Claro que no podemos mencionar
impunemente la escalera de Jacob, y dejar sin explicación este
pasaje tan trascendente para nuestra historia.
Dice el Génesis, que susodicha
escalera es la que usan los ángeles para subir, y bajar, del cielo.
Aquí no somos ángeles, y la pobre
escalera no creo que tenga culpa alguna de cierto desastre.
Sucedió que en una urgencia nocturna,
después de una jornada maratoniana, cuando el agotamiento físico
y mental anulaba hasta el subconsciente, los reflejos vitales, y por
supuesto el sursum corda de un servidor, tuve la sensación de flotar
en el espacio, de volar como los ángeles, de deslizar mis pasos en
el vacio cuando mi intención no era otra que recorrer las tres
baldosas que me separaban de la puerta del baño. Inmediatamente
aconteció una situación dramática que pudo llegar a trágica, un
instante de duración desconocida, en cuyo circulo mágico y cósmico
suelen situar a los agujeros negros, donde ese túnel de que
hablábamos antes me estaba esperando para facilitar el deslizamiento
del sonámbulo hasta el sorpresivo nacimiento de una nueva estrella.
Golpes ciegos, simultáneos y dolorosos como los que recibió Sancho
encerrado en el saco de arpillera de yute, de ese tejido basto que
deja el revés de su trama grabado en tu piel justo en los lugares
donde los malvados gañanes situaban sus bastonazos. Algo así hasta
escuchar el trueno revelador, el relámpago despertador que anuncia
el el final del sueño, tan breve como productivo rayo, el golpe de
tu cabeza contra el muro del piso inferior, el final de la escalera.
En la inmediata revisión de daños,
como en el submarino después del estallido de las cargas de
profundidad, descubres enseguida un liquido viscoso que se desliza
por tu cara y que delata su procedencia de la calota craneal de donde
vuelve tu mano cubierta de restos de piel y sangre, lo que te
arrastra inmediata y dolorosamente hacia el lavabo, donde puedes
valorar la magnitud de la averiá a la vez que eliminas el color rojo
de tu cara, que no suele favorecer en absoluto. Percibes ciertas
limitaciones en tu desplazamiento urgente, dolorido y necesitado de
usar todas tus extremidades para no caer otra vez, y reconoces
inmediatamente el milagro de no haberte fracturado el cuello ni la
cabeza, gracias al yeso del muro, que es quien ha llevado la peor
parte, dejando para el recuerdo esa concavidad que amoldó mi cabeza,
y teniendo la seguridad de que el impacto sufrido por mis neuronas,
escasas y amojamadas, no ha disminuido aparente ni momentáneamente
su funcionalidad.
Vuelta a la cama y a dejar pasar el tiempo, meses,
hasta cicatrizar los huesos, que no eran tan angelicales como uno
podría pensar, y a meditar sobre la fragilidad y evanescencia de los mamíferos y
sobre aquello de que: “Cuan presto se va el placer, como, después
de acordado, da dolor; como a nuestro parecer, cualquiera tiempo
pasado fue mejor”. Lo dice Manrique en su libro de horas, y no voy
a llevarle la contraria. Si lo saco es para comprobar que tuvimos un
Shakespeare ciertamente cercano y por muchos lamentablemente
olvidado.
Ese volver a nacer es volver a
sumergirme en el torbellino de la vida, de esta melancólica, porque
de las otras no recuerdo nada, y a soñar que esta nos ofrezca
algo así como la posibilidad de poder rebobinar las películas y vidas que has vivido,
e incluso cambiar sus subtítulos, lo que arreglaría muchas cosas
erradas y quien sabe si estropearía otras.
En fin, al chapuzón,
mergulho en portugués, y a disfrutar los acordes sencillos y los
ritmos verbeneros que son los que todavía puedo escuchar. Satie y
los cánticos de las sirenas los creo perdidos para siempre. Para mi
que Ulises estaba sordo y pudo salir del bucle gracias a esa virtud,
la de oír exclusivamente lo que uno quiere. Y en ello estamos.
Los ángeles tienen plumas de facil reposición, y llevan además paracaidas incorporado en su diseño original. Por muy alta que sea su escalera, sus caidas suelen ser livianas. Ese no es nuestro caso, al menos en opinión del Segismundo:
¡Ay mísero de mí, y ay, infelice!
Apurar, cielos, pretendo,
ya que me tratáis así
qué delito cometí
contra vosotros naciendo;
aunque si nací, ya entiendo
qué delito he cometido.
Bastante causa ha tenido
vuestra justicia y rigor;
pues el delito mayor
del hombre es haber nacido.
Sólo quisiera saber
para apurar mis desvelos
(dejando a una parte, cielos,
el delito de nacer),
qué más os pude ofender
para castigarme más.
¿No nacieron los demás?
Pues si los demás nacieron,
¿qué privilegios tuvieron
qué yo no gocé jamás?
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