domingo, 21 de agosto de 2016

DORIAN, QUERIDO AMIGO. (Según Oscar Wilde et al.)




 




Que Dorian Grey era un monstruo, parece algo que no admite dudas. Que su “inventor” se incorporó con este personaje al elitista grupo de escritores sobre los que cargamos la responsabilidad de nuestras mejores pesadillas - las ficticias – tampoco. Aquí se incluye a Mary Shelley con su Frankenstein, a Bram Stoker con Drácula, y pocos más. El como la novela “gótica” de terror se hizo popular y, sobre todo, continua gozando de esa característica a lo largo del tiempo en nuestro imaginario colectivo, es comprensible si extrapolamos el motivo principal de todos ellos, idéntico al de Dorian Gray, el ansia infantil de la humanidad por conseguir la vida eterna, algo que, hasta entonces, estaba reservado a los creyentes de aquellas religiones, la mayoría, que la ofrecen como promesa principal.



Sucede que Oscar Wilde, en los momentos mas delirantes de su fantasía “fin de siecle”, cuando la competencia con otros románticos y la moda imperante inducían a intentar reflejar la oscuridad del alma humana a través del poema o de la novela,  jamás llegaría a imaginar, cual Verne en su futurismo científico, que la magia de su personaje, su eterna juventud, como la de aquel pobre hombre que vendiese su alma al diablo a cambio de la inmortalidad, o a cambio del amor de una chica, que viene a ser lo mismo, pudiese convertirse en algo banal y consuetudinario tan solo cien años después.



Conste que el Fausto de Goethe ya lo había sufrido en sus carnes y en su alma, el hastío, el “ennuie” de ver envejecer el mundo desde su pedestal más o menos apolíneo e inmutable, y que en todos ellos no tardaría en aparecer el remordimiento, al igual que en el antecesor principal de todos estos personajes ficticios, el que vendiese su primogenitura por el plato de lentejas viudas, de aquel libro que jamás llegamos a leer, porque nos lo prohibió la Confederación Hidrográfica del Tajo, que es la que sigue imponiendo doctrina. Es decir, el libro de todos los libros, la Biblia, que recoge las vicisitudes pasadas y futuras de la humanidad y nos recuerda que casi todo está inventado.



Wilde  exagera discretamente aquello de la perversión, sin explicarnos en absoluto su causa. Ya que el señorito no tiene razón alguna para convertirse en un malvado de solemnidad, y en todo caso debería estar agradecido por estirar indefinidamente su bien mas preciado, que no es otro que su cara bonita.

Y es de los estiramientos, y  la eterna juventud, sobre lo que hoy se me ocurre divagar.



La técnica de la mal llamada cirugía plástica- limitada a tapar grietas y a repellado en general, cuando hay tanto por reformar- unida a la bien dotada faltriquera de la clase media – otra que ya no lo es- han convertido en rutinario y supongo que también adictivo, el hecho de intentar emular a mi amigo  Dorian. Si no conseguir la inmortalidad, al menos extender temporalmente el aspecto facial que tenemos cuando más nos gustamos. Y esto de gustarse es consecuencia de mirarse en el espejo, cosa que Dorian Gray no necesitaba al principio, cuando el elogio explicito e insistente sobre su belleza, en cualquier circulo en que se moviese, hicieron elevar su vanidad a cotas patológicas, y quizás ese y no otro, el de la vanidad por obligación, fuese el único pecado reprochable al comienzo de la historia.


En sus seguidores de hoy, multitudinarios ellos, no es tanto, o no lo es en absoluto la presión ambiental, aquella que hace necesario el someterse a cruentas y peligrosas intervenciones quirúrgicas para defenderse de aquel que no tiene prisa, pero  siempre nos alcanza, el tiempo; más bien es el fatídico espejo espejito, dime quien es el más bonito, y la ilusoria cantinela del volver a los diecisiete, preciosa canción de  Violeta Parra, o de Mercedes Sosa, que no recuerdo, que al igual que Wilde solo pretende rememorar tiempos felices, y en modo alguno anclarnos a ellos.



