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martes, 29 de diciembre de 2015
FELIZ AÑO. NOS LO MERECEMOS.-
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martes, 22 de diciembre de 2015
CUENTO DE NAVIDAD.-
Podeis elegir título. Es Navidad.
Esperando el cierzo.
El pupilo vasco. Martin.
El día más caluroso de un verano abrasador.
El prestigioso restaurante de la montaña navarra, había
ganado el prefijo ex algún tiempo atrás, solo que nosotros desconocíamos que
hubiese sucedido esa transición. En la seguridad de que un nombre, avalado por
comensales de confianza, y un lugar apartado del torbellino estival – en lo
alto de un monte, con acceso y señalización propios, para estimular el deleite
de aquellos que necesitan la dificultad como acicate del placer- no podía
decepcionarnos. Y así fue en lo gastronómico. Nada que objetar. Pero al segundo
apercibimiento que hicimos al mesonero sobre la ineficacia del aire
acondicionado, ya pudimos comprobar que el mando de potencia del susodicho,
solo tenía acción sobre el ruido del ventilador. El compresor, y otros
aditamentos del otrora local lujoso,
habían pasado a mejor vida.
Ni que decir tiene, aunque haya que decirlo para espantar
las frases hechas, las pochas, excelentes,
también el vino de Olite y el sokoa vasco, el temible pastel , aceleraron nuestro
metabolismo lo suficiente para entrar en esa fase indistinguible de la fiebre,
en la que el sudor y la obnubilación te obligan tras la sobremesa a buscar un
lugar donde una brisa, por tímida que esta sea, y con ella la disminución de un par de grados
en el aire que respiras, te haga sentir la placentera sensación del náufrago
cubierto por una manta, sentado estupefacto en la balsa de socorro. Esa vez lo
logramos, seguíamos vivos.
Y en esta estábamos, sentados en un banco de granito adosado
a una casamata, ocupando el lado exento de la luz directa del que todo lo
alumbra. En esa hora del verano cuando comienza a disminuir la intensidad del
sol radiante y el fuego concentrado en el suelo, inicia unas corrientes
térmicas benévolas, que refrescan
saludablemente a las víctimas del infierno estival. Así, ligeramente
reconfortados, descansando y digiriendo
aquello, sin duda.
No me apercibí de su aparición, hasta escuchar la pregunta
de mi amigo a un extraño, a un amable y sonriente personaje que en otro lugar,
y sin el evidente contacto verbal con alguien de confianza (otra vez la
confianza, ese envoltorio cercano que a veces utiliza la fe) habría confundido
con un bebedor solitario, en las horas perdidas entre las libaciones del
mediodía y las del atardecer. Las manchas recientes en su camiseta y sus
zapatillas deportivas así lo anunciaban.
-Tú no eres gallego. ¿Verdad?-
Supuse que la pregunta respondería -en realidad era una
respuesta- a la forma franca en que aquel extraño se manifestaba. Luego advertí
que realmente hacía referencia al acento inconfundible del vasco para quien la
lengua castellana ha sido un hallazgo tan difícil como tardío – lo aprendió a
medias, durante el servicio militar- y la expresión verbal queda reducida a un
mínimo de palabras y a unos verbos limitados prácticamente al primer tiempo del
infinitivo. A pesar de lo cual, el torrente de información, y de sabiduría,
unidos a la sonrisa generosa - que otra
vez mi desconfianza, carencia de fe, intentaba distinguir entre la del bobo y
la del sicópata, tan parecidas en ocasiones- unidos a ciertos micro elementos
que las fabes suelen desprender en su fase gástrica, me hicieron sentir que
contemplaba, extasiado, una aparición.
Aquello no podía ser verdad, la presencia de un ser
sobrenatural. Cada frase una cita, cada silencio de suprema precisión, forzaba
una remodelación de la estructura neuronal en el oyente, estupefacto.
Su insistencia en invitarnos a unas cervezas, y nuestra
rendición ante alguien de una categoría humana, desconocida y probablemente
superior, terminó por conducirnos a aceptar la bebida, a pesar de que a esa
hora tan solo su valor como refresco, tenía lugar en nuestros hábitos de
bebedores modestos.
