El pueblo de todos los pueblos, la
capital, no es más que una tira reactiva que comparada con el patrón
de colores del frasco que todos llevamos dentro, nos confirma que lo
subjetivo de nuestra impresión sobre costumbres y gentes, en un
momento determinado, no resulta al final tan subjetivo ni dependiente
del cristal con que miramos a nuestro alrededor. Tan solo darnos una
vuelta por la capital nos constatará que esto es lo que hay.
Los programas de inicio de temporada
museistica, o musical, nos siguen dejando bastante distanciados
respecto a otras capitales del sur de Europa. No hay ninguna
exposición en perspectiva que justifique un viaje desde la España
desolada y abandonada, llamada vacia para endulzar, aunque sus
tesoros en los fondos permanentes de los dos museos punteros, invitan
imperativamente a volver de modo recurrente a ellos. Me encontré
fotografiando alguna obra alemana de cuando lo de Weimar, y
sospechando mi estupidez, la de hacerlo por tercera o cuarta vez, en
el Thyssen. Cosa que comprobé al pasar las imágenes al disco duro y
observar idénticos archivos y sus fechas de registro, el 19 y el 17.
Y lo peor no es repetir el gesto de macaco voluptuoso, hacerlo de
manera ilimitada, no. Sin duda lo peor es la falta de contención y
la seguridad de que volveré a hacerlo en la próxima visita. Ya lo
estoy deseando. Otto Dix, Grosz, Nolde, Schad y otros expresionistas
y objetivistas “degenerados ellos”. pueden ir preparándome el
escenario. Y al lado tenían en esta ocasión un paisaje urbano de
Schiele que exigía toda la pared, el paño, para él. No son los
paisajes la especialidad de Egon Schiele, pero se agradece. Igual
ocurrió con el Tio Paquete de Goya, ese retrato negro y minimalista
que se queda grabado entre los rostros de amigos que hay que volver a
visitar para que el tiempo no borre las pisadas sobre la hierba que
marcan el camino.
Mal el Prado esta vez, maltrato a sus
dueños y visitantes, que somos nosotros, los del pueblo más o menos
lejano. Horarios y normas escritas que cambian al verbalizarse por
cuidadores y taquilleras y que dejan compungido el bolsillo y la
paciencia de quien hace cola durante horas por volver, volver, a
verlo otra vez.
Al menos divertida, por sus efectos
colaterales, resultó la visita al Centro Centro, nombre tan idiota
como el de “Museo Nacional Centro de Arte” del Reina Sofia, la
redundancia de llamar centro de arte a un museo, dice mucho de sus
pretensiones, y la del de los bajos del palacio municipal de Cibeles,
ya lo anuncia Centro Centro. Allí está el objeto, presunto, de mi
viaje, la exposición “Japón una historia de amor y guerra” o
“El mundo flotante de ukiyo-e” para los eruditos en las estampas
japonesas. Ya, en esa dualidad del título encontramos el eco de las
películas que atesoramos en la memoria con el nombre cambiado por
motivos comerciales , o quizás paternalistas. No supimos que “El
crepúsculo de los dioses” se llamaba en realidad “Sunset
Boulevard” hasta que aprendimos a leer el cine, y también el arte,
y a comprender que ukiyo-e como los artistas japoneses de entonces
no necesitan envoltorios semejantes.
Las estampas tienen siempre la llave de
la nostalgia, de una infancia donde los santos y las imágenes
religiosas quedaron grabadas en ese formato coloreado y apaisado que
incluso llenaría algún álbum de cromos de la época aquella en que
no llegué a salirme del seminario porque nunca estuve dentro, era
absolutamente innecesario, toda España era un seminario. Ahora
encuentro alguna de aquellas imágenes en los museos, en el Thyssen,
en el Prado, en el Louvre, y comprendo la fuente de inspiración, el
corta y pega de los hacedores de cromos, sin necesidad de citar al
autor original y a veces ni de cambiar el título de la pintura.
Estas japonesas, admiradas y
coleccionadas por Van Gogh entre otros muchos, son absolutamente
hipnóticas y subyugantes, te hacen quedar extasiado en cualquier
paisaje donde el único inmóvil es el espectador, incapaz de separar
la mirada de sus cielos, de su vegetación, su montaña sagrada y su
agua, siempre su agua. Son estos grabados coloreados, apaisados y
monotemáticos, Hiroshige y Hokusai, los que atraen mi atención,
aunque sean los retratos de cortesanas y escenas galantes los que
hayan trascendido como cima del arte japonés, Utamaro maestro, y sus
viñetas pornográficas que en todos los museos son denominadas
eróticas por vaya usted a saber. Quizás por la misma razón que se
cambiaba el título a las películas, arte shunga lo llaman en Japón.
