miércoles, 14 de febrero de 2018

INGMAR BERGMAN EN EL MANUAL DE USO CULTURAL Nº 36.- (Y el testimonio de Jaime)

                              

Parece ser que, al menos para los creyentes en el mundo científico, las estrellas no son lo que parecen, son tan solo la luz que viaja en el espacio regalándonos el recuerdo de aquellas extintas hace millones de años. Para hacerlo todavía más sorprendente, nos quedamos sin conocer la fecha del futuro y definitivo apagón de cada una de ellas. En todo caso, algunos eones después de que la humanidad se haya marchado.



Hay otro tipo de estrellas, para los creyentes en el mundo artístico que, además de tener mucho en común con las celestiales, como su evolución dentro de la cuarta dimensión, nos producen cierto tipo de prudente y reverente temor al acercarnos a ellas, a su brillo majestuoso. Es el caso de Ingmar Bergman, director teatral sueco que llevó sus obras y sus actores al estudio de cine para iluminar desde allí, durante medio siglo el panorama cinematográfico. Continuó haciéndolo después de desaparecer, a través de guiones y obras de teatro inéditos, gracias a la maestría en la dirección, heredada por su actriz favorita, Liv Ullmann. Su luz sigue brillando, cegadoramente , y como la de las estrellas del firmamento, podemos precisar el momento de su origen pero nos resulta imposible, e inconcebible, poner una fecha a la duración del destello.



Cineasta auspiciado por otros directores, Víctor Sjostrom –inefable protagonista de “Fresas salvajes” y Alf Sjober; inspirado por los dramaturgos Ibsen y Strindberg, iluminado por la cámara de Steven Nyvist, y vestido con las máscaras de actores como Gunnar Bjornstrand, Max Von Sydow, Ingrid Thulin, Bibi Andersson, Harriet Anderson y Erland Josephson. Nombres exóticos convertidos en rostros familiares de nuestro universo cercano. 


La impronta religiosa de todos sus motivos, absolutamente humanos, inequívocamente marcados por la metafísica luterana que impregnaría su infancia de hijo de pastor protestante, se inmiscuye como base teatral en películas de temática similar y de estética y planteamiento dramático comunes. El hombre, su relación con otros semejantes cercanos, y la muerte. La desdicha y los escasos medios de que disponemos para afrontarla.

El séptimo sello, 1957, y su partida de ajedrez del caballero contra la muerte, establecen que hay algo peor que el diablo y que el pecado, alguien que gana todas las partidas.



Simultáneamente llegaron sus “Fresas Salvajes” y con ella la consagración del director, a la vez que el comienzo de la orientación de su obra hacia un público exigente y adulto, ansioso de disfrutar historias que transmitiesen, al espectador la necesidad de una reflexión sobre las vicisitudes de los protagonistas y su extensión inevitable sobre las propias. Obra cumbre sobre la mirada atrás de un anciano y su balance del pasado. Esperanzadora y optimista meditación, magistral lección del profesor al recomendarnos no marchar sin dar antes las gracias y pedir disculpas por nuestros errores.




Después, sus películas no cesan de ganar en intensidad dramática y en calidad visual. Los primeros planos y los silencios generosamente intercalados en todas sus historias crean una marca de fábrica que hace germinar innumerables e insensatos imitadores. Obras de enorme densidad emocional, con evidentes sobreactuaciones de actores prodigiosos. El rostro, El silencio, Los comulgantes, Persona, La vergüenza, Pasión, Gritos y Susurros, Secretos de un Matrimonio, o Cara a Cara, son títulos tan aparentemente secos e impasibles como las historias que encierran, tan lentos en su exposición como generosos en la psicología de sus personajes.

Desgraciadamente limitadas a circuitos especiales, a disposición de un público que se hace adicto a ellas, o que las rechaza por aquello de que “el mensaje” no quedaba suficientemente explicito o, quizás, no sienta necesidad de mensaje alguno.



