FREAKS.
“Es solamente un espectáculo propio
de barraca de feria, destinado a ignorantes y desocupados”
Lapidaria definición de cierto
aristócrata francés sobre el cine, allá en los albores de la
industria. Era ciertamente una incipiente industria exclusivamente
dedicada al entretenimiento, que ascendió a salas especificas para
su disfrute por la burguesía, amplió temática argumental, y
aprovechó avances técnicos hasta un limite que, como el del
universo, todavía no puede afirmarse, ni el mismísimo Hawking lo
hizo, si es finito o infinito.
Lo cierto es que nuestro ciertamente
limitado conocimiento sobre los espectáculos ofrecidos en aquellas
barracas , y sobre la verosimilitud o incluso legalidad del producto
que producían, pertenece al limbo literario, periodístico y también
cinematográfico, recogido en ciertos relatos, la mayoría de las
veces basados más en la imaginación, que en las vivencias de
quienes llegaron a disfrutarlos.
Paradojicamente es el cine quien nos
ofrece la recreación aproximada de aquello, tanto sobre el exterior
como sobre el contenido de la caseta, que podía contemplarse
brevemente a cambio de unas pocas monedas. Pero el cine, drama, va
mucho más allá del mero documental y nos presenta seres humanos,
pasiones, y a la vez llega a cuestionar al espectador, a veces sin
proponerselo, el nivel de sus valores humanos, de la moral social en
una época determinada. Paradójico resulta que que nos muestre
precisamente una película, Freaks, de Tod Browning 1932, el mundo
interior de aquellas barracas de feria en los años treinta del siglo
pasado. Un circo del terror, un desfile de monstruos reales, que
explotaban la morbosa necesidad del público de contemplar, e incluso
tocar para dar fe de su veracidad, las deficiencias físicas o
rarezas de otras personas que lo eran tanto como ellos.
"Subhumanos" usados
colectivamente como esclavos, entonces y hoy, allí – negritud- y
aquí en Europa, -pureza de sangre mediante-, o usados
individualmente cuando la rareza permite catalogar al espécimen de
“monstruo” y exhibirlo como negocio.
Y aparecen otros actores en el
programa, sobre los que veo necesario explayarme. Los que hacen
dinero con la explotación del deficiente, del raro, o del corto,
como benevolentemente llama Antonio Rico al adicto a los emoticonos
del móvil, y sus introductores ante el publico, embajadores de la
miseria, o animadores según el termino especifico para esta labor,
sea en el circo, dentro de la barraca, o voceando fuera de ella, o
sea universalmente en los programas televisivos ad hoc.
Sobre los primeros no es necesario
insistir. El dinero no tiene alma, su función primordial es crecer
ilimitadamente. No cree en tabúes, y tanto las leyes como la ética
son así considerados para él, y esto es perceptible desde los
comienzos de la civilización, tal y como la entendemos.
“Pecunia non olet” respuesta de
Vespasiano, hace 2000 años, a los reparos suscitados por su impuesto
sobre la mierda.
Los vendedores de este articulo, sin
embargo, merecen una consideración aparte, son exclusivamente
intermediarios, y suelen hacer carrera personal y conseguir con ello
un ascenso económico y social basados en su necesaria función
mediática, la de presentar incansablemente estos “monstruos” a
un público mayoritario necesitado de contemplar los defectos, cuando
no el dolor, ajenos. En la imagineria literaria del género -que lo
es- o cinematográfica, suelen desempeñar el rol de malvados, aunque
dudo que en la real del día de hoy, y en su versión televisada
deban ser considerados como otra cosa que, al menos, cómplices
necesarios, y por tanto personificación de la perversión. Podría
citar una docena, habituales en el cabaret cuando este existía, pero
no debo olvidar el personaje de Gig Young en “¿Acaso no matan a
los caballos?” novela de Horace McCoy llevada al cine y titulada
aquí “Danzad, danzad, malditos” 1969 Sidney Pollack, centrada en
una maratón de baile donde las parejas inscritas lo hacen hasta la
muerte si es necesario, y el publico disfruta pagando, otra vez, con
la contemplación de la miseria humana. El presentador, interpretado
por Gig Young, no necesita bailar para vivir de su oficio, si bien
cobra en especie algunos servicios extra. Ambientada la película en
el mismo año que se estrenó “Freaks” 1932, con el supuesto
atenuante moral, dada la crueldad que nos muestra, de la Gran
Depresión de los años 30. Como anécdota, el actor se suicidaría
poco después, tras asesinar a su esposa, si bien entonces no sabían
que cosa absurda era eso de la violencia de género.
Los actuales especialistas en vender la
mezquindad, las deficiencias, o simplemente el aspecto bizarro del
artista que aparece tras la cortina televisiva, gozan de inmensa
popularidad a la vez que tienen garantizado su futuro en otros
subgeneros de su especialidad, a saber el teatro, los libros- a veces
escritos por otros-, o incluso la política, donde siempre son bien
recibidos en tanto que, cual flautistas de Hamelin, suelen llevar
detrás miles de seguidores, es decir votantes, que pretenden seguir
disfrutando la fetidez, el halo de la desgracia ajena que tan bien
suelen suelen mantener estos artistas, halo al que llaman fragancia,
por cierto. Podría, pero no quiero, dar nombres propios de los
culpables , de los colaboradores necesarios para esta indignidad,
pero es tan fácil identificar los dos o tres programas de mayor
audiencia en todas y cada una de las cadenas televisivas que, quien
quiera puede poner rostro a estos bellacos reales de los tiempos que
nos tocan. Los veo sonreír, con idéntica actitud que las hienas,
mostrando la alegría que puede producir el bocado inminente, y los
dientes, colmillos afiladisimos que no soltarán su presa de carroña,
hasta que llegue la publicidad. Sonrisas de tamaño variable,
emparejada con el caché de cada cual, como afirmaba Jack Nicholson
sobre los actores de Hollywood. Igualitos.