Afortunadamente ni la motivación del asunto, ni las consecuencias, fatales para Dorian, son las mismas, y lo que es peor, el arrepentimiento, tampoco. Mientras el protagonista de la ficción sufre horrorosamente por algo que está fuera de su control, y abomina de la maldición que mantiene incólume su juventud, sus imitadores disfrutan,  encuentran placentero el asunto de mirarse en el espejo y reconocerse en el rostro joven-en apariencia- de otra persona, despreocupados ante su osada ignorancia sobre el mayor tesoro moral de los creyentes, el remordimiento, el sentimiento de culpa, el pecado al fin y al cabo.

El hedonismo que nos asuela, la búsqueda del placer, que viene a ser ese pecado capital que no figura en la lista, es lo que tiene.



 Oscar nos previene en el prefacio, insistiendo en que no, que la moral es una cosa – personal o colectiva- y el arte otra bien distinta, y que no debemos confundir jamás al artista con la opinión que sobre él tengan los fariseos. Y esta es otra cuestión, el sentimiento colectivo de incidir sobre el bien y el mal, dando por buena la opinión de la mayoría, la diosa democracia, virgen donde las haya – en la doble acepción de su significado- y olvidando, otra vez, la terminante prohibición que la Confederación Hidrográfica del Guadiana – tengo más-  impuso a la obra en general de Oscar Wilde y a “El retrato” en particular. Considerando algo banal y secundario el único crimen que está universalmente establecido por aquello tan perverso para ellos - los confederados-  la ley natural, y que no es otra cosa que el crimen de hacer daño a los demás, comprendemos perfectamente la desazón de Dorian Gray al ver como su “otro” destrozaba al personal, y como Wilde nos aclara implícitamente que en todo caso, la belleza no es culpable de nada.

De ahí se deduce que quien quiera hacerse sangre persiguiendo lo imposible, solo deba dar cuentas a su espejo y a su bolsillo, siempre y cuando el respeto a los demás sea una extensión natural de su belleza real o imaginaria.



Lecciones morales tan alejadas de las impuestas por la Confederación Hidrográfica del Guadalquivir – los ríos catalanes están momentáneamente exentos-  que nos impidieron en su día disfrutar de la sabiduría que se encierra en el texto de Oscar Wilde, quien no solo estuvo prohibido por ser quien era, más bien por ser “como” era-, sino que fue condenado a una muerte peor que la de Dorian, y conste que no estoy destripando la novela, que todavía no la he terminado y puede que termine con final feliz, como debe ser.



Hay novela, hay libro, y hay obra maestra, sin que pueda hacer otra cosa que insistir en el tópico, y revelar que aparece otro personaje, aparentemente accidental, Lord Henry, Harry para los amigos, que nos descubre aspectos ocultos de la moral y de las costumbres humanas, con un lapidario sentido de la elocuencia, del humor y de la gramática parda, revestidos todos por la elegancia del aristócrata victoriano que todos llevamos dentro, o nos gustaría llevar, a sabiendas de que lo otro, la revelación de la hipocresía farisaica de nuestro ambiente, nos esté vedado, en parte por incapacidad – Oscar era un genio- y en parte por las dichosas confederaciones hidrográficas, la dichosa represión sobre lo políticamente incorrecto – ojalá la política fuese lo único incorrecto- que nos hace ocultar las verdades con las medias mentiras entre las que discretamente nos movemos.



Me temo que tengo que volver a empezar, a releer desde el principio y a seguir disfrutando, y en mi caso, puedo asegurar, que el placer de hacerlo no va a ir acompañado de complejo de culpabilidad ni de remordimiento alguno. Y conste que si no paso por el bisturí y las inyecciones que te quitan arrugas o manteca, es porque el espejo espejito no me dice nada que yo no sepa, ni que pretenda ignorar.  C´est la vie, mon ami Dorian. Vivamos y dejemos vivir.




Fé de erratas:

-  Donde dice “Confederación Hidrográfica...” debe decir....eso. (Ese es de Los Luthiers).



Pero también puede leerse...  “Index librorum prohibitorum” o Indice de los Libros Prohibidos, el “Index” para nuestros consejeros espirituales, que llegó a gozar de más de cuarenta ediciones, la última de 1948, hasta su intento de supresión en 1966 por Pablo VI.






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