, tengamos fe en que esta vez resulte diferente y sepamos convertir la necesidad en virtud, haciendo de tripas corazón. No nos queda otra alternativa.


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