miércoles, 19 de febrero de 2014

Moby Dick.- (La película).



Para aquellos que crean que escribo sobre cine.
Para los demás, va a ser que no.


Vimos esta, y tambien la leímos, en una edad en la que su género era el de aventuras, marineros y ballenas, con la desagradable particularidad de que el bueno, Gregory Peck, muere al final, y que al principio un señor gordo suelta desde un púlpito – esto del púlpito cortaba el rollo a más de uno, no creáis- un sermón ininteligible, aunque lo dábamos por bueno, considerando que aquellos feligreses tenían pinta de protestantes, y por tanto parecía coherente que el discurso fuese extraño, por diferente, respecto a los previsibles dominicales de la parroquia.

La ballena encarnaba el mal – era el malo – indudablemente, y el que al final se saliese con la suya no hizo otra cosa que apartar la historia de la lista de aventuras favoritas y, por supuesto, de aquellas que merecen ser vistas varias veces.
El segundo protagonista, el grumete que nos cuenta la historia y toca el acordeón en pantalones cortos es, simplemente, la antitesis del personaje, un Richard Basehart añoso y con esa cara tan especial que tiene, como la de esos niños que nacen con cara de adulto y no esperan a que sus prematuras arrugas maduren convenientemente. Parece evidente que el papel tampoco era el adecuado para él, y el espectador juvenil se distancia, el adolescente no se siente identificado y el rechazo a la película no hace otra cosa que magnificarse.

Se ha escrito tanto sobre ella, la novela, que uno no sabe si quedarse con la aventura iniciática del relator, o con la trascendencia que Melville sitúa en el plano profundo del simbolismo, como temible carga de profundidad que pone en entredicho la lucha del hombre contra la naturaleza, o contra la divinidad en este caso, y como la locura y la muerte pueden ser el castigo inevitable que - no conocen la doctrina Parot - los dioses infligen a quienes los desairan.

Pienso si hubiese caído esta historia mística de obsesión y venganza, en las manos de los autores europeos coetáneos de Huston, Bergman o Antonioni, y me regodeo imaginando un final en un plano larguísimo y silente en el que el cadáver de Moby, (que muere en la novela, y no solo mata como aparenta en la película) flotando majestuosamente en un mar calmo y atravesando la pantalla, mostrando docenas o centenares de arrogantes cazadores, de codiciosos pescadores que no cometieron otro pecado que el confundir el medio, matar, con su finalidad, alimentar a sus familias.

Básicamente esa es la tragedia que nos aflige, las consecuencias de unas jerarquías que yerran repetidamente en su afán de pragmatismo, y esa es la imagen que evoca la memoria cuando la adapto al tiempo presente. Un país cadáver, flotando como todo mamífero marino, horas y días después de su fallecimiento y cubierto su lomo, por los restos de una encarnizada batalla en la que no ha habido vencedores, ni tampoco supervivientes. 

Restos de capitanes Ahab, mandatarios, dirigentes, responsables de la muerte de un animal mitológico, país, y de la suya propia, enredados en las cuerdas, en los cabos de decenas de arpones, de armas sanguinarias, que han perforado una y otra vez los fundamentos de la convivencia, la justicia social y de la dignidad humana, palabras que se alejan mezcladas con la fetidez propia de la descomposición de toneladas de carne roja, que no servirán de riqueza ni de alimento para puerto ballenero alguno. Tan solo para los depredadores marinos, las gaviotas, los cormoranes arriba y los escualos abajo que prestan a la imagen, momentáneamente, un movimiento evanescente.

Vuelve Melville a jugar con el pretérito imperfecto en una historia que, como todas, no tienen finalidad alguna, ni mucho menos la del aprendizaje. Al menos eso dice Baruch Espinoza, trescientos años antes que Herman Melville, que la historia es la única disciplina del conocimiento que no lleva a ninguna parte, que no enseña nada que no esté con anterioridad en el corazón de los hombres.
 
Hombres como los de Billy Budd marinero o los de Benito Cereno, que optan en barcos similares al Pequod - a su vez símbolo de la humanidad entera- por rebelarse contra jerarquía injusta y despótica, ofreciendo la otra cara del cuento, la combativa de los que luchan por la supervivencia ante un panorama que no ofrece otra salida.

Salidas que no ofrece tampoco Herman Melville en el desenlace de sus novelas marinas, si bien ante la muerte, la esclavitud o incluso el canibalismo, la mente del lector forzosamente toma la única dirección posible.

Dicen que un gran cachalote blanco hundió al ballenero Essex y que sus supervivientes, en una isla desierta, llegaron a devorase unos a otros, o al menos eso relataron los que quedaron vivos.

De aquellos hechos surgió una obra maestra de la literatura, de esta una aceptable película, y de aquella el presentimiento que me aflige.

Y es que ya no sé qué resulta más perjudicial para el alma, si los libros, el cine, o simplemente el pensar.

 
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1 comentario:

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