Para aquellos que crean que escribo sobre
cine.
Vimos esta, y tambien la leímos, en una
edad en la que su género era el de aventuras, marineros y ballenas, con la
desagradable particularidad de que el bueno, Gregory Peck, muere al final, y
que al principio un señor gordo suelta desde un púlpito – esto del púlpito
cortaba el rollo a más de uno, no creáis- un sermón ininteligible, aunque lo dábamos
por bueno, considerando que aquellos feligreses tenían pinta de protestantes, y
por tanto parecía coherente que el discurso fuese extraño, por diferente,
respecto a los previsibles dominicales de la parroquia.
La ballena encarnaba el mal – era el malo
– indudablemente, y el que al final se saliese con la suya no hizo otra cosa que
apartar la historia de la lista de aventuras favoritas y, por supuesto, de
aquellas que merecen ser vistas varias veces.
El segundo protagonista, el grumete que
nos cuenta la historia y toca el acordeón en pantalones cortos es, simplemente,
la antitesis del personaje, un Richard Basehart añoso y con esa cara tan
especial que tiene, como la de esos niños que nacen con cara de adulto y no
esperan a que sus prematuras arrugas maduren convenientemente. Parece evidente
que el papel tampoco era el adecuado para él, y el espectador juvenil se
distancia, el adolescente no se siente identificado y el rechazo a la película
no hace otra cosa que magnificarse.
Se ha escrito tanto sobre ella, la
novela, que uno no sabe si quedarse con la aventura iniciática del relator, o
con la trascendencia que Melville sitúa en el plano profundo del simbolismo,
como temible carga de profundidad que pone en entredicho la lucha del hombre
contra la naturaleza, o contra la divinidad en este caso, y como la locura y la
muerte pueden ser el castigo inevitable que - no conocen la doctrina Parot -
los dioses infligen a quienes los desairan.
Pienso si hubiese caído esta historia
mística de obsesión y venganza, en las manos de los autores europeos coetáneos
de Huston, Bergman o Antonioni, y me regodeo imaginando un final en un plano
larguísimo y silente en el que el cadáver de Moby, (que muere en la novela, y
no solo mata como aparenta en la película) flotando majestuosamente en un mar
calmo y atravesando la pantalla, mostrando docenas o centenares de arrogantes
cazadores, de codiciosos pescadores que no cometieron otro pecado que el confundir
el medio, matar, con su finalidad, alimentar a sus familias.
Básicamente esa es la tragedia que nos
aflige, las consecuencias de unas jerarquías que yerran repetidamente en su
afán de pragmatismo, y esa es la imagen que evoca la memoria cuando la adapto
al tiempo presente. Un país cadáver, flotando como todo mamífero marino, horas y
días después de su fallecimiento y cubierto su lomo, por los restos de una
encarnizada batalla en la que no ha habido vencedores, ni tampoco
supervivientes.
Restos de capitanes Ahab, mandatarios,
dirigentes, responsables de la muerte de un animal mitológico, país, y de la
suya propia, enredados en las cuerdas, en los cabos de decenas de arpones, de
armas sanguinarias, que han perforado una y otra vez los fundamentos de la convivencia,
la justicia social y de la dignidad humana, palabras que se alejan mezcladas con
la fetidez propia de la descomposición de toneladas de carne roja, que no
servirán de riqueza ni de alimento para puerto ballenero alguno. Tan solo para
los depredadores marinos, las gaviotas, los cormoranes arriba y los escualos abajo
que prestan a la imagen, momentáneamente, un movimiento evanescente.
Vuelve Melville a jugar con el pretérito
imperfecto en una historia que, como todas, no tienen finalidad alguna, ni mucho
menos la del aprendizaje. Al menos eso dice Baruch Espinoza, trescientos años
antes que Herman Melville, que la historia es la única disciplina del conocimiento
que no lleva a ninguna parte, que no enseña nada que no esté con anterioridad
en el corazón de los hombres.
Hombres como los de Billy Budd marinero o
los de Benito Cereno, que optan en barcos similares al Pequod - a su vez símbolo
de la humanidad entera- por rebelarse contra jerarquía injusta y despótica,
ofreciendo la otra cara del cuento, la combativa de los que luchan por la
supervivencia ante un panorama que no ofrece otra salida.
Salidas que no ofrece tampoco Herman
Melville en el desenlace de sus novelas marinas, si bien ante la muerte, la
esclavitud o incluso el canibalismo, la mente del lector forzosamente toma la única
dirección posible.
Dicen que un gran cachalote blanco hundió
al ballenero Essex y que sus supervivientes, en una isla desierta, llegaron a
devorase unos a otros, o al menos eso relataron los que quedaron vivos.
De aquellos hechos surgió una obra
maestra de la literatura, de esta una aceptable película, y de aquella el
presentimiento que me aflige.
Y es que ya no sé qué resulta más
perjudicial para el alma, si los libros, el cine, o simplemente el pensar.
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muy bueno...
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