Dicen que el ámbar tiene propiedades curativas, que el simple
contacto con la resina milenaria puede configurar, para bien, los parámetros de
nuestras constantes vitales. De hecho en algún intervalo de mi vida, difícil de
precisar el cuándo, he llevado en el bolsillo un trozo de ámbar en la más noble
de sus presentaciones, la de un trozo informe, a medio pulir, totalmente
alejado de la baratija de bazar oriental en que suele acabar transformado por
manos y mentes para las que solo existe un modo vital que supere al barroco,
obviamente el plateresco.
Doy fe de lo agradable de su contacto, en la palma de la mano
ociosa, y el cómo esa ocultación a los extraños que permite acariciarla dentro
del bolsillo, ese placer solitario, supone un beneficio adicional, el de no
tener que dar explicaciones, evitando recibir la solidaridad ajena y el tener que
justificar el optimismo del que práctica tan sencilla y benefactora terapia.
Tiempos ociosos los que permiten costumbres y actitudes
relacionadas con pequeños e imprescindibles placeres, y la dedicación a
actividades ciertamente religiosas, a la devoción a dioses menores y necesarios.
Luego te introduces en un mundo desconocido, en un bosque
donde cada árbol, cada arbusto, te impide ver los obstáculos que están detrás
de ellos, otros árboles y otros arbustos, y te pasas todo el tiempo apartando
hierbas, mirando el suelo antes y después de cada paso, y solo en contadas
ocasiones levantando la cabeza para buscar un camino que solo construyes al
deambular, y que se revela cansino y extenuante, cotidiano y a la vez sorprendente.
Cuando llegas a un claro, a una etapa que te permite otear el
horizonte cercano y limitado al alcance de tu mirada, te encuentras en un
lugar que no habías esperado, ni siquiera imaginado, vendiendo periódicos en un
kiosco ajeno, a miles de kilómetros del lugar donde te introdujiste en el
bosque por primera vez.
Y es aquí, otra vez, donde la mano derecha, la inútil para aquel
maestro, descansa sobre la piedra pisapapeles que está junto a la caja,
agradeciendo el frescor que trasmite a la palma durante los meses de verano en
los escasos momentos cuando los compradores se ponen de acuerdo para darme
tiempo a reponer estanterías, y desatar los paquetes de la prensa apilada junto
a la puerta. Vuelve la mano a reposar buscando su contacto y algo más.
Hoy es domingo, dia de trabajo extra, en el que resulta difícil
descansar un solo instante, doble trabajo y doble recaudación, con la esperanza
siempre satisfecha de la única tarde libre en toda la semana.
Inicio la jornada en una ciudad dormida en ese agradable
segundo sueño después de escuchar sonar inútilmente el despertador, de ser silenciado
por su innecesario aviso en el dia de descanso.
Repartidores que aprovechan la escasez de tráfico rodado y la
por una vez sorprendente celeridad de su tarea, noctámbulos a los que la noche
ha detenido el reloj en la barra de algún bar, perezosos en su andar sincopado
cuando no errático, como si el GPS se les hubiese atascado en el inefable
“recalculando el recorrido”, o como si el desinterés por regresar a sus
viviendas se hubiese convertido en el temor de llegar a ellas.
Alguna figura extraña,
sorprendente por carecer aparentemente de sentido entre la fauna mañanera que
puedo atisbar a través de la puerta diáfana, que es la boca de la ballena en la
que cual Jonás me encuentro atrapado.
Hoy ha sido esa pareja asimétrica y andina, ese gigante cheposo envuelto en un gabán rancio por anticuado y por el uso abusivo e inveterado, la cabeza soldada al tronco como si el cuello jamás hubiese tenido otra utilidad que la de justificar continuidad entre dos estructuras rígidas que aparentan ser una sola, las piernas que presumo enormes a juego con sus brazos, y que el abrigo funde en una mancha grisácea donde los bolsillos seguramente guarden unas manos a tono con el personaje.
Hoy ha sido esa pareja asimétrica y andina, ese gigante cheposo envuelto en un gabán rancio por anticuado y por el uso abusivo e inveterado, la cabeza soldada al tronco como si el cuello jamás hubiese tenido otra utilidad que la de justificar continuidad entre dos estructuras rígidas que aparentan ser una sola, las piernas que presumo enormes a juego con sus brazos, y que el abrigo funde en una mancha grisácea donde los bolsillos seguramente guarden unas manos a tono con el personaje.
