Parece inimaginable hoy, y debería no serlo, la fragilidad de las instalaciones eléctricas domésticas hasta poco antes de la santísima transición. Los yayos aun supervivientes a la epidemia podemos atestiguarlo.
El cableado apenas sujeto en la pared por clavos metálicos y semioculto por sucesivos encalados, se convertía en precursor de la invasión tecnológica del hogar, totalmente dependiente de la electricidad. Hasta el infinito y mas acá. Justo hasta que tras el sobrevenido apagón, todo quedaba a oscuras mientras la luz artificial se adivinaba en su modestia, en la calle y en las viviendas vecinas.
Como hoy, el síntoma daba corolario evidente al diagnostico certero, se habían fundido “los plomos”. Algo que podía tener idéntica consideración eufemistica que cualquier declaración oficial de las autoridades responsables de la seguridad sanitaria en nuestro entorno. Ni siquiera conocemos con certeza el numero de victimas fallecidas en nuestro país, mas de ciento treinta mil según observadores externos. Resulta que el único suceso veraz resultaba ser el de la fusión por calor del cable que limitaba la sobrecarga eléctrica. Mas bien de cobre, un hilo pelado, que de plomo. La falsedad nos hacia sospechar de un peligro que escapaba a nuestro control.
En todo caso, era un aviso elocuente de que algo iba mal en aquella humilde instalación, y el sentido común, apoyado en la ignorancia, y la alergia colectiva al conocimiento sobre el asunto de los voltios y los vatios, daba indicios de que habría que reparar el sistema en su punto mas débil, a la vez que recurriamos a la solución inmediata de probada eficacia: renovar el cable del fusible, oculto tras aquella pieza porcelánica blanca que señalaba el comienzo de la fuente de energía, cuya esencia quedaba fuera de nuestro dominio, justo al otro lado del contador.
Aquí en la epidemia, en la gripe mortal que se ha llevado a miles de deudos, con los que, por cierto, no hemos satisfecho las deudas ni abrazos debidos, el fusible, los plomos, ha resultado ser el personal sanitario, que se ha quemado, se ha fundido repetidamente ante la exigencia de un esfuerzo sobrehumano inimaginable para cualquiera que no lo haya vivido.
Todavía estamos en un mundo de oscuridad medieval donde el bien y el mal, la virtud y el pecado ,continúan limitando nuestra capacidad de juicio hasta el extremo de dar por validos los valores que nos ofrecen los noticiarios oficiales, o los comentarios escuchados en el mercado por el vecino del tercero – giro inclusivo, donde dice vecino...- y creer, seguir creyendo que los sacrificados sanitarios lo hacen por “vocación”, despreciando el trabajo ajeno, la dedicación laboral de centenares de miles de ellos, incluso su consideración humana como personas, como seres a los que no se puede exigir la vida, que muchos han entregado, ni trabajar en las condiciones extremas a que están sometidos desde hace meses.
Naturalmente y en modo festivo, la cacerolada inversa y popular que se realizó desde los balcones de todo el país, satisfizo los corazones, el sentido de gratitud que colectivamente intentaba cerrar esa deuda que nadie podía negar.
Sucede que ciertas actitudes y hechos que cuestan muy poco, generalmente no resuelven nada. Ni las firmas en documentos que no has leído, ni los cánticos desde una ventana, van a ir mas allá del lugar, el instante, adonde el viento quiera llevarlos. Así quedó saldada la obligación para con los galeotes de la sanidad publica. Unos vivas mas o menos estentóreos y aquí paz y después gloria.
Pero el ingenio no cesa. “Agudeza y arte de ingenio” como nos atribuyó Gracián, sabiamente. Y a la luz de una vela, renovamos el hilo de cobre de aquellos plomos añadiendo otro supletorio, con el presunto convencimiento y la sufrida experiencia de que un par de ellos, soportarían mejor la sobrecarga o la razón oculta, cualquiera que fuese, que en todo caso se ubicaría fuera de la zona de nuestro interés inmediato, una vez que la luz, las mortecinas lamparas de 25 vatios habían vuelto a alumbrar.
