El técula mécula desvelado (al fin), o Memorias de un pringado
gourmet.
Tremendo y gastronómico finde entre takakis, wasabis y
carpaccios de cualquier cosa.
Con el añadido de los carteles anunciadores de “la semana de
las setas”, que , como los ocho días fantásticos del corte ingles, se
convierten en mes, temporada o año completo. Hecho el esfuerzo, el gasto de los
carteles y las cartas monográficas, hay que amortizarlo, además de usarlo como
anzuelo para el turista indolente, quien piensa que febrero puede ser el tiempo
optimo para degustar las delicias micológicas.
Conste que siempre son adecuadas como guarnición, bien
salseadas, al lado de alguna pieza apetitosa que monopolice el centro del plato
y, por ende, la atención del gourmet.

Igualmente figuran los hongos como apellidos de croquetas (
!Ah las croquetas,! que de crímenes se hacen en su nombre), en las que el sabor
anodino y el tinte marronaceo de su interior no descartan la posibilidad de que
figuren setas en su composición, elaboradas en fechas de sobreproducción y
sabiamente congeladas hasta varios meses después, es decir el día cuando las he
pedido.
Asimismo he sufrido, nada sorprendente, la conversión de
setas de cardo (en la carta) en humildes e insipidos pleurotus cultivados, de
mercadona, a la hora de pasar al plato. Sin obviar el actualísimo emplatado
que, convierte en arte menor, artilugio cosmético, la distribución del bocado
en el fondo de su continente, entre signos cabalísticos, trazados con colores
cuasi fosforescentes y texturas que disuaden de untar la rebanada de pan en
ellos.

En lo que sí han acertado es en saltarse la de los platos de
tamaños y formas caprichosas, todas menos la circular, que han sido la
pesadilla de barras , mesas y lavavajillas supongo, durante cierto tiempo. Han
pasado directamente desde el “coso a la piedra”, que tampoco era propiamente
piedra , mas bien barro cocido hasta convertirlo en refractario, a servir casi
todo en la piedra, en la humilde laja negra de pizarra, que sí es de piedra, y
que ha sustituido a platos, platillos y bandejas, convirtiendo realmente el
latiguillo final de cada plato, el “de la casa” de antaño, en el más certero de
“en la piedra”, o incluso de “en SU piedra” , sufijo este de “su” que también
abunda en los textos de la nueva cocina. Digamos que te sirven la cosa en “su
piedra” hasta que descubran otro utensilio impuesto por la moda capitalina.

De todo ello, y mucho más he sufrido estos días de
peregrinaje gastronómico, hasta llegar a “El Dorado” de la golosina, el lugar
exclusivo donde puede comerse – lo de degustar es otra idiotez, ya puestos- el
técula mécula. Curiosamente en el pueblo vecino de Jerez de los Caballeros, donde
naciera Vasco Nuñez de Balboa, que no era vasco ni era de Balboa, descubridor
del Pacifico, e inmediatamente después de descubierto, apiolado , ajusticiado,
decapitado por orden de su majestad , y volvemos a lo del su, de ahí debe venir
la cosa.
Hay algo extraordinariamente positivo en la renovación de
nuestras casas de comida, y hay que ser justos con ello. La juventud, la
preparación, y la extremada amabilidad del personal, al menos de los que dan la
cara frente al cliente. Hoteles, restaurantes, cafeterías o reposterías en los
que me ha sorprendido la atención recibida, extemporánea e impropia para con un
siervo de la gleba, habituado al secular mal trato de los titulares de la barra
y el fogón.

Color tirando a amarillo, forma triangular, aparentemente
nada especial, hasta que te llevas a la boca el primer bocado, para intuir
inmediatamente que no vas a distraerte de su disfrute durante el proceso
completo. Hay ocasiones en las que comes imperceptiblemente, que ingieres el
bocado inconscientemente, mientras
piensas o haces otra cosa y que, después de terminar hasta te olvidas de lo que
has comido.

Hay que ser justos, estaba especialmente rica, y aunque
pretendan seguir manteniendo sus ingredientes en secreto, os aseguro que la
experiencia repetida y contumaz con otros productos hipercaloricos, de los que
abusamos especialmente cuando no tenemos hambre – eufemismo de los postres
dulces-, identifica con precisión el terreno donde nos movemos, sin necesidad
de preguntar a nadie por sus componentes, a sabiendas de que nos van a disuadir
amablemente.
Mejor identificar el gusto, y compararlo con otros similares,
las yemas quedan cercanas pero solo aceptadas como componente, ya que el
excesivo dulzor de estas las descarta, a la vez que elimina la característica
fundamental de la perfecta golosina, el que sea adictiva, el que no puedas
dejar de hacerlo, como los borrachuelos de las monjitas de Cañete por ejemplo,
cuyas bolsas de 500 gramos son saqueadas por un servidor compulsivamente en un
acto único, o casi.
Almendra, por supuesto, pero alejada de su formulación
granulosa, la de los mazapanes de cierto pueblo manchego que hay que masticar
un buen rato hasta que se vuelven dóciles con las papilas gustativas. Almendra
sin duda, y quizás con cierta proporción de amarga, que todavía está presente
en la repostería portuguesa, y ya nos vamos acercando a Olivenza.

En fin que, su sabor que es lo que importa, es una mezcla de
los pasteles gloria de toda la vida y de todas las calidades, los rellenos con
yema, los rellenos con cidra, y sobre todo mezclando en la memoria los de
categoría extra ,de marca señera, con los casi anónimos y a veces más gustosos
de las marcas blancas de los super e hipermercados. Una sabia mezcla, servida
con más jugo untuoso, imprescindible y
lujurioso lubricante para las fauces, que el exiguo y astringente de los
gloriosos mazapanes rellenos, y con la particularidad, agradecida en todo
producto culinario, de su frescura ,de su reciente cocción, del escaso y justo
tiempo que ha transcurrido entre el horno y tu boca.
Eso, y la amabilidad de quien lo sirve, son los secretos del
técula mécula.
Espero que no me denuncien por desvelarlos y que pueda volver
a disfrutarlo en el “Lugar de especial
interés gastronómico” o “Dulcería gourmet” que no recuerdo bien el cartel - la
tontuna es universal, por más que yo piense poseerla en exclusiva- de la calle
principal de Olivenza.

Los quesos, los vinos y el jamón, insuperables, que todo hay
que decirlo.
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