En diez minutos hubo desnudado toda su vida, pasado,
presente y futuro, ante nosotros y de un modo magistral. El presente era para
él, su coche, un pequeño y flamante todoterreno que estaba a sus espaldas, ante
el que se presentaba orgulloso como el que estrena chalet y está en su porche con los brazos en jarra, su
perro, que le había dado el dia libre (a él, según refirió), y su escopeta. Su
futuro, la jubilación en un par de años, de la cantera, donde trabajaba junto a
una máquina peligrosa, la tolva
trituradora de áridos que, hasta ahora había podido dominar sin
incidentes, y la promesa de una auto
caravana que le permitiese la huida interminable de su soledad.
Soledad únicamente sospechada por el oyente, ya que no parecía
asumirla como algo negativo, ni tampoco
razón alguna para entender la vida como algo que no fuese placentero, y
merecedor de esa su sonrisa permanente. No descartaba la posibilidad de
encontrar una “cocinera” que lo acompañase en lo quedaba del viaje, a pesar
también, de que su relación con las mujeres, y con los hombres, había sido
supuestamente tan lejana e imposible como la de los ángeles. Y solo un ángel
podía mantener aquella conversación, frente a nosotros, con el sol en la cara y
sin que pudiese afectarle, en modo alguno, la terrible temperatura de la
intentábamos escondernos. Y si era humano, que todo es posible, para mi
resultaba insólito.
Su mutis en el viaje por las cervezas, que estaban en otro
plano, me hizo ver la necesidad de grabar aquella escena, de recoger la imagen
y el sonido de aquella situación extraordinaria. No encontré nada útil para
ello, salvo el teléfono móvil, y cuando quise darme cuenta tenía en la mano la
botella fresquita de Cruzcampo. -Gracias- fue la primera palabra que le dije.
Continuó hablando, y ya con la familiaridad, supongo que
mayor, sin las limitaciones del que intenta ocultar ciertas cosas a sus
desconocidos. Mientras sus dardos continuaban clavándose en nosotros, seres
ingenuos, extraños y débiles en un mundo que se extingue.
Tras la muerte de su madre, con siete años, en la edad
puñetera en la que la consciencia y la fijación de los recuerdos se instalan
para siempre en tu persona; su padre lo llevó junto a sus cinco hermanos a una
feria, “Donde tratar con bestias y con personas” según Martin, y donde tuvo
lugar la transacción, como pupilo, por la que pasó a pertenecer y a trabajar
para una familia desconocida. Desconozco si su primer padre cobró o pagó por
ello. No me atreví a preguntárselo, anonadado por lo que estaba escuchando.
Tampoco he encontrado en los textos de esa época, la mía, nada que aclare la
realidad de la transacción con seres humanos en mi país, durante el último
tercio del siglo veinte, y menos en Euskadi. Ni quiero encontrarlo.
Nos mostró la ropa que se había comprado aquella mañana en
un mercadillo alejado del lugar donde
nos encontrábamos. Tres camisas, una para regalo, que tras un ligero ajuste en
la traducción automática que íbamos haciendo conseguimos entender que una era
“de” regalo.
Los lugares, las ciudades, algunas conocidas por nosotros, y
su ubicación en el mapa, suponían un conflicto mayor. Las distancias y la
orientación eran algo abstracto. Hasta el arriba y el abajo dependía
exclusivamente de su situación en la montaña, donde estábamos, y del valle de
origen, más al norte, y sin embargo más abajo, obviamente.
No pudo comprarse pantalones porque no podía probárselos en
público – risas- , y Con risas nos contaba los quince años que había estado
trabajando en la papelera, ocho horas diarias con la motosierra – no quiso
creerme cuando le expliqué que ahora las venden de usar y tirar, sin
posibilidad de rectificar el motor, callé esa estupidez de llamarlo
obsolescencia programada - y en el
caserío otras ocho, dieciséis al día, para pagar el alojamiento y la
manutención, el pupilaje recibido. Solo con una de las hermanas había mantenido
contacto ocasional, el resto, perdidos en la nada.
