Otra vez el bucle
melancólico.
Este título, perfecto
para retratar las inconclusas aspiraciones juveniles del nacionalismo
independiente – el otro es consustancial para cualquier grupo
humano encerrado en su sinviajar, sinleer, sinpensar- corresponde al
clásico ensayo de Jon Juaristi, de 1997 sobre los mitos, leyendas e
incluso rumores que alimentaron la fantasía de los irreductibles
galos, lusitanos y vascuences.
Y estaba en mis manos, en
cierta caseta de la feria del libro, con su cubierta original
evocando la invitación de un viejo amigo, encantado de volver a
verte. Total, veinte años no son nada, a la vez que otros vecinos
suyos me sugerían tiempos bastante más alejados, tanto como la
disminución de su valor al compás de su decrepitud, acercándose en
ambos casos hacia el nivel de la nada, de la basura, donde los libros
suelen terminar su ciclo vital, vírgenes en muchos casos, debido a
al injustificado optimismo o incompetencia de sus editores o a la
presumible abulia de sus destinatarios, si es que los tuvieron.
Lo
cierto es que algunos se conservan con cierto empaque durante un
cierto numero de años, aproximadamente los que sus coetáneos
humanos suelen presumir de encontrarse en plena forma, libres de
achaques y escondidos tras otras mentiras veniales que les permiten
mantenerse lozanos en el testero de la vida, o de la librería de
viejo, a la que ahora llaman de libros antiguos por la misma razón,
la de aparentar disimuladamente aquello que se
ha dejado de ser.
Encuentra uno en los
estantes muchos viejos amigos, a pesar de que la agotadora búsqueda,
el tiempo requisado a otros menesteres, y la lucha contra el polvo
procedente de donde vaya usted a saber, imponen ciertas incomodidades
soportadas por la esperanza de encontrar un nuevo amor, alguno
perdido en la nostalgia de los desconocidos, la peor de todas, y en
condiciones de compartir placeres efímeros con el lector, cuyas
caricias, sensaciones orgiásticas, van a ser reciprocas gracias a
la presumible buena literatura, y a su transmisión al papel gracias
al tacto, ese sentido imprescindible para los amantes verdaderos.
En
esas meditaciones trascendentales andaba este vicioso, cuando escuchó
a su izquierda – a su derecha no habría podido hacerlo, por los
rigores de la ausencia sensorial que, curiosamente, la del oído,
también resulta imprescindible en la cosa amatoria- una vocecita
preguntando a los libreros:
-¿Tienen la novela de
Genoveva de Brabante?.
El desvio instantáneo de
mi mirada hacia otra época, a otro mundo en blanco y negro de esos
tiempos que los optimistas irredentos insisten en llamar
preconstitucionales a ver si cuela, o a ver si acaban autoconvencidos
de esa leyenda, de ese rumor, de ese mito, como los del libro de
Juaristi, en los que Genoveva de Brabante era la heroína.
Arrastraba la anciana,
minúscula y sonriente, otra amiga o hermana, clónica, a las que
imaginé vestidas con su toca y escapadas subrepticiamente de
cualquiera de los innumerables conventos que rodeaban aquel corral
donde se reúnen los libros moribundos.
Ante la esperada negativa,
que ya habría recibido en otros cuarenta o cincuenta de los setenta
puestos tan clónicos- con libros idénticos, algo increíble- como
ellas, se limitó a exponer su tesis, que es a lo que venia la
pareja:
-Pues yo la leí hace
mucho tiempo, y he visto también la película. Y es bien bonita.
Al
fin y al cabo, manifestó su vanidad de lectora, en comunión con
otros vanidosos que por allí merodeábamos, y que no llegó a
provocar la risa de los libreros, gracias a que su profesionalidad
les obligó a esconder la carcajada tras una sonrisa cómplice,
mientras sostenían en sus manos otros ejemplares aparentemente
alejados del drama inmortal de la santa, que aquí nunca fuera tal,
porque su heroicidad no fue vista con buenos ojos por los chicos de
la contrarreforma, aunque bien les hubiera gustado, ver desnuda sobre
el blanco corcel a la rubia esposa del marido despechado. En el cine,
y en el teatro pude verla, embutida en un buzo color carne y con una
peluca inmensa que cubría el pijama prácticamente, para no dejar
resquicio alguno al pecado. Hasta en televisión debieron pasarla,
aclarando siempre en el titulo la versión correcta, aquí Genoveva,
allí en Brabante, Santa, pero a sabiendas de que ellos son
protestantes y para ellos la santidad... En fin.
Lo
cierto es que los ejemplares que sostenían y sobre los que
discernían ambos libreros, tan alejados de ser incunables o de joyas
de bibliófilo como los que uno manoseaba, solo ponían en evidencia
el mismo pecado que el de aquella buena mujer, la vanidad del lector
que, pretende haber leído, es decir conocer a aquel autor, aquella
obra que lo enriquece en primera persona y lo hace subir por la
escalera de Jacob de la inmodestia, de la que todos terminamos
cayendo. Alguno con el desdoro de la cojera del que esto suscribe.
Cojera transitoria, espero, pero que va añadiéndose a las goteras
de la uralita, que ahora también ha perdido la santidad y la marcan
con el estigma de del mal, el amianto culpable de casi todo, como el
gasoleo. Tiempos.
Volvemos
al bucle, que es donde estábamos. Ahora igualmente temporal y
melancólico, pero centrado en la actividad anual de reunir un
ramillete de flores musicales secas y acartonadas, jazmines marchitos
que la fantasía del oyente convierte en frescos y aromáticos,
recién comprado al biznaguero de invierno, quien va a pretender que
sirva para ahuyentar los mosquitos, que también, pero que en nuestro
caso intentará algo mucho mas extraordinario, abrir la puerta del
túnel del tiempo, y llevarnos de vuelta hacia esa luz que, dicen los
que la han visto, es la que te hace sentir el retorno a la vida
después de soportar la oscuridad y los numerosos piélagos de
calamidades como dice Shakespeare, que esta vez viene en nuestra
ayuda.. En eso estamos.
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