“Vacas flacas, hombres flacos,
banquete pa los chimangos” cantaba Larralde, pero era una milonga.
Ahora me temo que la delgadez, la anorexia es moral, y colectiva, y
las milongas no se llevan.
Pero, sin lugar a dudas, la parte más
importante, imprescindible, de esta triada del mal, está constituida
por el público, la audiencia anónima, sedienta de sangre y dolor
pretendidamente ajenos. La demanda infatigable e inmortal de las
vísceras y sus contenidos.
Las carnicerías especializados en
“despojos” han desaparecido de los mercados, y ello es debido,
curiosamente, a que el requerimiento de callos, de casquería en
general, ha convertido en articulo de primera algo que siempre ha
estado destinado a las barracas de feria.
Por otra parte, culturalmente la
historia ha atribuido siempre culpas ocultas a cualquiera que tuviese
la desgracia de parecer diferente a los demás. Cuando esa diferencia
era una deficiencia física, o incluso mental, el sujeto se convierte
inevitablemente en reo. Ciertamente que los lisiados, los amputados
de ambas piernas, no deben tener motivos para compartir su impostada
felicidad, ciertamente ausente, con el resto del mundo, pero lo
cierto es que siempre se han buscado motivos, nimios incluso, para
achacarles pecados de los cuales su deficiencia es evidente
penitencia.
Personaje paradigmático son el
tullido del carrito y el ciego de “Los olvidados “ de Buñuel
1950, de como forzadamente son los malos de la película y
consecuentemente pagarán su culpabilidad comme il faut. La necesidad
de mantener la leyenda de que la desgracia está siempre justificada
por la culpabilidad de sus portadores, cuando no por mandato divino.
Los albinos en ciertas culturas, los de tamaño excesivamente grande,
o pequeño, los creyentes en religiones diferentes, los
automarginados, cualquier pretexto es bueno para apedrearlos,
mostrarlos en la barraca o sacarlos en la tele. Cuando no someterlos
al mayor espectáculo del mundo que, como es sabido, consiste en su
ejecución pública.
Nunca en la historia han acontecido
sucesos que atraigan a mayor audiencia, deseosa de contemplar en
directo, la muerte ajena. Hace poco leí el relato de un escritor
-motivado supuestamente por su afán de cronista- sobre su
experiencia como espectador durante la última ejecución con
guillotina, en 1977. Crónica de los desfallecimientos del respetable
en el momento supremo, y de como rompieron la barrera policial para
tocar, mojar sus pañuelos, y supongo que algunos chupar, la sangre
del ajusticiado. La locura colectiva, la peor de las maldades, igual
que la de los teleespectadores, la anónima que queda sin castigo y,
lo que es peor, sin consciencia alguna de sus consecuencias, de estar
irremisiblemente poseídos por la estupidez de quien cree que no hay
nadie al otro lado del espejo.
Curiosamente en el cine, hace tiempo
que los monstruos son elaborados por ordenador, mediante la
imagineria digital, siendo innecesaria y obsoleta la obscenidad
inhumana de mostrar a “monstruos” reales, gracias también al
filtro de la corrección política-algo bueno tenia que tener- que
insiste en llamar semejantes a los que tenemos al lado.
En los medios desgraciadamente no es
así. Los crímenes siguen alimentando el morbo, tanto más cuando
las victimas son más indefensas, en edad, en género, o en número.
Su eco es estirado incansablemente por los vendedores de sangre, y no
pocas veces, las victimas adheridas, familiares generalmente,
consiguen una notoriedad que dura años, y sostienen voces que
resuenan periódicamente, reatroalimentando la audiencia de siempre.
Y suelen ser los políticos quienes aprovechan el tirón en la
popularidad del crimen en cuestión para ofrecer sus servicios,
aquellos generalmente incapaces siquiera de encender un pitillo sin
brazos ni piernas, como el protagonista de Freaks, que de liarlo ya
ni os cuento, cuando no adquieren la personalidad del “monstruo”
en primera persona, enriqueciendo la cartelera, siendo con excesiva
frecuencia reos de esos crímenes que tanto gustan a la chusma como
diría Fernán Gómez, quien vivió razonablemente bien del negocio
este del espectáculo, bien entendido como otra cosa diferente de la
exhibición de aquello que provoca falso “desagrado” a los
espectadores no menos falsos masoquistas, deseosos de pagar por ello.
Conste que he olvidado las figuras
negras de Goya, las brujas y sus aquelarres, y también el
calcular cuanto daría un servidor por asistir a un buen aquelarre,
no digo ya a un auto de fe.
Lo único que me queda claro de esta
cuestión es que los presuntos monstruos no lo son ni lo fueron
jamás, y que para la triada del mal, exhibidores, intermediarios y
sobre todo, el público, ese término es el que resulta más
apropiado. Son, somos, monstruos.
Me rindo.
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