Comprendes que el manga y el cine de animación japonés, Ghibli
frente a Hollywood, han tenido sus orígenes en este arte de la
acuarela y el grabado mitad minucioso, mitad expresionista, y que son
deudores al fin de un país, de una cultura y de un espíritu quizás,
remoto y puede que inaccesible para nosotros.
La expo bastante limitada, a pesar de
las tropecientas láminas y los muñecos de guardarropía teatral de
todo a cien, que simulaban ser armaduras o caretas de samuráis y
demás . El fondo de la exposición, alquilado a coleccionistas
italianos, queda así hinchado suficientemente para justificar el
cobro de la entrada en en un lugar municipal y antes de acceso
gratuito.
Aquí, en la taquilla comienza la parte
más interesante, por involuntaria e inesperada de la exposición.
Según me explica la amable taquillera,
la limitación de aforo, obliga a espaciar el acceso, y el próximo
disponible implica una demora de treinta minutos.
-Pero no espere usted en la cola,
heladora , dese un paseo por la parte soleada de la Castellana-
No solo agradecí su consejo, también
el que existieran personas generosas cuidadoras del bienestar ajeno,
aunque sea en algo solo aparentemente intrascendente como el hecho de
estar al sol o a la sombra. (Véase “Milagro en Milan” Vittorio De
Sica 1951).
Cruzo la avenida y observo que, los
peatones no respetan los semáforos, hasta que comprendo que la
capital tiene otros hábitos, exóticos para los pueblerinos. Docenas
de vehículos policiales atravesados y numerosos policías de
uniforme negro y dotados de chalecos protectores , me ocultan lo que
está detrás de ellos. Una manifestación en la hora del mediodía
de un sábado otoñal que , evidentemente, tiene autorización para
suspender el trafico rodado desde Neptuno hasta sabe dios donde. Un
espectáculo, nada habitual para mis ojos que me hace acercarme y
disfrutar, con la intención de solidarizarme con su motivación,
cualquiera que sea esta.
La primera imagen que me desubica en el
planteamiento es la composición de los manifestantes, las, son
exclusivamente chicas, niñas según me voy aproximando, y sus
pancartas me parecen tan incomprensibles como espeluznantes. Piden,
la abolición de la prostitución y el anatema a los puteros, en las
de mayor tamaño. Cosa que el presidente de gobierno ya había
planteado un par de días antes en el parlamento, con la exigencia
sin respuesta de alguna interpelación: ”Concrete Ud., por favor”.
Resulta fácil el exigir abolir,
derogar, demoler la estación del tren, como cantaban Los Saicos,
precursores del punk, en su mejor canción. Loable la intención de
esas, y de casi todas las pancartas que iban detrás. Chicas venidas
de bastante lejos que, educadamente, demasiado quizás, y
sospechosamente coincidentes con las de su, mal llamado, ministerio
de igualdad., a la vez que pedían la dimisión de su ministra. No
consigo ubicar la directriz principal, el origen de la convocatoria
ni la intención de la movida. Al no ver las banderas del sindicato,
me pierdo. No obstante lo bien intencionado del mensaje, pienso que
insiste en frivolizar de tantas formas y maneras en que la mujer es
injustamente vejada y, también, en reducir las manifestaciones, sin
adoquines en las manos, y bajo protección policial, a la nada. Otra herramienta democrática perdida.
Me hizo pensar en la ausencia de
chicos entre las manifestantes y en la inexistencia de motivaciones
que les muevan a ellos a la protesta, a esta y a cualquier otra para
las que encuentro cien razones. Por cierto que en la sala principal
del museo estaban un par de chaperos anunciando su articulo, en
exclusiva también para señores, y totalmente ignorados, invisibles
en medio de lo políticamente correcto. Lástima que las
manifestantes no los tuviesen a tiro.
Y en todo caso, excursión que supuso
un estupendo aperitivo para sumergirme en el ukiyo-e y su mundo
flotante, y es que esto de flotar en medio de la meseta, de la estepa
castellana, polvo sudor y hierro.... queda bastante a trasmano.
