Que Dorian Grey era un monstruo, parece
algo que no admite dudas. Que su “inventor” se incorporó con este personaje al
elitista grupo de escritores sobre los que cargamos la responsabilidad de
nuestras mejores pesadillas - las ficticias – tampoco. Aquí se incluye a Mary
Shelley con su Frankenstein, a Bram Stoker con Drácula, y pocos más. El como la
novela “gótica” de terror se hizo popular y, sobre todo, continua gozando de esa
característica a lo largo del tiempo en nuestro imaginario colectivo, es
comprensible si extrapolamos el motivo principal de todos ellos, idéntico al de
Dorian Gray, el ansia infantil de la humanidad por conseguir la vida eterna,
algo que, hasta entonces, estaba reservado a los creyentes de aquellas
religiones, la mayoría, que la ofrecen como promesa principal.
Sucede que Oscar Wilde, en los momentos
mas delirantes de su fantasía “fin de siecle”, cuando la competencia con otros
románticos y la moda imperante inducían a intentar reflejar la oscuridad del
alma humana a través del poema o de la novela,
jamás llegaría a imaginar, cual Verne en su futurismo científico, que la
magia de su personaje, su eterna juventud, como la de aquel pobre hombre que
vendiese su alma al diablo a cambio de la inmortalidad, o a cambio del amor de
una chica, que viene a ser lo mismo, pudiese convertirse en algo banal y
consuetudinario tan solo cien años después.

Wilde
exagera discretamente aquello de la perversión, sin explicarnos en
absoluto su causa. Ya que el señorito no tiene razón alguna para convertirse en
un malvado de solemnidad, y en todo caso debería estar agradecido por estirar
indefinidamente su bien mas preciado, que no es otro que su cara bonita.
Y es de los estiramientos, y la eterna juventud, sobre lo que hoy se me
ocurre divagar.

En sus seguidores de hoy, multitudinarios ellos, no es tanto, o no lo es en absoluto la presión ambiental, aquella que hace necesario el someterse a cruentas y peligrosas intervenciones quirúrgicas para defenderse de aquel que no tiene prisa, pero siempre nos alcanza, el tiempo; más bien es el fatídico espejo espejito, dime quien es el más bonito, y la ilusoria cantinela del volver a los diecisiete, preciosa canción de Violeta Parra, o de Mercedes Sosa, que no recuerdo, que al igual que Wilde solo pretende rememorar tiempos felices, y en modo alguno anclarnos a ellos.

El hedonismo que nos asuela, la búsqueda
del placer, que viene a ser ese pecado capital que no figura en la lista, es lo
que tiene.
Oscar
nos previene en el prefacio, insistiendo en que no, que la moral es una cosa –
personal o colectiva- y el arte otra bien distinta, y que no debemos confundir
jamás al artista con la opinión que sobre él tengan los fariseos. Y esta es
otra cuestión, el sentimiento colectivo de incidir sobre el bien y el mal,
dando por buena la opinión de la mayoría, la diosa democracia, virgen donde las
haya – en la doble acepción de su significado- y olvidando, otra vez, la
terminante prohibición que la Confederación Hidrográfica del Guadiana – tengo
más- impuso a la obra en general de
Oscar Wilde y a “El retrato” en particular. Considerando algo banal y
secundario el único crimen que está universalmente establecido por aquello tan
perverso para ellos - los confederados- la ley natural, y que no es otra cosa que el crimen de
hacer daño a los demás, comprendemos perfectamente la desazón de Dorian Gray al
ver como su “otro” destrozaba al personal, y como Wilde nos aclara
implícitamente que en todo caso, la belleza no es culpable de nada.
De ahí se deduce que quien quiera hacerse
sangre persiguiendo lo imposible, solo deba dar cuentas a su espejo y a su
bolsillo, siempre y cuando el respeto a los demás sea una extensión natural de
su belleza real o imaginaria.

Hay novela, hay libro, y hay obra
maestra, sin que pueda hacer otra cosa que insistir en el tópico, y revelar que
aparece otro personaje, aparentemente accidental, Lord Henry, Harry para los
amigos, que nos descubre aspectos ocultos de la moral y de las costumbres
humanas, con un lapidario sentido de la elocuencia, del humor y de la gramática
parda, revestidos todos por la elegancia del aristócrata victoriano que todos
llevamos dentro, o nos gustaría llevar, a sabiendas de que lo otro, la
revelación de la hipocresía farisaica de nuestro ambiente, nos esté vedado, en
parte por incapacidad – Oscar era un genio- y en parte por las dichosas
confederaciones hidrográficas, la dichosa represión sobre lo políticamente
incorrecto – ojalá la política fuese lo único incorrecto- que nos hace ocultar
las verdades con las medias mentiras entre las que discretamente nos movemos.
Me temo que tengo que volver a empezar, a
releer desde el principio y a seguir disfrutando, y en mi caso, puedo asegurar,
que el placer de hacerlo no va a ir acompañado de complejo de culpabilidad ni
de remordimiento alguno. Y conste que si no paso por el bisturí y las
inyecciones que te quitan arrugas o manteca, es porque el espejo espejito no me
dice nada que yo no sepa, ni que pretenda ignorar. C´est la vie, mon ami Dorian. Vivamos y
dejemos vivir.
Fé de erratas:
-
Donde dice “Confederación
Hidrográfica...” debe decir....eso. (Ese es de Los Luthiers).
Pero también puede leerse... “Index librorum prohibitorum” o Indice de los
Libros Prohibidos, el “Index” para nuestros consejeros espirituales, que llegó
a gozar de más de cuarenta ediciones, la última de 1948, hasta su intento de
supresión en 1966 por Pablo VI.
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