“Con la ilusión que yo traía, con lo contento que venia yo”
(Pepe Isbert en El Verdugo, cuando llega a su casa - le acaban de dar el piso-, y pilla a Manfredi y a Emma Penella medio desnudos)
No le queda otra que mirar para otro lado, resignarse ante los hechos consumados y dejar la mente en blanco, supongo, como llevamos haciendo desde ni se sabe cuando.
Vale, de acuerdo, hemos transigido, tragado la dura y amarga píldora, al aceptar que no hubo hechos censurables, por no decir punibles, atribuibles a los gobernantes y sus secuaces, antes o después del 75. Ya se sabe que cuando uno escribe antes está hablando de ese largo e inacabado periodo de paz que comenzó con la Victoria, con mayúsculas, y cuando es sobre después del 75, el gerundio interminable, donde los herederos solo tuvieron que cambiar algunos nombres en el registro hasta que las nuevas camadas, hijos y nietos, bisnietos de aquellos, han olvidado y lo que es peor ignorado, la historia de hace un siglo, de amnistia y libertad para los encarcelados sin importar la causa, café para todos -ni tan siquiera tienen publicistas inspirados- a la vez que se toleraba a la fuerza un federalismo que no era tal, con la asunción de repúblicas dentro de la república, y no precisamente la de Cartagena.
Claro que, ahora es impensable que se repita la tragedia. De hecho la amnistía es solo un trampantojo, tienen nombre y apellidos los amnistiados, nada de urbi et orbe, y lo de los refrendos populares y secesionistas dejarán de constituir una amenaza para las autonomías más desfavorecidas del país, que corren el riesgo de dejar de serlo, autonomías, en tanto la ambición de los nuevos césares se vea colmada con el cetro y el asiento aterciopelado, su anhelo.
Hay no obstante un comodín en la partida de cartas que estamos jugando, llamado Europa, que nos aporta una tisana tranquilizadora aunque sea a expensas de la infusión de adormidera, que tenemos guardada en el vasar para cuando la abuela se queja de dolor o el lactante llora desconsoladamente.
Los creyentes pueden dormir tranquilos, incluso sin necesidad de ingerir caldos estupefacientes. Creyentes en Europa, claro está. Los que dudan de la gestión que esta está haciendo en la tragedia inmigratoria, en la guerra en sus fronteras, o el uso y abuso de combustibles fósiles y ajenos, la tolerancia con socios que incumplen las normas del consejo de vecinos y en la parte mas dolorosa para la supervivencia familiar, el puchero, con una inflación que es incapaz de frenar, con esa Europa que supuestamente nos va a proteger de la vuelta a la miseria, los agnósticos ya no lo tienen tan claro.
Algunos ya somos mayores, en el mejor sentido del termino, aunque toleremos que nos llamen babyboomers, sin el menor mérito para serlo, mas allá de la propaganda y el confort de unas inmerecidas, para algunos, pensiones.
Resulta asumido por los sabios que en el mundo han sido, que con la edad suele acrecentarse la sabiduría, también la tontería, y que la experiencia sirve, al menos, para no errar demasiadas veces en la piedra del camino, que los huesos ya están suficientemente atribulados por su desgaste para añadirles golpes gratuitos.
Ello nos sitúa en idéntica actitud que la de Pepe Isbert, en el papel del verdugo a quien acaban de conceder una vivienda de protección oficial, que no podrá disfrutar si no consigue un sucesor para continuar su estimable profesión, su maestría en el manejo del garrote, lo de vil ha sobrado siempre, al ajusticiado no hay que amargarle la perdida de la vida, ya tiene suficiente.
Mira para otro lado el inefable actor, y no puede evitar el asomar un guiño de esperanza en sus ojillos, un ligero babeo reprimido, al valorar el seguro emparejamiento de su hija con el apocado conductor funerario, quien terminará ejerciendo el oficio más denigrante de todos.
Perro viejo, y sabio, el pobre verdugo.
Lo de identificarse uno con los personajes de las películas, o de las buenas novelas, no deja de ser una falsa escapatoria. Resulta innegable que aquí hubo verdugos, aunque muy pocos como funcionarios, clases pasivas, o hijos del rey en la prosa ferlosiana, muchísimos e innombrables en la realidad de ese antes del 75, cuando a principios de los cuarenta, regresa a Italia el conde Ciano, condottiere brazo derecho de Mussolini y le escribe sobre los más de cincuenta mil que esperan ser fusilados en las cárceles, si bien los italianos son muy exagerados y el señor de los indultos fue muy piadoso dicen, aunque no aceptase jamás aquella oferta de las tres P: paz, piedad y perdón.
Puedo entender que haya gente tan enconada en la indignación por la injusticia y sobre todo en la supresión de ciertas paginas de la historia que, indudablemente, existieron. El borrado político tiene un sentido práctico, para sus beneficiarios, y el dolor tres generaciones después, afortunadamente, resulta inexistente. Seguro que en el vecino Navas del Madroño piensan lo mismo, aunque, inevitablemente algunos se vayan a la cama con la pregunta eterna: ¿Por qué?.
Muy difícil seguir mirando hacia el cielo, cuando lleva tanto tiempo sin llover.
Muy difícil comprobar que no estamos solos en esto de distraer nuestra atención con las serpientes de verano, con los periodistas amarillos que no cesan de mover el caldero lleno de excrementos porque su olor es el que tiene mayor demanda, fragancias.
Hay que intentar abstraerse de la tontería, infinita ella, y mirar al frente, que es el futuro y, si resulta inevitable, volver a empujar hacia arriba la piedra a la que estamos atados.
Ya digo que es más fácil identificarse con el verdugo que con sus victimas, con los héroes que con los villanos que estos dejan en el pudridero, pero todos tienen, tenemos, corazoncito.
Alguno hasta le regaló el reloj al verdugo.
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