Pero el mundo y el tiempo que nos ha
tocado es este. Por más que nos sorprendamos de lo absurdo e
irracional de esto y aquello, tenemos que seguir adelante como el
Cid, y dada la hora, buscar un mesón que no esté cerrado a piedra y
lodo como en el poema, donde comer en el centro de Madrid un sábado
a la hora en que miles de turistas colapsan los locales del barrio de
las letras. Compruebo que el de la esquina aquella de otras veces
está cerrado y pido ayuda a Google. Me indica otro cercano con
puntuaciones de 4,8/5, es decir extraordinario, como son los
comentarios que insisten en su cocina casera y tal. El que estuviese
prácticamente vacío debió servirme de aviso evidente, de vade
retro que no escuché por eso que llaman hambre y por la supuesta
dificultad de encontrar otro disponible en una calle larga y cuesta
arriba. Siempre están cuesta arriba cuando necesitas algo y cuesta
abajo a la vuelta, cuando te resulta indiferente.
Me insiste la mesera en las ventajas de
los platos de la abuela, y en el menú de plato único, además a un
precio ridículo, según la pizarra apoyada en el quicio de la
puerta, como en el tango aquel. Me siento, con lo cual asiento, en su
acepción verbal, y me someto a los criterios de los usuarios de
Google, segundo aviso que debía haber escuchado, sobre todo porque
soy un inveterado colaborador de esos comentarios, y me conozco. En
fin.
Un guiso corriente en textura y sabor,
pardinas ellas, acompañadas de trozos de zanahoria, al dente, y unos
cuadrados de patatas a los que le faltaban al menos cinco o diez
minutos de cocción. Supuse que eso del plato del día, obligaba a la
cocinera, bastante mona ella al asomar por el torno, a demorar el
punto final de cocción para que estuviese aceptable para los últimos
comensales, pero que a los madrugadores, como era mi caso, los
obligaba a masticar con fruición unas patatitas que debían haberse
deshecho entre la legua y el paladar con el menor esfuerzo. La
mesera, amable y maternal, por la marca de la cocina casera, y quizás
porque me vio solitario e ignorante del mundo gastronómico, me ayudó
a sobrellevar el rato con comentarios laudatorios sobre sus ancestras
en la cocina y, lo único sorprendentemente positivo, el café que me
puso, estaba estupendo. Un café solo americano, esa es otra, de
marca, que me reconcilió con las cafeteras madrileñas.
La factura me hizo ver que por ese
precio habría dispuesto de comida con dos platos, postres y bebida,
cosas que no dispuse, en cualquiera de los diez o quince restaurantes
que festonean esa calle con nombre de escritor del siglo de oro. Al
final me sirvió para cuestionar seriamente las puntuaciones de
Google y, sobre todo, mi credulidad.
Aunque es de comidas de lo que quería
escribir y estoy en el preámbulo, me temo.
(El Tio Paquete)
Ya he contado que los guisos de callos
y resto de casquería han desaparecido de la capital, salvo que estés
dispuesto a viajar, reservar, y someterte al dictado de críticos
gastrónomos que afirman diferenciar los guisos de bote de los de
caldero. Por cierto que, acaban de cerrar el templo de las gallinejas
y entresijos de la calle Embajadores, y es que llevaban tiempo
provocando a la parroquia con el famoso lecho de patas panaderas
primero, sencillamente fritas después, que ocultaban la escasez del
producto que ibas a disfrutar. Después culparán a la pandemia
aquellos que desde antes estaban en el punto de no retorno. RIP.
Ahora me escandalizo cuando compruebo
que los buñuelos de este año, en casi todos lados, no han visto la
sartén. Son bolitas de masa que crecen en el horno y gozan de un
exterior pardo amarillento que no tiene nada que ver con la jugosidad
y el brillo del aceite de oliva. Para colmo los venden rellenos de
sabores y colores totalmente alejados del único y tradicional.
Aquí hay que dar un giro a la fortuna
y justicia a quien la merece. Los que hizo este año la panadería de
mi barrio en Ronda, magistrales, y los que comimos como postre
obsequio en “Las Aguzaderas” cerca de Valdepeñas, inolvidables.
Buñuelos de viento auténticos, rellenos de.... viento. Enormes y
sabrosos gracias a su masa ligera y discretamente especiada y a algo
imprescindible, la sartén. Lo único negativo fue la vergüenza que
pasé al aparcar y salir del restaurante en medio de porsches,
jaguares y enormes mercedes. Mirando de reojo al entrar y salir del
vehículo propio hasta asegurar el anonimato. Menos mal que el
aparcacoches estaba ausente a esa hora tardía y pudimos pasar
discretamente el control. Hay tanto rico nuevo que atenúa mi envidia
el hecho de que no viajaban, aparentemente, con chófer que, como
dice Fernán Gómez, es el único estatus de inicio de grandeza. El
resto es un quiero y no puedo. Como el cartel que tienen sobre la
puerta exterior: ”Aquí no tenemos menú”.
