Ese color, el de las hojas en otoño,
en el tiempo en que la savia suspende su suministro de vida vegetal y
ellas se sostienen en la rama donde nacieron esperando el primer
viento que las depositará en el suelo como copos pálidos de una
nevada yerma, cobertura crujiente bajo las pisadas, presagio de un
renacer tan efímero como su caída, el de las setas, justo antes de
que el frio nos cierre la puerta del frigorífico desde fuera,
dejándonos aletargados hasta la próxima temporada, sea electoral, o
la de la serie televisiva de moda, igual nos va a dar.
Hoy me han obsequiado con una lluvia de
hojas bajo el cercis, una “sakura” serrana que no desmerece de
las de los cerezos en el parque Ueno. Es una sensación
extraordinaria esta de sentirte homenajeado, inmerecida y
accidentalmente por la naturaleza, experimentando una sensación
absolutamente reconfortante, a la vez que te recuerda tu carácter
deudor para con ella.
El cambio hacia hojarasca de los fuegos
de artificio de la parra virgen, con sus purpuras iridiscentes, ya
queda en el recuerdo, sucumbiendo sus restos en la primera hoguera de
exterminio. Las del cercis todavía resisten, a pesar de que los
verdes de hace tan solo una semana son solo el patrimonio de las
ultimas en aceptar lo inevitable, su conversión en madera seca, en
vegetal cadavérico, útil si tienen suerte en convertirse en
mulching para el terreno y su esperanzador reinicio del ciclo vital.
Mientras tanto continúan balanceándose
en su caída, como modelo a imitar por los surfistas o por los
parapentistas que, como ellas, se detienen al contactar con el suelo,
con la madre. En algún momento mecidas por discretos y cambiantes
vientos del valle, he llegado a confundirlas con mariposas flotando
en en ese espacio inasible para uno, en el que solo ellas y los
milanos pueden establecer con nitidez las limitaciones del observador
humano, una de ellas, quizás la mas insignificante, la de no poder
volar.
Inevitable color de los lazos con los
que han castigado nuestras retinas durante meses. Lazos de churros a
medio hacer, como esos que el cliente especial pide al churrero para
que los extraiga de la sartén antes de conseguir su color, y
consistencia, adecuados, con la idea errónea para el rarito, de que
así serán mejor digeridos por su estomago de hipocondríaco. No
serán churros verdaderos, como el vino sin alcohol jamás será
vino. Tengo que suponer, y quizás equivocarme, que el símil del
churro a medio freír no es el que han buscado los propagandistas de
la cosa, y que quizás se apoyen más en las leyendas de las
películas del oeste americano, absolutamente alejado en el tiempo y
el espacio de su mundo real, en las que la cinta que se ataba al
viejo roble significaba el deseo del regreso de los combatientes,
regreso favorecido por los portadores de uniforme azul en cuyos
pantalones figuraban bandas verticales del mismo color de la cinta
del viejo roble.
Claro que eran tiempos de La legión invencible (She
whore a yellow ribbon), de West Point y de la caballería de John
Ford, de la ficción adolescente de un mundo inmaduro. La realidad
posterior, no resultó exactamente así. 60.000 estadounidenses
muertos y más de un millón de gentiles, infieles, o viets para los
lectores de tebeos, fueron el resultado una retirada, de un anábasis
absurdo, en una pretendida guerra fría – para demostrar que la
caliente hubiese sido infinitamente peor- mientras las cintas atadas
en los arboles norteamericanos languidecían y palidecían
decolorándose como las hojas de mi jardín.
Lo cantaba Donovan:
To Susan on the West Coast
waiting,
From Andy in Vietnam fighting.
Lo hizo justo antes de refugiarse en
Escocia perseguido por las fuerzas del orden de su majestad que
descubrieron un olor extraño en el tabaco y los bolsillos del
cantautor, y hasta ahí podíamos llegar. Las buenas costumbres
prevalecían entonces sobre sus transgresores.
Después tuvo que hacer alguna
estupidez, como Yellow Mellow, que aquí sería amplificada por los
barceloneses Mustang con la versión titulada “Me gusta el
amarillo” y en eso siguen ellos, al parecer.
Mira que si nos guiamos por las
supersticiones, por la estulticia de la leyenda convertida en dogma,
parece ser que la muerte en escena de Poquelin -Moliere para los
amigos- vestido con una túnica gualda, debería ser razón más que
suficiente para desconfiar de cierto color. No hay manera.