Se refuerza el personal se contratan nuevos “efectivos”, así denominan ciertos periodistas a las personas, efectivos, y se dota de material imprescindible a los centros sanitarios para intentar frenar el daño en la salud de los trabajadores que, a estas alturas llevaban centenares de bajas, bajas mortales como en cualquier otra guerra. La saturación de las unidades de cuidados intensivos y de los tanatorios, llegó a impedir el acceso a estos lagos de Estigia, donde el barquero dilucidaba si devolvía las almas a la vida o la eternidad. Cadáveres apilados en los “palacios de hielo”, en las pistas de patinaje, a la espera de poder subir siquiera a la barca de Caronte, mientras en las residencias de ancianos se evitaba el traslado de los enfermos a los centros sanitarios, ante la presunta inutilidad de conducir el paciente al lazareto, al ghetto, al siguiente circulo de la ciudad tomada por la peste, circulo de terror ni siquiera imaginado por Dante, hace mil años, y además en verso.
Momentos de desesperación colectiva, cercanos al utópico fin de los tiempos, vividos con estupefacción e indiferencia por la mayoría, por aquellos que no sufrieron la enfermedad en sus cuerpos, ni fueron dolientes de los finados.
La actuación de las autoridades gubernamentales y autonómicas – país de veinte parlamentos, miles de ayuntamientos y decenas de diputaciones- eran tan contradictorias como sus comunicados diarios a los sufridos electores, que ciertamente no pueden elegir, tan solo votar a aquellos que otros eligieron antes. Cuando no hacían otra cosa que mantener la propaganda política contra el rival, a sabiendas de que el único rival que tenían todos era un virus mortal de consecuencias incalculables.
Sin duda que no leyeron “La Peste” de Camus, ni entendieron como debe manejarse una ciudad sitiada donde la solidaridad de muchos ciudadanos y el respeto a las normas de supervivencia no excluyen la ley marcial ni la generosidad de sus vecinos. No era nuestro caso. La probable perdida de votantes en futuros comicios impidió poner en funcionamiento normas básicas para contener la epidemia hasta la llegada del “suero” salvador. Las restricciones a la movilidad, tardías y anarquicas, en tanto cada concejo, cada región establecía las propias, ignorando las del vecino, fueron insuficientes.
Las aglomeraciones de insolidarios que por centenares se reunian todas las noches, manteniendo los contagios, eran meramente desalojadas por las fuerzas del orden, para volver a alojarse inmediatamente en un nuevo lugar. En casos puntuales se levantaba un expediente que podía dar lugar a una modesta sanción pecuniaria, si es que llega a hacerse efectiva. Manos blandas y caras sonrientes a los infractores que no podrán acusar de autoritarismo a quienes toleran sus actividades peligrosas para la comunidad, hasta el punto de mantener el goteo de contagios en brotes, de ingresos hospitalarios y de fallecimientos durante meses y quizás de años. Todo sea por el voto.
La relación de las autoridades con los súbditos - estamos en una monarquía - se limitó a pedir una y otra vez, que fuese responsable el pueblo, sabiendo como sabían que no se puede pedir que sea responsable nadie que les haya votado a ellos. Puro sarcasmo.
Piden ayuda a voluntarios para reforzar el frente en los hospitales, reincorporando jubilados, a los que se olvida recordar la incompatibilidad de cualquier ingreso adicional a la pensión pública que llegan a perder en algún caso, mientras exponen su vida junto a los nuevos contratados de entre los miles de parados que no deberían serlo. Abren hospitales de campaña en lugares edificados con diferente finalidad, o levantan centros sanitarios en tiempo récord para rivalizar con otros orientales, en paises a los que la ignorancia continua culpando de engendrar voluntaria o accidentalmente a Satanás.
