Aceptamos a Rashomon como si fuese uno de la familia, tan
cercano y tan previsible que llegamos a olvidar que ni siquiera fue un
personaje, tan solo el nombre de un cuento de Akutagawa llevado al cine por
Kurosawa.
Desde entonces y a pesar de que su titulo aquí es “El bosque
ensangrentado” o algo parecido, se quedó entre nosotros con su mágnifico nombre
original, tres silabas iniciadas por erre ese y eme, perfecto para poder
recordarlo, incluso pronunciarlo. Con la boca cerrada, para no confirmar al auditorio,
sospechas sobre nuestro juicio.
El cuento es tan perfecto como original, una historia
narrada cuatro veces por otros tantos testigos y que se convierte con absoluta
verosimilitud en cuatro historias diferentes.
Para hacernos ver, mediante la ficción cinematográfica que eso que
llamamos verdad, eso que vemos como realidad, a veces…
A veces nos obliga a indagar, a comprobar y lo que resulta
harto molesto, a tener que discernir. Y ni aun así.
Generalmente nos quedamos con lo primero que nos cuentan,
sin valorar la fiabilidad del narrador, creemos lo que vemos escrito, con esa fe
ciega en la tinta desperdiciada que ha emborronado tantas páginas de la
historia, con el soplo de nuestro oráculo de cabecera, el intelectual, el
pensador que nos hizo soñar con pertenecer a su club privado, tal era la
aceptación de sus ideas por nuestra mente, carente de otras propias, sin
considerar que, en el mejor de los casos, era o es tan humano como nosotros o
como los personajes de Rashomon.
Nos queda la insistente necesidad de creer en algo, en
alguien, en alguno de los cuatro, aunque tengamos que hacer uso del Pinto Pinto
Gorgorito para elegir uno al azar y no volvernos locos, más locos.
Si un hecho puede multiplicar su significado ante todos aquellos
que lo contemplan en ese instante, la
confusión será con toda seguridad el estado que va a dominar a cualquier
observador alejado que tenga que fiar su referencia, forzosamente, al
testimonio ajeno. Si ya resulta difícil establecer la verosimilitud de todo lo
que nos es ajeno, de casi todo realmente, la desorientación puede alcanzar un
insoportable nivel, cercano al bloqueo mental, al considerar otro factor
agravante, y no menos real que el de las figuras japonesas.
Sucede con esos hechos que te ha marcado a sangre y fuego, esa
media docena, o docena y media, que te han supuesto un antes y un después,
generalmente dañino, lesivo para tu alma, o en todo caso turbador, lo
suficiente para que quede dando vueltas bajo tu almohada, donde te espera todas
las noches para recordarte antes del sueño, o en el interior de tus pesadillas,
que tu estuviste allí, entonces, y que algo que hiciste, o que dejaste de
hacer, merece al menos ser tomado en consideración por el juez supremo, el más
implacable, tú mismo.
Curiosamente esa situación, que no pertenece necesariamente a la
categoría de crimen y castigo, pero si resulta lo suficientemente desapacible para
merodear en tu recuerdo, va cambiando con el tiempo de escenario, y de sentido.
Hasta su fundamento moral primigenio parece diluirse ante la aparición de nuevos
datos, hasta ahora ocultos, de razones dotadas de una coherencia superior a las
que te encogieron el corazón hasta hace poco, y de una nueva visión de las
cosas, una placidez en la mirada del alma que llega a convertir en risibles a
aquellas escenas sobrecogedoras de las que, no obstante, te quedará una
cicatriz que será necesario rascar de vez en cuando, de un picor ciertamente
tolerable que llegas a agradecer, considerando que es tu mejor y más grato recordatorio de que
estas vivo.
El tiempo nos transforma indudablemente, y así sucede con
nuestros recuerdos, que flotan detrás de nuestros pasos como una estela
deshilachada a punto de confundirse con la vorágine – es el título de una peli
de Gene Tierney, y es bien bonita, la palabra, que la Tierney también, la peli Psé-
con la vorágine de cada día o con la penumbra del atardecer, la hora entre dos
luces, que no es otra cosa que una metáfora del tiempo cuando los recuerdos y
los sueños desaparecen definitivamente y que no, que espera un poco colega, Madadayo, que fue
la última de Kurosawa.
Y eso es lo que ha sucedido realmente con esa película, que
lo es, de la que quiero hablar, la que lleva medio siglo anclada en mi filmoteca mental, en la zona
especialmente dolorosa, aquella adonde no puedes regresar. Y mira que lo he
intentado un montón de veces, infructuosas todas, como si nada, como si jamás
hubiese existido en otro lugar que en el de la poco fiable, frágil, dudosa y
quizás hasta falsa memoria.
"Amor con amor se paga", era una historia mitad bélica, mitad costumbrista,
en la que el melodrama tomaba posesión del argumento,
y lo hacía en todo su
esplendor, con la muerte final de la pareja de ancianos bondadosos que habían
ayudado a aquellos que los ejecutarían, justo antes del “FIN”, o más bien “FINE”,
creía recordar.
