Publicidad engañosa
Y el riesgo de que el anunciante
termine creyendo, como autentica, su impostura.
“Se fuerza la máquina
de noche y de día..
Y el cantante con su música..
se juega la vida”
(
Gato Pérez)
Miro, veo, leo y releo, y me aburro, al
comprobar la excelencia de los grandes chefs patrios, de las
estrellas del rock de los fogones, de lamentar como esa “tendencia”
se haya hecho “viral”, y que no quede ninguna ciudad, o pueblo en
trance de dejar de serlo, que no atesore una, dos, o cinco estrellas
michelín, la confirmación de que ellos están “En el mundo”, y
son o serán candidatos inminentes a patrimonio cultural intangible
de la humanidad, o quizás del universo. Tal es el desmadre en que la
vanidad colectiva y el esperpento mediático han convertido a algo
tan sencillo, tan vital, y siempre placentero, como es el comer.

De hecho, la imagen que provoca mi
rechazo, aparte de lo disuasorio que puede resultar su insistencia-
es la última parte del espectáculo, el fin de fiesta, que ha
terminado por aglutinar “toda” la fiesta de comer en casa ajena,
el emplatado final por el artista, con dos o tres ingredientes,-
nunca en mayor numero- de ingredientes en forma y textura jamas
imaginada en plato alguno, de tamaño minimalista, y generosamente
acompañado -en número también, que no en cantidad- por adornos
lechosos y coloreados , cuando no virutas, espumas, o microesferas,
cuyo origen suele ser exclusivo de la casa, y cuya composición tanto
recuerda a esa época tan aborrecible del arte, la del horror vacui,
cuando hay que rellenar “todo” lo que pueden tus ojos contemplar,
el barroco tardío, el plateresco, el periodo de arte del
remordimiento, tan apreciado en periodos de convicción colectiva en
esa utopía llamada estado del bienestar, el nuestro.

Y es durante ese tiempo interminable,
cuando el artista del gorro cilíndrico y elevado -observese su
parentesco con los sacerdotes de ciertas épocas y lugares- dispone
minuciosa y lentamente sobre el plato inmaculado, de formas tan
arriesgadas e inverosímiles, siempre que no sea la circular, los
pequeños e insignificantes trazos de su personalidad, con pinzas
delicadas, con brochas de punta finísima, de cola de tejón, o con
utensilios sofisticados que igual convierten el aire en sólido, que
el líquido en color, todo vale en las manos e imaginación del
artista, cuyas iniciales bordadas en su peto de cordobán, nos
retrotraen esos tiempos cuando los brocados y la seda, eran signos
externos de la riqueza, del poder del dueño del palacio.
Nos han hecho creer que los dueños
eramos nosotros, efectos colaterales de la democracia, y que podemos
y debemos extasiarnos ante semejante hábito gastronómico, sin
reparar en la tontuna colectiva ni en la fortuna individual que
ameríta semejante temeridad.

Esa es la imagen en la que creemos
estar incluidos, frente al chef que pierde su tiempo y nuestro
dinero, decorando un plato – de contenido dudosamente comestible-
con la técnica que los impresionistas usaron hace más de un siglo,
para convencernos de que la pintura , como la comida, era , o podía
ser, algo diferente, o superior, a las estampas y a los cromos que
eran todo nuestro tesoro iconográfico hasta entonces. Solo que
intentar comparar a un cocinero con
Seurat, Pissarro o
Caillebotte,
no deja de
ser una temeridad. Muy peligrosa si, además, terminan firmando el
plato, convirtiéndose en catedráticos de la cosa, “
Culinary
Masters”, y exponiendo su obra pictórica en todos los canales y a
todas las horas – huelga especificar que es lo que canalizan estos
canales - y exigiendo unas cantidades astronómicas por ese articulo
tan efímero como intangible, en que hemos convertido el pan y la sal
de cada día.

