martes, 6 de julio de 2010

LOS COLORES DE MI VIDA

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Un barreño de zinc, de “lata”, enorme, a medio llenar con agua hirviendo, y dos pastillas de tinte, que siempre era del mismo color, -monocromo lo llaman ahora cuando la impresora solo dispone del negro-, el imprescindible. Los demás colores solo estaban en el cartel. Dudo incluso que el droguero, también llamado proveedor, -y sin embargo ninguna de esas cosas en el argot actual-, dudo que tuviese en la trastienda otro color diferente.
Se movía un rato con un palo, el fondo del recipiente, arremangados los brazos de la dueña del hogar, y se iban introduciendo, una por una aquellas prendas cuya claridad desafiase el gris oscuro.
Se apartaban del bautismo las cuatro vestimentas de las otras ceremonias vitales, bodas, bautizos, comuniones, y fiestas de guardar, y se guardaban bajo llave a la espera de que el tiempo, la polilla, o el natural cambio de talla de los supervivientes, los liberase de pecado y de utilidad alguna.

Luego, el blanco y negro, al igual que el melodrama, quedó relegado a las salas de cine, hasta que la imposición por parte de las autoridades del technicolor, del final feliz y del estado de bienestar, relegó en el olvido a ciertos ritos como este del luto “de rigor”.
Ahora supongo que estamos en la fase, oculta por el subconsciente, de acaparar tinte con todos los colores del arco iris, menos el negro, naturalmente.
El rojo está de moda, solo en lo deportivo, y el amarillo que debería aflorar en los rostros de los personajes públicos, parece enmascarado bajo una espesa capa de maquillaje, que, al igual que el blanco de la corte prerrevolucionaria, tiene sus días contados.

No obstante aparecen otros, colores metálicos, grises en modalidades, tonos, y apellidos nunca vistos, que además de tener gran aceptación entre el público y los dibujantes de comic, es decir del futuro, no aparecen en el catalogo de los tintes Iberia.
Creo recordar que los llamaban purpurina, los tintes o más bien pinturas doradas o plateadas y los preparaban los drogueros, y no todos, mediante una sabia mezcla de polvos y disolventes especiales.
También recuerdo que su efectividad era limitada a determinados soportes, madera o cartón, y que eran poco duraderos. Algo así como un parche ante los ojos, que nos hacia ver las cosas como una proyección, como un muestrario, de la gloria.

La vida, el sentido común, o bien, la aparición de tejidos sintéticos, que no aceptaban tinciones supletorias, y la posibilidad de tirar la ropa a la basura con un menor coste que el del simple lavado, ni siquiera plantea la posibilidad de llevarla “al tinte”.

Con lo cual nos encontramos en la situación ideal para afrontar el reto que se nos presenta:


El emperador desnudo. Las mascaras de su corte, de cartón, mas agrietado y descolorido que las cabezas de los gigantes y cabezudos de mi pueblo, pidiendo a gritos su renovación. Y el pueblo llano, reducidos sus ingresos por el diezmo implacable, cuando no por la sisa de sus administradores. Junto a la amenaza, a los pobres “de pedir”, en lo mas sagrado de su labor social, generación tras generación, que es la de justificar la función del limosnero, ante la previsible reducción o supresión del crédito a las arcas reales, conducen todo ello a una situación cada vez más parecida a la que tan bien retrataban Valle Inclán y sus coetáneos.

Tendré que releer su Ruedo ibérico, que además de compartir gentilício con el tinte en cuestión, me hace sospechar que también comparte la predilección por cierto color.


La única y grande lástima es que han transcurrido más de cien años desde aquella pifia descomunal, y no parece que hayamos obtenido el menor provecho de su enseñanza.
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