Reconozco que interrumpir asqueado la
lectura de “Las partículas elementales” fue un acto compulsivo,
hoy manifiestamente erróneo.
El prestigioso título, superventas
aclamado por la crítica francesa y orgullosamente editado por
Anagrama en 1999, me pareció un compendio de literatura de bragueta,
drogas y rocanrol; respuesta europea a los excesos del post hipismo
imperante. Una apología del mal gusto revestida con pretensiones
sociológicas y futuristas por alguien que aparentaba conocer de
primera mano el ambiente que estaba retratando.
Pero, la presencia constante del autor en los
ecos culturales franceses, literarios al principio, políticos
después, me hizo pensar si esta condena a la oscuridad no había
sido precipitada e injusta. La aparición de “Sumisión”
simultanea al acmé de los atentados islamistas en París, y la
lectura de su primera novela “ Ampliación del campo de batalla”
confirmaron mi error.
No obstante lo adictivo de su lectura,
y la calidad documental de su obra, esta queda sobrepasada,
trascendida, por la personalidad del autor. Como los grandes maestros
de los dos siglos anteriores, sus opiniones sobre cualquier asunto
político o social de cierta trascendencia, han sido repetidamente
requeridas y públicamente expuestas, con la convicción para muchos,
de la necesidad de escuchar atentamente a este oráculo.
Los matices de sexualidad obsesiva,
para cuya descripción no parece estar especialmente dotado, y que
impregnan cada vez más esporádicamente sus novelas, solo son el
rescoldo de la transgresión primaria, superada con creces con otras
etiquetas más descaradas e inmorales.
Así la xenofobia, negros y musulmanes
de momento, chinos en reserva, la misoginia explicita en sus
personajes femeninos, y la misantropía de sus protagonistas que,
siempre en primera persona, con matices autobiográficos incluidos,
nos retratan un mundo contemporáneo, el nuestro, donde el humanismo
ha pasado a mejor vida, quedando secuelas religiosas o políticas que
no son otra cosa que costras de viejas heridas, a punto de
desprenderse definitivamente.
Aparte del egocentrismo, ganado con su
meritorio esfuerzo, y de que cualquier entrevista suya tenga hoy la
categoría de catecismo para creyentes del porvenir. Aparte de lo
apabullante de sus razonamientos, sólidamente fijados en la historia
de la cultura occidental-francesa- y alambicados por un presente
ciertamente preapocaliptico, según Houellebecq, lo cierto es que la
lectura de “Sumisión” te hace sentir como asquerosamente
probables, como terriblemente reales y cercanas, elecciones del 17 o
del 22, las inevitables consecuencias de la degeneración moral y
política de la sociedad que retrata.
Comparado con Aldous Huxley, con Orwell
y su 1984, de los que no reniega, añade a sus profecías la terrible
cercanía del Armagedón. Los clásicos nos lo fiaban lejano, y ese
decalaje temporal alentaba la esperanza de ver en que erraban sus
advertencias. Las de Houellebecq no te dan esa opción de esperar a
ver que ocurre, son absolutamente implacables, te describe aquello
que está sucediendo ya, ahora.
Como profeta, estimable sin duda para
los creyentes, la reencarnación que estaría dispuesto a aceptar de
manera incondicional, es la de su antecesora Casandra, a quien los
dioses le dieron el poder de adivinar el futuro y castigaron con la
incredulidad forzosa de quienes la escuchaban.
La incorrección política de un
intelectual que nos ofrece con su obra, y con su testimonio personal,
un catalogo de los errores de la sociedad actual- la francesa, pueblo
regicida- y su pronostico sobre el devenir inmediato de la historia
europea, lo convierten en algo más que un entretenimiento para
lectores aburridos. Su diagnóstico del mal, parece harto acertado,
si bien el pronóstico está por confirmarse, y el tratamiento, como hombre
inteligente, aparenta desconocerlo. El sociólogo sabio prioriza su
supervivencia y evita la critica ad personam de los centenares de
personajes reales que aparecen en sus diatribas, a la vez que resalta
los errores, y los horrores, de los grupos que protagonizan la
actualidad.
Desconozco cuanto pueda haber de
imprescindible en Houellebecq, obra y figura, y no me gustaría
volver a equivocarme. Pero sí me atrevo a decir que habrá que
tenerlo en cuenta.
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