Tiene tantas lecturas este síntoma de
la decadencia del del primer mundo, que debo limitarme a un par de
ellas, sin considerar que eso del primer mundo, como lo del imperio
de occidente, o lo de la cultura del bienestar, cochons, no deja de
ser otra falacia, producida por la publicidad engañosa, unida a la
irracionalidad colectiva, que es lo único que no nos miente, ya que
el raciocinio nunca puede ser colectivo, es una capacidad exclusiva
del individuo, y en eso estamos.
La primera lectura, resulta meramente
sarcástica. Menús de viento y humo, cuyo precio por comida y
comensal supera al importe anual que una familia africana o asiática
dedica a su subsistencia durante todo un año, o dos. Naturalmente
este dispendio no resulta realista, al considerar que quien
abona la factura no suele ser el comensal, sino quien le invita,
quien le convida, y que frecuentemente lo hace a cuenta de una
tercera persona o institución, con tarjetas corporativas, cuyo
perjudicado final resulta ser el de siempre. Si, ese.

La fiabilidad del cronista queda
supeditada a la cercanía de los hechos que intenta reflejar.
Reconozco haber sufrido la experiencia que estoy relatando, haberlo
hecho en primera persona, y sobre todo, haberlo abonado de mi peculio
personal, algo excepcional en el medio de fantasía venial en que
nos movemos.
!Aquí no paga nadie! Titulaba
Darío Fo, aquella
comedia -¿comedia?, en los tiempos en que existía el teatro. Ahora
resulta todo televisado y gratis, y no distingues donde termina la
publicidad y comienza la película, ni si esta es de ficción -programas
gastronómicos en general- o meramente educativa, puramente
documental.

La segunda lectura es transversal y
ecuménica, ya que implica la trivialización del drama y la
tragedia de la humanidad que se ahoga en nuestro charco doméstico
-
Mare Nostrum- y que malvive, o peormuere en esos nuevos lager, en
los gulag occidentales a los que ahora llamamos “campos” por
minimizar su aspecto criminal, encerrando a centenares de miles tras
una valla de alambre, mientras silbamos mirando para otro lado.
Es a esa gente, a esas victimas, a las
que también ofrecemos un día si y otro también, la imagen del sumo
sacerdote de la gastronomía patria, de la elaboradora y
emplatadísima alimentación del todo a cien(mil), en su sempiterna y
sagrada transformación del pan y el vino en platos únicos e
irrepetibles, en costosísimas presentaciones, más para ver y para
oler, que para otra cosa, y en cuya elaboración se incluyen
elementos de origen incierto, de consistencia ignota, y de sabor
inconfesable, porque los que lo probaron nunca nos contaron otra cosa
que el nombre del artista o el del local donde tuvieron el honor de
ser agasajados por la tercera persona que abonó la cuenta, con la
que pudo alimentarse la familia aquella de refugiados que contempla
iterativa mente el esperpento mediático, sin poder comprenderlo. Me
queda el consuelo de pensar que al menos, la lejanía entre la imagen
de estos sofisticados menús y la comida real, no les sugerirá que
eso sea comestible, y que por tanto no les vaya a abrir el apetito,
porque eso del apetito es otro vicio del imperio cuyo ocaso nos ha
tocado contemplar, y sufrir. Cuando la realidad nos habla de hambre,
pensar en abrir el apetito, que es lo que pretende esta pantomima,
no es otra cosa que la confirmación de la tesis de hoy.
La publicidad engañosa puede terminar
engañando a quien la emite, y no solo a quien va destinada, si
seguimos haciéndonos copartícipes de ella. Ya basta de tonterías,
por dios. Apaguemos el sagrario lcd del comedor, del salón, del
dormitorio; la tele, el móvil y la tablet, y pensemos, aunque sea
solo un instante, para intentar no desaparecer por el sumidero de la
historia, con los deprimentes aspectos, y olores, actuales.
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