Su ilusionante fin de semana estaba centrado en “pegar unos
tiros”, y en unas costillas y tomates
que traía en el coche para cocinarlos con sus amigos, cazadores como él, en el
local social sobre cuya tapia estábamos resguardados.- “Yo asar bien”- nos
dijo, pero reconocía que las mujeres
tienen mejor mano en los detalles.
No sé todavía cómo no tuve un corte de digestión, como la
sangre que se agolpaba en mi cabeza no dejó seco al resto de órganos. El cómo
una persona a la que la vida había tratado así no guardaba el menor rencor a
nadie.
-Ya ves, tener cuatro
padres y no tener ninguno-.
El cómo fue compasivo y esperanzador sobre el comentario de
la probable suspensión del AVE a Portugal, en
mi tierra. Como si la anécdota casual fuese un problema vital que quisiera hacer desaparecer para mí. Con
que serenidad explicó la pretendida cuestión vasca y los que se habían
beneficiado de ella. Como respondió a mi irreprimible afirmación –Tú eres sabio
Martin-. Como si la respuesta la hubiese tenido que dar cientos de veces.
–No. Solo que he sufrido mucho-
Y lo decía sonriendo, con una sonrisa sincera, de esa que no
produce dolor en las mejillas por mucho que la prolongues. Sin impostura.
Me encontraba ante un guion brillante de un drama con final
feliz, una comedia dramática, el calificativo que aparece junto a la sinopsis de una película. Solo que
era real.
Llegué a sospechar si no sería un actor que hubiesen
contratado mis amigos para gastarme una broma. Si no era solo el monólogo
perfecto del que lo ha repetido cien veces. Y cada frase que salía de su boca
desdentada, cada mirada sincera borraba cualquier sospecha.
Y así hasta la despedida, en cuanto llegaron los compañeros
de aspecto patibulario a los que resultó que estaba esperando, y sobre los que
inmediatamente alejé cualquier sombra de desconfianza, de juicios precoces,
seguramente erróneos.
Se despidió con otra sonrisa, angelical e insistiendo en que
anotase su número de teléfono. Es la primera vez que veo en un móvil el numero
fijado con una cinta transparente, una idea estupenda.
Guardo en mi guía su nombre y su número, y solo cuando llego
a casa y lo compruebo encuentro solo letras, nueve letras, junto a su nombre. Y
no ha sido un sueño, ni el calor, ni las pochas.
Recuerdo el relato de sus viajes, el de su primera
borrachera, orujo gallego mediante, y la ventana del cuarto que cambiaba de
lugar de la noche a la mañana, su excursión excepcional al mercadillo de Vilar
Formoso, por donde yo había pasado una semana antes, y volvía a sorprenderme de
cómo podía seguir valorando los mercadillos, las ferias de pueblo, como algo
digno de disfrute y de recuerdo. La feria, el mercado, la vida.
Mis mejores, e inútiles, deseos para todos los Martin del
mundo. Ojalá que no desaparezcan.
P.D.- He intentado escuchar la grabación de este encuentro,
cosa que hice a través del teléfono móvil, algo sucio y traicionero, el grabar
la conversación de alguien sin su consentimiento, intentando justificar,
atenuar, minimizar mi falta, debido a la excepcionalidad del encuentro, a la
copiosidad del almuerzo, o a cualquier hilo al que pueda asirme para escapar al
pecado, y tan solo he encontrado un consuelo inesperado y definitivo, el ruido
del cierzo, el silbido sobre el micrófono del aparato, hacen absolutamente
inaudibles los cincuenta, o quizás sesenta, minutos. Como si aquello solo
hubiese sucedido en mi imaginación, y las voces lejanas y metálicas,
entrecortadas que llego a oír, provengan de un mundo mágico al que solo he
tenido este acceso transitorio y, presumo, irrepetible.
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martes, 8 de diciembre de 2015
ALEGORIA PERENTORIA.-
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