Lecturas gozosas. Fernando Vallejo.
Lo usual suele ser pensar en el
destinatario y sus preferencias y elegir alguno, supuestamente de su
agrado.
Esto plantea una incógnita indecisoria
si quieres acertar, ya que nadie puede garantizarte dar en la diana.
La alternativa, compulsiva en mi caso,
es regalar los que a mi me gustan, para después comprobar con cierta
frecuencia que, quien abre el envoltorio, muestre habitualmente
sorpresa por lo extraño del autor o del asunto, sorpresa que no
quedaba descartada en la primera opción, por muchas vueltas que
dieses a los presuntos gustos del destinatario o al hecho, también
probable, de que por tu desconocimiento figure entre sus libros
leídos con anterioridad e incluso aparezcan en un lugar ostensible
de su estantería. Situación esta del asombro, menos probable cuando
elijo libros que ya he leído yo y que, incluso, figuran entre los
clásicos de la literatura.
Si al menos cometemos antes la
razonable amenaza de avisar con antelación sobre título o autor,
eliminamos el factor estupefaciente ante el contenido oculto, a la
vez que elevamos las posibilidades de dar en el clavo hasta cifras
cercanas al ciento por ciento. Puede parecer una heterodoxia social,
pero resulta eficaz con toda seguridad.
Este fue el caso, usando la tercera
vía, opción que sin excluir a las dos primeras, puede ayudar a
resolver el rompecabezas.
-¿Que te parece Vila Matas? - Me
preguntan desde una librería lejana, con intenciones harto
presumibles.
-!Pedante!- Respondo instintivamente,
ante el riesgo de leer más cosas de uno de esos autores que los
críticos, y sus editores interesados, encumbran y que a uno le
suelen provocar la sensación deprimente de ser engañado una y otra
vez. A veces es más acertado el huir de los suplementos literarios
de la prensa y dejarse guiar por el instinto o el azar.
-Entonces elegiré otra cosa- escucho,
aceptando las preferencias de quien, al fin y al cabo va a regalar
algo de su gusto.
Y así me cayó un autor desconocido
Fernando Vallejo, con una novela que no lo era, recogida en una
cubierta y un nombre divertidos: !Llegaron!.
Feliz descubrimiento, el comprobar que
Garcia Márquez sigue vivo y en Colombia, y que algún heredero de su
oficio literario logra desnudarlo de cierto exceso de fantasías
telúricas, tan propias ellas del desierto y de la jungla, del
altiplano y los manglares, para usar el riquísimo castellano que
atesoran en envolver historias familiares de infinitos nombres y
otras tantas generaciones de parientes, si bien lo hace cambiando la
fantasía de Gabo por el humor, algo absolutamente necesario en estos
deprimentes tiempos de calma chicha, cuando no puedes saber si la
humanidad se ha detenido unas décadas para reponer fuerzas o si el
retroceso paulatino que sufre es solo la actitud del felino antes de
dar el gran salto.
En todo caso necesitamos esa diversión
que nos transmite este escritor inteligente, quien se ríe del
inmenso árbol donde ha crecido y de todas sus ramas, laterales o
troncales, sin olvidar las raíces o la tierra que lo sustenta. Todas
son motivo de mofa, de la que algo nos toca inevitablemente, llevando
el paralelismo de la descripción esperpentica de tantos personajes
familiares a aquellos del nobel colombiano, con otra particularidad
añadida al humor, la cercanía de sus divertidas, y a menudo
crueles, peripecias, con las del lector, al menos para los que
encuentran algún punto en común de su propio ambiente con el
presuntamente autobiográfico de Fernando Vallejo. Se agradece.
Hilarante es el texto, narrado en
primera persona por alguien que sospecha de su inestabilidad siquíca
y lo cuenta como los pacientes lo harían al psiquiatra. Si bien son
tan razonables y coherentes sus disquisiciones que, ni el psiquiatra
que se sienta junto a él, en el aeroplano que lo devuelve, o aleja,
de su casa, ni el lector, pueden ver en ello otra cosa que la
impostura de quien tiene miedo de decir ciertos disparates y pretende
atribuirlos a una tercera persona, su otro yo patológico. Recurso
demasiado visto, incluso en los grandes, para que se lo valoremos
como original.
Tampoco la historia personal del autor,
al parecer rica en escritos e incluso en filmografia, o sus avatares
personales o sentimentales en arboles alejados del suyo natal, nos
deben distraer o a influir en la valoración placentera de su
lectura.
Resulta inevitable por otra parte, la
repetida exclamación del lector al descubrir cada diez o veinte
páginas aquellos vocablos que no había vuelto a escuchar desde la
infancia, secuestrados por otros inapropiados e impostores, que
confirman la riqueza de nuestra lengua y los lugares donde habrá que
ir a recuperarla cuando aquí la hayamos echado a perder
definitivamente.
Así he redescubierto que el corredor
de mi casa lo es, corredor, y que eso de llamarlo pasillo, diminutivo
además, que es lo único acertado, ha conseguido que olvidase su
correcta denominación.
No puedo decir otra cosa de la quema,
sustantivo alejado de cualquier tiempo verbal, que define el hecho de
destruir algo con fuego. Cuando escuchábamos: !Hay quema!, había
que salir corriendo para intentar apagarla. En su lugar se nos coló
el incendio a quien el diccionario atribuye la particularidad de
quemar aquello que no está destinado a quemarse. Si bien al fuego
jamás le ha importado que aquello que arde esté o no destinado a
sucumbir a las llamas. Nostalgias de la quema, con el articulo
siempre delante. No puedo evitarlo.
Me describe también los globos de
papel que echábamos a volar justo en estas fechas, los días fríos
de San Antón, que en el otro hemisferio supongo no serán tan
gélidos y que justificarían los divertidos incendios, quemas, que
producirían estos artefactos heredados de la tradición española,
que tampoco. Ahora soltamos vaquillas, para variar. Tiempos de globos
y cucañas, de música de tamboril y de dulces de las monjas
gorronas, que tampoco son lo que podríamos pensar. Al parecer
aquellas tenían una toca que podía confundirse con una gorra y por
eso la confusión, que el escritor nos va regalando y desentrañando,
haciéndonos reír con las desventuras de sus veinte hermanos y otros
tantos tíos y tías, de los abuelos y del hermano alcalde, quien
llega a merecer otra novela con ese titulo exclusivo, “Mi hermano
el alcalde”.
Demasiado malvado y cruel, misántropo el autor,
iconoclasta absoluto,excesivamente sacrílego para ciertos creyentes,
en la iglesia o en el fútbol, impertinente hasta resultar molesto, y
en todo caso necesario y divertido estilista del nuevo traje del
emperador, que al parecer sigue en pelotas y que, leyendo a Vallejo,
podemos reírnos de él, que es lo que procede en estos casos.
Ahora me queda el bucear entre la
docena de obras que ha escrito, excluyendo de entrada a su mayor
éxito “La virgen de los sicarios”, por lo indigesto de su
asunto, y porque mezclar el eros con el patos, el sexo con el crimen
y con las tendencias sexuales de quien lo cuenta, me suele producir
nauseas, y uno de risas siempre anda necesitado, pero las cosas del
estomago son delicadas, como la criatura que lo sustenta. Para
nauseas ya tengo el telediario.
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