Color asignado alevosamente a la
estrella de David, con la que en una determinada época y diversos
lugares se marcase a todo un pueblo en el penúltimo holocausto
antisemita, y eso que lo de semita siempre hay que ponerlo entre
paréntesis, al fin y al cabo tan semitas son, o somos, los hebreos
como los árabes, descendientes de Sem, el hijo vinatero de Noé,
para los creyentes en el libro más vendido, aunque sospecho que no
sea el mas leído, de la historia. Por eso también sospecho que lo
del presunto antisemitismo para etiquetar la barbarie de la Shoah, no
sea mas que otro de esos errores interesados de los medios de
comunicación que suelen convertirse en probados hechos históricos
con la aquiescencia de los escuchas.
Estrellas coloreadas con una J en el
centro o un simple parche en la ropa de ese color, en un lugar
visible, o sello ex libris que condenó al exterminio, entre otros,
a los últimos depositarios del adn y lengua comunes a los nuestros,
los sefardíes de Salónica, cuyos antepasados supervivientes al
holocausto de hace quinientos años -parece que fue ayer- nos
enseñaron a hablar en aquel castellano suyo, tan especial que los
extremeños capitalinos decían no comprender por que hablábamos tan
mal – no decían raro, decían mal- los paisanos de mi pueblo.
Claro que esto fue antes de la llegada de la televisión, a partir de
la cual todos, incluidos los capitalinos, confluimos en hablar mal. -
no raro, mal- nuestro idioma. Nos queda lo imborrable, las juderías,
las callejuelas, aunque hayamos perdido lo intrascendente, la
sinagoga quizás, y lo más importante, la memoria de los ancestros ,
la consciencia de ser astilla del tronco común de la humanidad.
Lo compruebo en “El olor de la lluvia
en los Balcanes” de Gordana Kuic, cuando leo frases que la autora
escuchó a su abuela y siento estar escuchando la propia. Puro
ladino.
Lo dice también Jorge Drexler, el
cantante uruguayo que amontona las estatuillas doradas y grammies
abusando de palabras tan hermosas como mar, hielo, noche, luna o
tiempo, y que nos deja su milonga del moro judío para aclarar ideas
a quien se crea necesitado.
Yo soy un moro judío
Que vive con
los cristianos
No sé que dios es el mío
Ni cuales son mis
hermanos
Por cada muro un lamento En Jerusalén
la dorada
Y mil vidas malgastadas Por cada
mandamiento
Yo soy polvo de tu viento Y aunque
sangro de tu herida
Y cada piedra querida Guarda mi amor
más profundo
No hay una piedra en el mundo Que valga
lo que una vida
Yo soy un moro judío
Que vive con
los cristianos
No sé que dios es el mío
Ni cuales son mis
hermanos
También podeis escuchar a Yasmin Levy
en “Adio kerida”
Quizás sea también el color del
otoño, y los ciudadanos franceses, envidiados ciudadanos para
quienes el adjetivo implica algo más que el tamaño de su villa de
origen, han decidido este otoño colocarse chalecos coloreados así,
e iniciar otro ajuste extraparlamentario a una democracia en la que
el voto cuatrienal es obviamente necesario pero... a veces no es
suficiente.
Aquí, afortunadamente no tenemos de
eso, y mefistofelicamente nos han convencido de pertenecer a la
ciudadanía, matiz que excluye la responsabilidad individual en la
gestión de los intereses comunes. Es una manera de autoconvencernos
de que también tenemos chalecos amarillos, faltaría más, pero son
para otra cosa, para guardarlos en el auto en los rincones donde se
vuelven inencontrables, y para que algunos bebedores noctámbulos
puedan regresar a casa minimizando los riesgos del atropellamiento.
Cierto que, también, es el color de la
bilis, y que esta guarda una injusta imagen literaria relacionada con
la ira, la cólera, y otros sentimientos pecaminosos a los que
conviene evitar.
Menos mal que la navidad, blanca, está
al caer y, como bien canta Matt Monro:
Más todo pasa, todo pasará
Y nada queda, nada quedará,
Solo se encuentra la felicidad,
Cuando se brinda el corazón.
P.D.- Es el chocolate, y quizás la
glotoneria, los que los vuelven indigestos. Sed prudentes con ellos.
VIÑETA DE EL ROTO DE 11 DE DICIEMBRE (ANTOLOGÍA DE LO ANTERIOR).-
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