En esta guerra, como en todas, siempre existen elementos dispuestos a salir presurosos en apoyo del vencedor, considerando que termine en victoria, que no siempre sucede, y es que a veces...no conviene olvidar que “La victoria es la condena de quien comienza una guerra” según Ferlosio.
Pero también existen en los conflictos bélicos, muchos individuos, quizás miríadas, que se esconden hábilmente hasta el fin de las hostilidades, pertenecen al subgénero de los “emboscados” y aquí tampoco han faltado. Solo hay que leer las noticias:
La Junta quiere poner a trabajar en la sanidad pública a los 1.281 liberados sindicales adscritos al Servicio Andaluz de Salud (SAS) y a los licenciados sanitarios que actualmente son políticos y ocupan cargos públicos en el Senado, el Congreso, el Parlamento andaluz, entidades locales o son altos cargos de diferentes administraciones.
Solo 13 de los 710 liberados sindicales del SAS han vuelto a sus puestos durante la pandemia.
El número de liberados sindicales en España es uno de los secretos mejor guardados. La patronal CEOE calcula que hay 4.127, con un coste de 250 millones de euros anuales. En realidad la cifra es, cuando menos, catorce veces mayor.
Son valores humanos dudosamente positivos o ciertamente negativos que permanecen agazapados con sus dueños, sin siquiera orientarnos sobre el lugar donde está la sobrecarga de la red eléctrica, la que volverá a fundir los hilos chapuceros de cobre, que ya son un trío, y que durante el próximo apagón puede que queden incólumes, inimputables y aforados como los que yo me se.
Este cortocircuito, que tal es su denominación genuina, resulta inolvidable para quien lo haya vivido, debido a la ausencia del necesario cortafuegos, el del fusible inicial, adulterado por manos cuyo desconocimiento y temeridad nos conducen al mayor de los peligros.
Este corto resultaba espectacular e incluso divertido para un niño. Unos fuegos artificiales domésticos, el chisporroteo de una bengala sujeta a la pared, que iba quemando los cables desde el lugar donde los técnicos todavía indagan sin expectativas de resolverlo, el origen del mal, y lo que es peor sin el menor interés en encontrarlo, una vez el fuego, la chispa, ha consumido el cableado hasta avisarnos con un chispazo final junto al contador, de que la fiesta ha terminado, de que habrá que empezar todo, o casi todo, de nuevo, salvo que queramos emular el letrero que Dante colocaba en la puerta del infierno, aquel de “Abandonad todo esperanza..... que no es el caso. No debe serlo.
Curiosamente con la llegada de las vacunas, el “suero salvador”, ineficaz en sus primeras versiones durante la peste camusiana, estamos más cerca que nunca de agotar, o acogotar ese recurso humano al que somos deudores. Deuda que no puede limitarse a los cánticos vespertinos desde el balcón, ni al hipócrita homenaje oficial de esas placas donde figura inevitablemente el nombre y apellidos del cargo publico que la concede; la placa o el honorífico premio de la fundación principesca que lo único que pretende es justificar la permanencia, la injustificable existencia de dicha institución, y que usa y abusa la categoría moral de los premiados para intentar incorporarla a su mochila vacía e interesada.
La supervivencia nos hace optimistas, y hasta sabios, y cuando pase esta kermesse, esta verbena de vacunas con sus discutidas eficacias y sus inevitables efectos secundarios, sus limitadas protecciones de cuatro meses quizás, a partir de los cuales volveremos a estar expuestos, entendemos que es de esperar suceda algo idéntico a la desaparición del bacilo aquel de la ciudad norteafricana de la novela; que se marche tan discretamente como llegó, aunque se haya llevado con el, doscientos mil paisanos, dejando masacrada la sanidad pública, y volatilizados los restos de credibilidad que tenían nuestros electricistas domésticos.
Siempre servirá de aprendizaje si aprovechamos las enseñanzas que nos deja, si es que nos deja.