Cantos rodados.-
Al igual que el inmenso pedrusco de mármol recién llegado al
taller del artista oculta al espectador los efectos que el trabajo de las
manos, y el cincel del escultor, van a desvelar ante los estupefactos ojos de
sus admiradores; igual sucede con el recién nacido del que todos hemos partido
y con el proceso de talla y pulido a que la vida nos somete incansablemente. Considerando
que tanto el carácter individual, como las vetas de la piedra, serán los más
importantes desafios para el tallista, ya que deberá necesariamente, amoldarse
a ellos.
Cada uno parte de la posibilidad que le ha tocado en fortuna,
en su característica fundamental, mármol, granito, caliza, yeso, alabastro..
hasta restos de algún meteorito pueden llegar a transformarse en una figura más
o menos imperecedera. Pero es el tiempo, y el azar, quienes harán el resto, la
labor interminable del artesano.
Esta alegoría pétrea sobre nuestra propia identidad, tiene
además otras lecturas no menos inquietantes. Según la cultura, el ambiente, y
los medios económicos que van rodeando al pedrusco, este llegará a tener la
osadía de creerse una u otra cosa, un poeta o un filósofo, un pecador o una
hormiga más del hormiguero, pero casi nunca lo que realmente es, esencialmente
un peregrino.
Recuerdo los versos de Atahualpa:
“Es mi destino,
piedra y camino...De un sueño lejano y bello, soy peregrino”.
Los del “Like a rolling Stone” de Dylan:
“Hubo una época en la cual te vestías muy bien , arrojabas
una moneda a los vagos, en tu plenitud. ¿No es verdad? La gente te advertía: "Ten
cuidado, muñeca, puedes caer" pero tu pensabas que todos ellos estaban
bromeando. Acostumbrabas reírte de todos aquellos que andaban por ahí. Ahora ya
no hablas tan alto, ahora no pareces tan orgullosa de tener que mendigar tu
siguiente comida. ¿Como se siente? ¿Como se siente? Estar sin hogar como una
completa desconocida como una piedra que rueda”
Compruebo la diferencia entre ambos, la que existe
entre el que canta su experiencia, y la
de Orfeo, quien lo hace sobre la de los demás, predicadores todos, no obstante, y también
poetas.
Y entre ambas canciones, me renace la salmodia, el blues, el
ritmo monótono y pegajoso como la vida misma, “Rolling and tumbling”
de Muddy Waters:
“Bueno, rodé y caí, rodé y caí a lo largo de toda
aquella inmensa noche,. Y cuando
desperté, en la mañana, todo lo que tuve, todo lo que fui, había desaparecido”
Y vuelvo a identificarme con ella, con la canción, con
el canto rodado, y con la ingenuidad humana, del presuntuoso y temerario
embaucador, que pretende sentirse con la capacidad superior de mirarse en el
espejo de la piedra, de la lasca pulida que encontramos en la playa, cuando
realmente es ella quién se mira en nosotros, quien se compadece de nuestra
ignorancia al asombrarnos una y otra vez de algo tan banal como la enorme
diferencia entre la textura de la piedra en seco y en mojado, de la de aquella
chica vista de lejos, de cerca, y la de su ausencia, algo tan natural y tan
diferente, por otra parte, como nuestra esencia, el agua y la tierra de donde salimos,
por donde rodamos y adonde añoramos regresar.
Era una de esas piedras, redondas y pulidas, de un color
oscuro e indefinible, jaspeado y a veces tornasolado, como si una taracea
microscópica de rubíes y esmeraldas se hubiesen mezclado, fundiéndose en el magma volcánico que la originó, a la vez que el pulido final, e interminable,
le era suministrado por la mano de aquel que la acariciaba de manera
inmisericorde, sabiendo que su contacto era el mejor y único bálsamo que lo
mantenía protegido de las penas que le infligían los otros, y de las peores,
las que partían de su propia alma.
Antes de presentárosla como lo que es, la protagonista de
cierta novela que nunca escribí, debo establecer su tamaño, para que casi
podáis pellizcara, como dice Chirbes sobre los personajes de Galdós.
El tamaño de piedra era aquel que permitía sujetarla con una sola mano, una
mano discretamente grande, pero forzosamente poderosa. “La buena piedra, que
en la mano quepa” me enseñó mi abuelo, repitiendo el proverbio acompañado
con una risita que tardé tiempo en comprender, el que se emplea en descifrar la
alegoría que ha sido cariñosamente envuelta con el humor, imprescindible para
mantener el interés del aprendiz , para convencerlo de la necesidad de
continuar en la academia de la vida.
La piedra era muy densa, tan pesada que yo apenas podía
levantarla entre las dos manos, tal era su consistencia, su apego por la
cercanía al suelo de donde seguramente también sentía saudade, sin ignorar la
dificultad para el observador de establecer contacto con ella, visual claro
está, ya que solo algunos privilegiados pudimos presumir del táctil. Su dueño
era severo al respecto, y la simple aparición del menor gesto de desagrado por
su parte, hacía evidente la inconveniencia de acercarse, de mantener fija la
mirada. Impensable el preguntar por ella.
Cuando hablamos de cantos rodados, damos por sentado que no
los hace rodar el aire, que si estos lo hacen espontáneamente en apariencia, es por la
existencia de un desnivel, y solo será en una única ocasión, no dando lugar a que
el posible y esporádico tropiezo con otras, la convierta en esfera alguna, ni
en algo que se le parezca vagamente.
El canto rodado, lo ha sido por la fuerza del agua, del
torrente vital, de las olas que caen sobre ella como la sangre de la madre lo
hace sobre el feto a través del cordón umbilical, ininterrumpidamente, hasta
que aparece la forma, la madurez y la piedra y el bebé tienen la suficiente
autonomía para rodar ante el estímulo más insignificante.
Dentro de esta categoría, de piedras esféricas, aquellas
elaboradas por la fuerza del agua fluvial a lo largo de centenares, miles
de siglos de su cauce, y que llegan al
estuario para ser sometidas al pulido final por el agua, salada, como las lágrimas,
por las olas maternas, están seguramente las más perfectas, aquellas que
suscitan la admiración, incluso la veneración, a menudo inconsciente, por parte
del ser humano. Estoy hablando, naturalmente de una de esas.
El como pudo llegar desde Dolores, casi en la
desembocadura del Paraná – pariente del mar – justo cuando cambia su
nombre a Rio de la Plata, hasta ejercer momentánea y humildemente de
pisapapeles en el puesto de periódicos y revistas que regentaba mi amigo en
aquel barrio residencial capitalino, merece un capítulo aparte.
De cuando el mirón pasa a ser mirado.
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