Los veo pasar de perfil tardío, casi un escorzo que me deja
ver una narizota y una mandíbula prominentes, el pelo de un negro apagado y tan
abundante, que su exceso me reconforta ante la progresiva transparencia
de mi escasa pelambrera, de ese gris oscuro que las preñadas nubes de otoño comienzan
a ennegrecer bajo la luz del sol oculto
y mortecino, y que uno acepta como precursor de
la nieve que quizás vendrá después. Este
azabache venido a menos del antaño hercúleo paisano, esa abundancia que no dudo
será la tarea agotadora que haga temblar, o quizás disfrutar, a algún peluquero
poco habituado, no me da ninguna envidia.
Dije andina y puede que tan solo caribe, y más cercana al mar
que a las alturas, aunque el aspecto de frio que ambos transmiten, no es de
recibo en esta mañana templada, de un verano recién enterrado.
La chica es pequeña, aún con las botas y sus correspondientes
alzas, dos largas y relucientes trenzas oscuras cuelgan sobre el anorak polar,
fuera de lugar ambos, abrigo y tocado, y su caminar apresurado para acompasar el desplazamiento con el
de su pareja, de cuyo brazo cuelga como una niña pequeña, como una colegiala de
otro hemisferio, que desvela el error en la apreciación del espectador solo un
instante, en el breve momento que gira su rostro hacia atrás, en un escorzo
apenas entrevisto, dirigiendo su mirada hacia aquí, hacia la ventana de la
tienda, mostrando en las arrugas de su cara, en su mirada huidiza y un tanto
escrutadora, la posesión de una edad, del peso de los años que, seguramente
superen los del hombretón que la arrastra.
Imágenes evanescentes, rápidamente sustituidas por las
anodinas, reiteradas del quehacer infinito, las que no se van a grabar en modo
alguno en la memoria del vendedor de periódicos.
La rutina dominical, las figuras apresuradas que aparecen y
desaparecen con el diario bajo el brazo, con los suplementos, el semanario
deportivo, financiero o las revistas moda femenina, todo pasa ante mis ojos,
ante la caja como un torrente que transforma el papel en calderilla o en
pequeños billetes, monedas que han acompañado hasta hace poco a otras que quedaron
en la bandeja parroquial, o que irán a hacerlo dentro de unos momentos si el
feligrés no es madrugador y acude al último pase de la película. Horas frenéticas,
minutos en los que el torrente se convierte en cascada difícil de superar sin
cometer ningún desliz, sin que el pie junto a la orilla no resbale en el légamo,
viscoso verdín que se desliza bajo tu
zapato dejándote a merced de lo desconocido.
Son esos momentos en
los que el automatismo me convierte en un robot expendedor, como esos que pronto
me sustituirán, los de Stanislaw Lem o Asimov, esos que de vez en cuando se
posan en la torre giratoria, en la biblioteca de libros baratos, y que suelo
devorar en los tiempos en que mi labor se reduce a la de guardián de estos
papeles efímeros, papeles que me sostienen en la madre tierra, esa es de Kurt
Vonnegut Jr y me pareció también una extraordinaria novela.
A pesar de la brevedad del contacto con los clientes, en algún
caso exclusivamente visual, en pocos, con cierta extensión verbal, limitada a
comentarios intrascendentes, o a la necesidad de ejercitar la amabilidad que tiene ese
parroquiano que presumo feliz, sobrado de afecto, cuando no a la sospechosa
verborrea de aquel que denota la infelicidad de la soledad frente al televisor,
el único interlocutor que jamás escucha, y al que pretenden emular en su cháchara
sin fin, la que no puedo evitar, y la que desgraciadamente tampoco suelo
escuchar, tan solo oír, ofreciendo la mirada que Job debió poner dentro de la
ballena, el gesto de quien no puede ofrecer otro interés por la conversación
indeseada que vaya más allá de un esbozo de sonrisa impersonal, el nivel más
parco de atención, el mínimo imprescindible para quienes nos dedicamos a
atender al público.
En los tiempos muertos, en esos preámbulos de la tormenta,
cuando todavía los sentidos están frescos y la adrenalina se prepara para el
esfuerzo de recibir al vendaval que inevitablemente justifica este negocio, justo
al finalizar los oficios religiosos , en esos momentos la
capacidad de observación convierte ciertos sucesos a priori insignificantes,
ciertamente ocultos e invisibles en condiciones normales, en instantáneas que quedan
guardadas en el álbum que la memoria necesita usar, con sus páginas de cromos de
una colección indefinida y cambiante.