Esconden a los guerrilleros de los militares, salvándoles la
vida, y la fortuna en forma de guion, los enfrenta a la tesitura de ayudar a
los militares en peligro de muerte, lo que los convierte automáticamente en
traidores y…
Terrible historia para un niño acostumbrado a que los
personajes, aunque también aparentaban morir, volvían a aparecer resucitados
en el siguiente cuadernillo semanal del Capitán Trueno o del Jabato, en dibujos
imperfectos a una sola tinta y que tan alejados estaban de la realidad que
no podían hacerle daño alguno, no interferían para nada en el cotidiano sueño
reparador.
Pero aquello fue algo bien distinto, los personajes parecían
de carne y hueso, se movían como seres humanos, y lo más grande es que tenían
sentimientos, y bondad, y eran capaces de dar la vida, conscientemente por
ayudar a otras personas. Quizás el paspartú de tragedia con el que se cerraba
la película, la inconcebible ejecución de aquellos abuelos por los “buenos”,
sería lo que marcase un antes y un después en la formación teatral -literaria-
cinematográfica - moral del pequeño espectador. Algo no cuadraba, y sigue sin cuadrar,
al parecer.
Por supuesto, la imposibilidad de encontrarla, de poder
volver a ver la película, la sensación de que solo existía en mi imaginación como un
sueño reiterado e irreal, no hizo otra cosa que magnificar a lo largo del
tiempo este dilema moral que se encerraba en un argumento cinematográfico.
Claro que ese concepto, dilema moral, aparrcería mucho después, igual que
sucedería con la etiqueta de neorrealismo que, también falsamente, le había asociado.
Han pasada cincuenta años, que para un inmortal no son nada,
lo reconozco, pero para muchos toda una vida, y de pronto, casi sin esfuerzo
adicional a la búsqueda pretérita, a los fracasos de ayudantes cualificados como
Spade o Marlowe, Maigret o Roberto Alcázar, se ha hecho la luz. Como en el caso
reciente de Aliki, que tanta polvareda ha levantado, al constatar que la chica
también era real, que no era invención mía, ni de Morel, todo ha quedado aclarado, o casi.
Resulta que mi primer error en el método de búsqueda estaba
en el título, “Amor con amor se paga”, entendido equivocadamente en su sentido
irónico o incluso sarcástico, o como lo que debería haber sucedido a la pareja,
el perdón, y no la muerte.
Y este es el auténtico: “El amor se paga con la muerte” “Am Galgen hängt die Liebe” de Edwin Zbonec, película alemana de 1960 ,
es decir de la RFA, negando la paternidad al cine italiano, y basada en la
mitología griega – tan oculta y pecaminosa, y por tanto proscrita para
nosotros, como la mismísima Biblia- concretamente en la leyenda, donde Júpiter (Zeus) busca
hospitalidad entre los humanos y solo la encuentra en el hogar de unos ancianos
griegos – La peli está ambientada y rodada en Corfú - a los que en
agradecimiento les concede un único deseo, que estos inmediatamente formulan,
el de morir juntos. El dios, que es muy suyo, los convierte en árboles que
entrelazan sus ramas para siempre. En el film, lo había olvidado, la venerable
dama pide un favor, al jefe de los partisanos, que le es concedido de
inmediato, morir junto a su marido.
La película tiene añadidos otros tintes harto beneficiosos
para el espíritu. Los desastres de la xenofobia, del enfrentamiento étnico
entre los isleños, que van a condicionar el disparate final. La nueva imagen,
lavado de, de los soldados alemanes en el cine de postguerra. No son tan malvados
como aparecen en el cine americano, aunque como en él, y como en la propia
historia, pierden, y mueren al final. Quizás Júpiter, dios de dioses y de la
guerra, tenga algo que ver con todo ello, y la visión primeriza, propia de un
niño, fue incapaz de apreciar lo que se escondía detrás de cada capa de la
cebolla.
De la que me ha quedado el olor, lacrimógeno o al menos exasperante,
la reflexión sobre el hecho de que los responsables del cine en el internado
religioso fuesen capaces de traumatizar de esta manera a una criatura de once
años. Por mucho que la peli hubiese obtenido el premio Dom Bosco, en el
festival de cine religioso de Valladolid que, ahora obviamente no se denomina
así, el premio, ni el festival que ha pasado a llamarse “De los valores humanos”
por aquello de intentar dejar de confundir el culo con las témporas.
Buena me la hicieron. Aguijón clavado bajo la piel durante
medio siglo. Estoy por dejarlo ahí dentro. De todas formas tampoco, a pesar de
Internet, podemos volver a verla todavía,
me temo. Am Galgen hängt die Liebe, ya digo.
P.D.- La chica era Marisa Mell, pero entonces todavía no estaba yo enamorado de ella, que fue mucho despues...
P.D.- La chica era Marisa Mell, pero entonces todavía no estaba yo enamorado de ella, que fue mucho despues...
Que bueno.Y que duro.Y que real
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