El paisaje post apocalíptico suele parecerse demasiado al páramo
de las afueras del pueblo, al desierto de Atacama, o a la taiga siberiana.
Llegamos a confundir lo nuevo con aquello que siempre hemos tenido delante de
nuestras narices. Nos queda la imaginación, la ficción sobre el momento sublime
en que aquello sucedió, el cielo negro, el cataclismo provocado por ese ser
vivo, planeta tierra, o por el mundo lejano de meteoritos o alienígenas, el
espectáculo embriagador del fin del mundo, el Armagedon bíblico, convertido una
y otra vez en algo tan elemental y ominoso como suele ser la apariencia del día
después.
Todo eso fue la ciencia ficción, el boom literario y fílmico
desde Verne y Melies hasta hace cuatro días, cuando las aguas han vuelto al
remanso, a la curva placida del rio que afortunadamente continúa fluyendo. Un
genero literario infantil, de no haber sido por la presencia de autores como Orwell, Wells, Huxley o Lem,
que vieron en la fantasía científica el medio de trasmitir mensajes filosóficos
o profecías sobre el futuro de la humanidad.
Lem es ciertamente un caso aparte dentro de los escritores
especializados en el género. Intelectual y científico, con una formación
intensiva, iniciada en su infancia y cristalizada durante los años dedicados a filtrar
y distribuir
-y asimilar- las revistas
occidentales especializadas en ciencia que llegaban a
Polonia. Fue un filósofo,
cuyo planteamiento del azar y la causalidad, de la responsabilidad y las
secuelas del determinismo sobre el individuo, solo tienen sentido en tanto
trascienden a la colectividad de la especie humana, sin descartar la propia
vida de nuestro planeta, al que solo recientemente comenzamos a considerar como
un ser doliente y pluripatológico. Valorando la existencia de vida extraterrestre
en su justa medida, la de que existen otros mundos pero que están también
dentro de este, del desconocimiento que el hombre tiene sobre si mismo, y de
las dudas que la historia siembra para jamás resolver.

Tras una fase en que la ironía y el sarcasmo, inundan páginas
de ciencia ficción que son metáforas del totalitarismo, parábolas fantásticas
sobre la necesidad de vestir el realismo socialista con las escafandras de los
astronautas y los robots a su servicio, usa su erudición literaria, para
navegar en un mundo paralelo, donde las letras, libros clásicos e irreales de
autores consagrados e improbables, llegan a un esplendor tan solo igualado por
el
Borges asiduo creador y divulgador de bibliotecas inexistentes.
Con la comparación inevitable, a favor de Lem, ya que su
Borges polaco y judío, sufrió el martirio del pueblo polaco, antes y después
del holocausto, además de durante.

Aquí el océano mental del planeta
Solaris, y las metáforas
divertidas y a la vez pesimistas de
Ciberiada, quedan reducidas a lo que son,
obras maestras del género fantástico, dando paso a la tremenda despedida del
maestro en su
“Provocación”, esa extensa crítica literaria sobre un ensayo:
“El
genocidio”, que el alemán
Horst Aspernicus realiza supuestamente, justificando el por qué de
“la
solución final”, la antropología del mal y su esporádica efervescencia a través
del terrorismo. Tremenda patada al alma, a la razón de quien contempla, y
aprende, la crónica estupidez del género humano y su erupción periódica como
masacre genocida. Tan perfecta disquisición, y de tan extensa divulgación
literaria que, hasta algún responsable de estudios reales sobre la solución final,
llegó a reconocer en entrevistas que lo tenia en la mesilla de noche, el libro ficticio
del autor inexistente. Como si el mundo artificial que los
Borges y los
Lem
pretendieron crear mediante sus textos se hubiese hecho verdadero. Una meditación
final, nihilismo confeso, que mantiene viva la esperanza del autor sobre el
progreso de la humanidad, y con ella del cosmos, ciertamente condenados a
desaparecer.
Incoherencia feliz y tan brillantemente expuesta a través de toda
la obra de Stanislaw Lem, que nos divierte a la vez que nos educa en algo tan fantásticamente
ficticio como resulta ser la actividad de pensar.
P.D.- Estanislao era el protagonista (real), de uno de los primeros cuentos que escribí. Voy a buscarlo para que veais que la nostalgia, la saudade, no puede ser patrimonio de la memoria ajena. Jamás.
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