Inevitable compararlo con Faulkner, dos genios que “solo” se atreven a contarnos aquello que mejor conocen, su entorno cercano y sus recuerdos personales, que son la arcilla que todo artista modela a lo largo de su vida. En ambos casos gozan de un territorio propio creado por ellos. Sin embargo la isla de Fárö no pertenece a ningún universo ficticio, es real, donde vive y trabaja hasta su final Ingmar Bergman, y desde donde sigue brillando su luz.

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El testimonio de Jaime (Ahora Jaume, léase Yauma).-



Hubo un tiempo, de cuyas hogueras todavía quedan rescoldos, en los que la película continuaba un rato largo después de que se encendiesen las luces de la sala. Comenzaba el debate propio del cine forum. Algún experto documentado se erigía en moderador e iniciábamos una discreta, a veces apasionada, tormenta de ideas sobre la película que habíamos visto, la exquisitez de la fotografía o de los actores, o en ciertos casos como el que relato, sobre el significado del guión, sobre el mensaje que el director, Bergman, había intentado transmitirnos infructuosamente.

La película era “La vergüenza” “Skammen”, de 1968, y la reunión, en la sala de actos del colegio mayor, un ensayo a las asambleas preconstitucionales que nos entrenaban para pergeñar ideas propias y defenderlas a cualquier precio, algo que pocos años después ya no haría falta, ni defenderlas, ni mucho menos tener ideas propias.



El argumento era bastante deprimente, en el sentido clásico de la tragedia, creo recordar, y su comprensión presuntamente fácil dentro de la dramaturgia propia del teatro filmado en blanco y negro. Los subtítulos todavía no habían hecho acto de presencia en el cine comercial y los diálogos eran tan parcos que nos pareció ciertamente normal su desaparición en los minutos finales, mientras la barca se mueve lentamente entre la bruma, con algún plano intercalado de los personajes supervivientes a una guerra abstracta. Solo la contumacia del director al omitir cualquier ruido ambiental, los remos, el fulgor lejano de explosiones, también silentes, hasta la música incidental propia de cualquier fin de fiesta. El silencio absoluto, que ya había dado título a otra película suya en el 63.



No pudimos encontrar mejor motivo para elevar aquel epílogo al corolario argumental que rubricaba la intencionalidad del mensaje. Intencionalidad sobre la que disponíamos de varias interpretaciones, razonadas, discrepantes, y justificadas durante largos minutos, hasta el paroxismo y más allá, por aquellos que veíamos clara la advertencia apocalíptica bergmaniana.



Estábamos a punto de concluir el mitín, del que saldríamos como casi siempre con ideas divergentes sobre la cuestión, pero reforzadas las propias dentro de la cabeza de cada ponente, cuando apareció Jaime.

Perdón, Yauma, que era físicamente parecido al Woody Allen de aquellos años, si bien algo más bajito y quizás con gafas más discretas. Pertenecía al grupo de estudiantes de telecomunicaciones, quienes habían asumido por principios de lógica difusa, la responsabilidad técnica de la sala de proyecciones. Era pues el proyeccionista que nos había servido el espectáculo.

Tímidamente se acercó desde atrás y tras varios intentos por hacerse oír en medio de las últimas parrafadas estentóreas, pudimos escuchar su versión. Definitiva.



-Quería pediros disculpas, me temo que sin querer, he dado con el codo a la palanca del sonido, y os he dejado sin oír los cinco o diez últimos minutos. Si os parece, rebobino y os los vuelvo a poner.



No hizo falta, ni de aceptar sus disculpas, ni de comprobar la veracidad del mensaje que habíamos inventado.

Marchamos cabizbajos, y aleccionados sobre la incapacidad del ser humano para interpretar sensaciones que escapan a sus sentidos. Ver más allá que tus ojos u oír cosas que no escuchan tus oídos. Dejarte guiar por una mente que fía en la intuición, en la agudeza y arte de ingenio -exclusiva de Gracián- aquello que solo puede sostenerse con datos fidedignos.

Enseñanzas que, como podéis comprobar, tampoco nos han servido de nada.



        
                          

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