Otras experiencias culinarias han sido
de mucho agradecimiento, de hecho casi todas. Con la inmensa suerte
de poder comer en terraza en muchos casos y de hacerlo sin reserva
previa, algo que par un conspicuo itinerante no deja de ser un
engorro.
Muy recomendable el Terramundi, o algo
así, en el inicio de la calle de las lentejas, donde gracias a la
hora tardía, apenas tuvimos que esperar para conseguir mesa y donde
la cocina gallega y los extras opcionales al menú, nos hicieron
disfrutar de la merienda. Hasta el vino estaba bueno, y las filloas
rellenas de queso de tetilla adictivas. Volver, volver. En el
recuerdo.
El titular de la foto inicial es punto
y aparte. Tenía una deuda con él desde hace tiempo. Quizás el
penúltimo restaurante superviviente de aquellos de barrio que
poblaban calles más céntricas hasta no hace tanto, lugares donde
comíamos los que no podíamos hacerlo en casa, por la distancia o el
trabajo, y donde pillabas el asiento caliente del anterior comensal.
Aunque entonces no tenia escrito menú alguno y te ofrecían lo de
siempre, o lo que iba quedando cuando tu llegabas, sin que faltase
nunca el pescado fresco, la carne modesta o incluso la media cabeza
de cordero rebozada, otra exquisitez perdida
Los hermanos siguen siéndolo, pero
presumo que son nietos también de los hermanos originales.
La atención exquisita e inesperada en
un local que no tenga estrellas michelín, El vino con gaseosa
consistente en una botella de tinto de Mentrida, y otra de Casera,
que abren para ti y la dejan a tu disposición, sin la incomodidad
del espia a tus espaldas, poniendo en tu vaso un dedo de vino cada
vez que lo bebes.
Todos los clientes, absolutamente, nos
saludaban al entrar y al salir con el “Buen provecho” de
cortesía, hasta un ciego de mi quinta y aspecto que daba gusto verlo
comer, pagar, y marcharse sin necesitar el bastón blanco para
desplazarse en su medio de olor y sabor.
La comida estupenda y generosa, la
propuesta de repetir plato antes de retirarlo y la invitación que
acepté del aguardiente de hierbas tras el postre, aunque me quedó
la sensación de que estaba abusando de ellos. El arroz con leche era
el mejor que he comido en años.
Este lugar es ya una leyenda, reconozco
que estaba necesitado de comprobar que todavía quedan sitios así, y
aprovechando que la mejor ferretería de la zona me había llevado a
su cercanía, sucumbir a la tentación. Apartar los prejuicios sobre
el portal o el cartel resultó fácil.
Puntuación 4,9/5, en Google, baremo
que solo resulta útil y creible cuando la la cifra negativa del
suspenso categórico te obliga certeramente a buscar otro sitio, pero
los 716 comentarios, sin incluir todavía el mio, indican sobre todo
lo improbable de que los donantes de calificación extraordinaria
sean los amigos y parientes de la empresa. Nadie tiene tantos, aunque
ese es un truco, timo, muy bajo y frecuente que desprestigia a los
que te aconsejan alojamientos y merenderos. Allá ellos y sus
creyentes.
Fue algo así como cuando en el cine
sientes que estas dentro de la película, que no eres un mero
espectador pasivo, y lo cierto es que aquí vuelvo a confundir
realidad y ficción. La mejor película, o al menos la que más me he
impactado de las que he visto durante el encierro, es la historia de
cuatro amigos que se encuentran habitualmente en una modesta
trattoria romana. Allí pugnan con el camarero para conseguir que la
media ración sea siempre lo más grande posible ante el sarcasmo de
este, que no entiende por qué nadie pide raciones completas que sean
pequeñas. También suelen pedir uno de los platos más económicos,
del que no pueden prescindir ni presumir, aunque si compartir.
Volveré a verla para averiguar la consistencia de aquel bocado, que
el subtitulado no llega a traducir, aunque sospecho que en casquería
no nos ganan italianos ni portugueses. Estamos a la par.
C´eravamo tanto amati (Nos habíamos
amado tanto) Ettore Scola 1974, con
Nino Manfredi, Vittorio Gassman, Stefania Sandrelli, Aldo Fabrizi,
Stefano Satta ...
Me reconcilió con el cine y me hizo
añorar lugares como el que estoy glosando. Me atrevo a aconsejar
cualquiera de los dos escenarios, a sabiendas de que lo de consejos
doy que para mi no tengo quede convertido en un aforismo
absolutamente mendaz.
https://www.theguardian.com/film/2011/dec/11/daniel-auteuil-film-changed-life
Dice Daniel Auteil que fue el film que
cambió su vida.
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