martes, 12 de febrero de 2019

LA ESCALERA DE JACOB.-





Claro que no podemos mencionar impunemente la escalera de Jacob, y dejar sin explicación este pasaje tan trascendente para nuestra historia.



Dice el Génesis, que susodicha escalera es la que usan los ángeles para subir, y bajar, del cielo.

Aquí no somos ángeles, y la pobre escalera no creo que tenga culpa alguna de cierto desastre.

Sucedió que en una urgencia nocturna, después de una jornada maratoniana, cuando el agotamiento físico y mental anulaba hasta el subconsciente, los reflejos vitales, y por supuesto el sursum corda de un servidor, tuve la sensación de flotar en el espacio, de volar como los ángeles, de deslizar mis pasos en el vacio cuando mi intención no era otra que recorrer las tres baldosas que me separaban de la puerta del baño. Inmediatamente aconteció una situación dramática que pudo llegar a trágica, un instante de duración desconocida, en cuyo circulo mágico y cósmico suelen situar a los agujeros negros, donde ese túnel de que hablábamos antes me estaba esperando para facilitar el deslizamiento del sonámbulo hasta el sorpresivo nacimiento de una nueva estrella. 

Golpes ciegos, simultáneos y dolorosos como los que recibió Sancho encerrado en el saco de arpillera de yute, de ese tejido basto que deja el revés de su trama grabado en tu piel justo en los lugares donde los malvados gañanes situaban sus bastonazos. Algo así hasta escuchar el trueno revelador, el relámpago despertador que anuncia el el final del sueño, tan breve como productivo rayo, el golpe de tu cabeza contra el muro del piso inferior, el final de la escalera.



En la inmediata revisión de daños, como en el submarino después del estallido de las cargas de profundidad, descubres enseguida un liquido viscoso que se desliza por tu cara y que delata su procedencia de la calota craneal de donde vuelve tu mano cubierta de restos de piel y sangre, lo que te arrastra inmediata y dolorosamente hacia el lavabo, donde puedes valorar la magnitud de la averiá a la vez que eliminas el color rojo de tu cara, que no suele favorecer en absoluto. Percibes ciertas limitaciones en tu desplazamiento urgente, dolorido y necesitado de usar todas tus extremidades para no caer otra vez, y reconoces inmediatamente el milagro de no haberte fracturado el cuello ni la cabeza, gracias al yeso del muro, que es quien ha llevado la peor parte, dejando para el recuerdo esa concavidad que amoldó mi cabeza, y teniendo la seguridad de que el impacto sufrido por mis neuronas, escasas y amojamadas, no ha disminuido aparente ni momentáneamente su funcionalidad. 

Vuelta a la cama y a dejar pasar el tiempo, meses, hasta cicatrizar los huesos, que no eran tan angelicales como uno podría pensar, y a meditar sobre la fragilidad y evanescencia de los mamíferos y sobre aquello de que: “Cuan presto se va el placer, como, después de acordado, da dolor; como a nuestro parecer, cualquiera tiempo pasado fue mejor”. Lo dice Manrique en su libro de horas, y no voy a llevarle la contraria. Si lo saco es para comprobar que tuvimos un Shakespeare ciertamente cercano y por muchos lamentablemente olvidado.



Ese volver a nacer es volver a sumergirme en el torbellino de la vida, de esta melancólica, porque de las otras no recuerdo nada, y a soñar que esta nos ofrezca algo así como la posibilidad de poder rebobinar las películas y vidas que has vivido, e incluso cambiar sus subtítulos, lo que arreglaría muchas cosas erradas y quien sabe si estropearía otras. 

En fin, al chapuzón, mergulho en portugués, y a disfrutar los acordes sencillos y los ritmos verbeneros que son los que todavía puedo escuchar. Satie y los cánticos de las sirenas los creo perdidos para siempre. Para mi que Ulises estaba sordo y pudo salir del bucle gracias a esa virtud, la de oír exclusivamente lo que uno quiere. Y en ello estamos.


 

 Los ángeles tienen plumas de facil reposición, y llevan además paracaidas incorporado en su diseño original. Por muy alta que sea su escalera, sus caidas suelen ser livianas. Ese no es nuestro caso, al menos en opinión del Segismundo:







¡Ay mísero de mí, y ay, infelice!

Apurar, cielos, pretendo,
ya que me tratáis así
qué delito cometí
contra vosotros naciendo;
aunque si nací, ya entiendo
qué delito he cometido.
Bastante causa ha tenido
vuestra justicia y rigor;
pues el delito mayor
del hombre es haber nacido.


Sólo quisiera saber
para apurar mis desvelos
(dejando a una parte, cielos,
el delito de nacer),
qué más os pude ofender
para castigarme más.
¿No nacieron los demás?
Pues si los demás nacieron,
¿qué privilegios tuvieron
qué yo no gocé jamás?


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