Seré asesinado, I will be murdered, Justin Webster 2013
Si la realidad corresponde con los titulares cotidianos, si
estos son veraces, parece razonable que el lector intente ubicarlos en la
nebulosa de lo ficticio. Haciendo un ejercicio de prestidigitador sublime,
negándose a enfrentarse al dolor que a cualquier persona sensible producen las
noticias, se transforma el receptor en ficción, como si su vida fuese escrita,
inventada por un narrador que mantiene al personaje flotando en el limbo de las
intenciones argumentales del autor y, ciertamente separado de esa realidad
dañina.
Por eso, cuando vemos el enunciado de cualquier trabajo que
se precie de usar esa palanca para conseguir nuestra atención: “La realidad
supera a la ficción”, lo damos por cierto, incluso despreciamos la oferta por
banal, y elegimos la historia ficticia que no renuncia a su categoría, aquella
donde podemos además sumergirnos sin peligro de sufrir una daño real, ni
siquiera correr el riesgo de encontrar similitud alguna con lo que está
sucediendo a este lado de la pantalla, o del libro.
Así ha sido casi siempre, y también casi siempre, desde las
primeras tragedias puestas en escena, mediante el deus ex machina, los autores
conseguían recuperar la atención del público mediante artefactos sorprendentes.
Uno cree que lo ha leído todo, que después de doblar el
número de películas vistas, sobre las tres mil que Bodganovich reconocía haber
contemplado antes de ponerse detrás de una cámara, vuelve a asombrarse de la
vuelta de tuerca que el autor ha dado aquí a su historia. Y en este caso resulta ser
realmente su historia, no solo como autor sino también como protagonista de
ella.
Con el mismo comodín que usa LeCarre en sus novelas. “Yo no
las he vivido, pero ya conocéis mi pasado como espía del M6 y, como esto que os
cuanto puede ser cierto o no, pero en todo caso es verosímil para vosotros”.
Más allá todavía en esta ocasión. “No solo soy el protagonista
sino también el motor de la historia sin mi esta no habría sucedido jamás, y
que conste que solo os estoy ofreciendo un documental verdadero, un negativo
especular de esos falsos documentales que tanto os divierten, que os invitan a sumergiros en esa falsa
realidad que usáis como droga alienante de la verdad”.
Y otra vuelta más, una historia real, tanto como nuestra fe
en ella pueda consentir. ¿Por qué tengo que creer lo que me está contando?
Inquiere al rapsoda una periodista acreditada.
- No tiene que creerlo, solo que yo no tengo otra respuesta que la que
le he dado, si bien debe saber que para el hijo del muerto ha sido suficiente-
le responde, y suponemos el rostro estupefacto de la chica y la imaginamos
tragando saliva.
Luego está la perfección narrativa, la estructura clásica de
la obra teatral con su presentación, aterradora para atrapar al espectador e
incluso levantarlo de su asiento, el nudo dramático al que va aportando
información encadenada para construir la estructura imprescindible para
cualquier dramaturgia, finalmente el desenlace, nuevo, novísimo, nunca visto en
las innumerables historias, reales o ficticias, que se han presentado
anteriormente frente al espectador, y luego lo mejor, el retrogusto de la cata
perfecta, las ideas que comienzan a surgir en tu cabeza y que dos días después
siguen aportándote conclusiones irrebatibles que solo te llenan de congoja ante
la eterna relación entre el poder, las pasiones , la severidad de los dioses y
los resultados arbitrarios y a menudo contraproducentes de cualquier actuación
bienintencionada perteneciente a esa hidra a la que llamamos geopolítica.
Todo ello aparece en el documental-pelicula-novela-obra
teatral-noticiario televisivo, como quieran llamar a este nuevo género para el
que sugiero la etiqueta: “Seré asesinado” o más propiamente "Si estás
viendo este vídeo es que he sido asesinado".
También la originalidad está en su autoría, la del
director guionista montador, que da su
nombre como primer responsable, la del fiscal protagonista de la historia,
factótum remedo de los héroes de LeCarre y que solo se diferencia de ellos en
que no solo no muere al final, sino que continua vivo extendiendo los detalles
a través de sus innumerables apariciones en los medios, coautor imprescindible,
sin olvidar a quien realmente inventó el título y pensó minuciosamente el
argumento que comienza con su propia muerte, como en las mejores películas.
Vale, es solamente un documental sobre la violencia en un
país dictatorial y centroamericano, redundancia tan estúpida como necesaria, y
el que supere en originalidad a la ficción solo nos sirve, en principio, para
ubicarlo junto a ella, y para reconocer que hemos contemplado una gran
película, un thriller de primera.
Pero una semana después sigo descubriendo asuntos ocultos,
claves y personajes cuya ausencia en el mismo les presta una relevancia
increíble en el argumento, en cualquiera de los otras argumentos que se
extienden sobre la mesa del lector, abrumándolo con nuevas historias que tendrá
que completar con su parco dominio de los diferentes géneros que se anuncian en
cada enunciado de esos capítulos inéditos: crimen pasional, golpe de estado,
violencia explícita y asesina, y la sospecha, las sospechas sobre la veracidad,
y la moralidad del tinglado internacional que lo sustenta y al que todos
pertenecemos.