Entre esos detalles, insistentes a veces en su obstinada
repetición, figuran ciertos rostros, o quizás sean las actitudes que los acompañan,
que a pesar de su intrascendencia, de lo
evidente de su apacible presencia, me sugieren pequeñas historia que la
imaginación les atribuye al azar. Quizás no sea tan al azar, y vengan forzadas
por el eco de otras historias, de sucesos, novelas o personajes de películas de
las que solo recuerdo ese fragmento, esa figura adhesiva que la memoria guardó
inconscientemente para ahora pegarla en los huecos que la jornada le va
ofreciendo, aleatoriamente también, como las figuras giratorias de la máquina
tragaperras del bar de enfrente, la que casi me vuelve loco con su estúpido sonsonete
y su volumen estridente. Afortunadamente el declinar de la moda, o quizás la normativa
municipal sobre ruidos, ejercida por algún vecino con migajas de poder en su
cartera, unidos a mi imparable sordera, me han permitido sobrevivir a ese
enervante enemigo del equilibrio mental, el más inestable de los equilibrios.
El que ahora vislumbro es el de una figura discreta, el
personaje del detective prejubilado de
tantas historias, el sexagenario que se esconde tras el estante de revistas de
viajes, y que asoma rítmicamente la calva, las gafas de otra época, centrando
su falsa mirada sobre las revistas, vigilando la entrada del kiosco, con un disimulo desangelado que no podría engañar
a nadie, claro que tampoco parece pretender tal cosa.
Las primeras veces sospeché que se ocultaba para hacerme un
simpa, luego la imaginación, que le atribuyó el papel de un Spade, de un
Marlowe añoso, dio paso a la costumbre, la de considerar al raro aquel, como
ocupante habitual de aquellas losas del suelo a tiempo fijo, rigurosamente
marcado por el calendario, horas, a veces solo minutos, de las mañanas de los
domingos.
Ya sé que mira, y a quien mira, y eso vuelve a abrir las
puertas de la imaginación de quien se dedica a vender ficción, casi siempre de
calidad infame, la de los titulares de la prensa diaria.
Hoy me temo que su aventura, la del cazador que no siempre
consigue recompensa al esfuerzo de su
espera que presumo semanal, tras el acecho de siete días, y hoy terminará seguramente como uno
de esos días en que el zurrón volverá de vacío. Ya pasó la hora en que las aves
recalan en este arroyo, y su permanencia en el puesto del tirador, solo puede deberse al hastió,
a la incapacidad de afrontar la perdida de la jornada. Convertido en mirón que
no mira, en voyeur frustrado, en Peeping Tom en el intervalo entre uno y otro
crimen. En este caso incruento, inofensivo crimen, si ello fuera posible. Que lo
dudo, dudamos prevenidos ante quien se esconde y a veces solo es una defensa
ante su fragilidad, o una vacuna generada por golpes previos, quien sabe lo
dolorosos que llegaron a ser.
Uso la piedra para refrescar mi mano en los momentos en que
la temperatura, el calor del sol de media mañana, ha envuelto con su telaraña
de luz, todos los rincones de la librería. Me seca el sudor, y desconozco como
puede hacerlo, aunque he llegado a pensar que su frescura se deba en parte a la
evaporación del líquido que extrae de la palma para evaporarlo inmediatamente,
y como el agua del botijo de barro cocido, la sentimos fría, fresquísima siempre,
aunque solo sean tres o cuatro grados los que la diferencien del caluroso
ambiente.
El contacto de la mano sobre la convexidad en la que se
funde, como el ying en el yang, me hacen evocar, sin relación aparente, más
allá de su efecto estupefaciente sobre una mente a punto de alterarse, de
entrar en ebullición, el movimiento lento, de una lentitud sublime, de las
estrellas sobre el cielo de una noche atrás, la placidez de ese reloj perfecto
y majestuoso, y la no por esperada menos sorprendente, aparición de las
estrellas fugaces de las perseidas que llenan de vida, de irreverente
originalidad, la pintura eterna que se ofrece ante nuestros ojos.
Eso sucedió ciertamente en el capítulo llamado…
“Las lágrimas de Sam Lorenzo”
(Si, Sam Spade, Bogart, ya sabéis lo que los libros de caballería
hicieron con el de la triste figura. Que no harán ellos con este indigno
vendedor de periódicos).
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