Cierto que Guatemala queda lejos, y que es un país pequeño,
quizás pobre, aunque en él vivan según vemos, mucha gente, infinitamente mejor
que en los países digamos occidentales. Los del tercer mundo, o en vías de
serlo, como alguno bien cercano, dejan de ser occidentales por alguna razón que
desconozco. Quizás sea una secuela de cuando el mundo era de izquierdas o de
derechas, y también eso aparece en el documental, sin necesidad de contarlo.
El asunto de los pistoleros, también llamados sicarios, o el
de la impunidad que los sustenta, tampoco nos resulta extraño, por más que las
pistolas y los asesinatos callejeros sean algo exótico en nuestro medio. Nada
extraño su caldo de cultivo, el poder, siempre ajeno y lejano, sus luchas
internas y sus víctimas colaterales y, sobre todo, la situación de la justicia
en un mundo virtual, donde la política y el poder económico consustancial a la
misma, periódicamente nos hacen saber quién manda aquí, y quien seguirá mandando.
Hasta anecdótico me resulta el tema de los asesinos a sueldo, también los hemos
tenido por aquí en tiempos no tan lejanos, y tan solo hace falta que la
impunidad como patrón especifico de nuestra sociedad continúe tolerando los otros crímenes, y criminales, los que
hasta ahora no han vertido sangre alguna, para que podamos contemplar el
documental en su totalidad como algo propio.
Tampoco mencionan el episodio de la quema de la embajada
española, y es que hasta nauseas me da el llamar episodio a las docenas de
muertes violentas, al salvamento exclusivo del capitán, y al silencio
programado de las autoridades y de la sociedad española sobre dicho “episodio”.
Sí, lo menciona el protagonista, el fiscal Castresana en
entrevistas y foros promocionales del documental, igual que lo hace con otras
pistas, indicios que hacen pensar, razonar y lamentarnos a quienes lo hemos
escuchado.
Frágil es la memoria colectiva, y esa es otra falacia, no
existe la colectiva y si la personal, que afortunadamente perdura hasta que el
espectador abandona la sala. Lo que suceda en la calle, o fuera de las páginas
del libro, esa es siempre otra historia,
que resultará difícil o imposible cerrar completamente, por más tiempo e interés que le dediquemos.
En todo caso, siempre hay que dar las gracias a autores valientes, como
estos, que nos sugieren que no siempre las cosas son como parecen, aunque a
veces el mero parecido pueda ser realmente instructivo y provechoso para quien
pueda digerirlo. (Hablo, obviamente de Rigoberta Menchu, aunque me hayan inspirado los artistas televisivos).
Las novelas de Chesterton, de Edgar Wallace, de Peter Cheyney, de LeCarre, de Simenón, De Doña Agatha y de Doña Patricia, todas dentro de mi cabeza, con una pequeña variación, el asesino es el detective que también es el protagonista, que muere al principio y que resuelve su crimen gracias a su falso asesino y a la hipócrita presión mediática de organismos que pretenden auto justificar su existencia y que, con episodios como este, casi lo consiguen.
El héroe Castresana lo es a medias, bien sabemos que
defender a un poderoso no tiene el mismo valor que el sostener una acusación
contra él, y que los medios empleados para exonerarlo serán ilimitados si es
preciso.
Todavía recuerdo el discurso de JFK preguntando a sus
electores que es lo iban a hacer ellos por su país y no que esperaban conseguir
de él. Y, a pesar de sospechar la demagogia implícita en la trampa (saducea)
que seguramente gestaron sus asesores y que luego, en Vietnam, se vería como lo
que realmente era, truco o trato, me parece una espléndida manera de ver un prócer,
o aspirante, dirigiéndose a su público.
Esperando estoy, a ver alguno de los nuestros lanzando
verdades por la pantalla mentirosa, acusando a los realmente responsables, los
presuntos ciudadanos, y llamándolos pecadores, condenándolos a las llamas, como
en los ejercicios espirituales ignacianos que, al menos servían para que alguno
se plantease si sería bueno, y hasta cuando, seguir haciéndose el tonto.
Y es que, le das vueltas al guion, y mira que es bueno, y
comienzas a ver las fallas, los errores que permiten el que un hecho tan
singular termine con un final tan extraordinario, y llegas a la eterna
conclusión, de cómo podremos ser tan estúpidos, y creer que la realidad puede
llegar a tener idénticas reglas que la novela policiaca.
Creo que voy a volver a aquella de Edgar Wallace en que el
asesino no pudo entrar en el cuarto de su víctima, ya que este tenía la puerta
cerrada desde dentro, con la llave puesta.
Ahí los trucos, y las trampas, resultan divertidos, pero en
la vida real no tienen ninguna gracia...
P.D.- Todavia podeis verla, a través de la web de RTVE .
P.D.- Todavia podeis verla, a través de la web de RTVE .
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