Al principio fue el cine. Donde cada proceso de mejora real, descartados los intentos infructuosos con los que la industria intentaba periódicamente mantener la afición, -recuérdense el coloreado de las películas en blanco y negro, el añadido de bandas sonoras extemporáneas o la impostura al cambiar las voces de los actores, de todos, por la de Constantino Romero, doblador excepcional-, sin olvidar los cambios de formato de la pantalla, los efectos sonoros especiales, tipo sensorround, o los enésimos inventos del 3D terminaron siempre en el mismo cesto, en el de la inevitable futilidad de la novedad anticuada.
El consumidor ansioso realmente engulle todo lo que le pongan en la mesa, o en la cartelera, pero tan súbitamente como ha llenado su estómago, y ejecutado el primer mandamiento burgués, el de estar a la moda; percibe su inminente indigestión y la sensación de que tanto el extinto Cinerama, como las presuntas tres dimensiones, solo le impresionan la primera vez que los contempla y que debe retirarse de la mesa, y del espectáculo, que no le aporte otro valor añadido y supletorio a la novedad reiterada, es decir a la nada.
Al fin y al cabo para ello ya tiene el televisor en casa y, la comida basura, cada vez más cercana gracias a la universalización de los platos semipreparados, semicocinados, y hasta semidigeridos, tan abundantes en el super de la esquina y a precios más que asequibles.
Al final perduran exclusivamente, los avances más o menos justificados. La restauración, la masterización, y la aproximación técnica hacia el soporte original, mejorándolo, eliminando las inevitables impertinencias de aquellos procedimientos obsoletos, el baile incontrolado del fotograma en la pantalla, los molestos centelleos que la luz produce a través de los desperfectos, rayaduras y apolillado del celuloide; o incluso la limitación de los grises que confundían ciertos colores en la película ortocromática de los pioneros. Todo ello desaparece por ensalmo, o más bien por obra y gracia de la digitalización, y nos convierte en espectadores privilegiados de espectáculos que hace cincuenta o cien años sus destinatarios apenas pudieron intuir. Si bien, supongo, con la misma estupefacción ilusionada con que ahora podemos nosotros descubrir la novísima edición, inédita según los vendedores del libro escrito hace trescientos años, de la película rodada hace noventa o de la canción grabada hace ochenta.
El cine ha sido el primero en demostrarnos que es recuperable el tiempo perdido. Aunque no el único. La música por ejemplo, que es de lo que hoy quería hablar. No sin antes sobrecogerme otra vez ante la fotografía actualizada de los coetáneos de mis bisabuelos; cuya sombra fantasmal en un sepia evanescente me dejó en la infancia la sospecha de que la imagen fotográfica era tan solo la confirmación tecnológica de lo perecederos que resultan los recuerdos de los seres queridos, indefectiblemente unos y otros, la copia amarillenta y los padres de los padres desaparecían a la vez, dejando lugar a las nuevas generaciones, tanto de usuarios sufridores de la cosa como de formatos de la imagen, en pantalla o impresa, con el añadido inesperado de encontrarnos la reedición, mejorada de la postal de hace cien años.
La imagen los tiene, es de 1912, y cada vez que miro el retrato y pienso que ha sido tomado, que ha podido ser tomado, hoy mismo, me dan escalofríos.(Recomendable, doble click en la foto, para comprobarlo).
No es que me asuste tener la eternidad en el bolsillo, en el estuche del portátil, es que cada día que pasa nos vamos acercando a ella, en cierto modo.
La música está siguiendo los mismos pasos cronológicamente inversos, que la imagen, recuperando y mejorando la calidad de grabaciones que hemos recordado, o sufrido, como penitencia a obligada hacia aquello que de alguna manera causó placer a nuestros mayores, respeto generacional, condescendencia con la interminable rememoración de las batallitas del abuelo. Bendito sea.
Solo que, una vez despreciada toda aquella memoria musical, anterior a nuestra adolescencia, por antigua, por pasada de moda, o por la actitud cretina del que sale del cascarón pensando que es el único pollo del corral, y que veinte años después sigue sin cambiar de idea, pretendiendo ignorar aquello que estaba allí, antes que él, y que no dejaba de condensar la experiencia, la sabiduría y las formas, los modos en que sus antecesores buscaron placer en algo tan humano como es el arte o el pensamiento, aunque este arte fuese circunstancialmente menor, como la copla o la novela.
Resulta duro, además, cuando el tiempo de una generación, o generación y media, cuarenta años, se lo adjudica un régimen político que, etiquetado desde fuera como dictadura, hace los méritos suficientes para que el calificativo no quede en vano; y abre un hueco en la memoria colectiva, un tiempo perdido de esa duración exacta, cuarenta años, en el que todo aquello sucedido, sufrido, o incluso disfrutado, es sistemáticamente silenciado y olvidado.
Todos aquellos que intentan posteriormente escarbar en el recuerdo, son anatemizados y acusados de profanadores, bajo los peores adjetivos, los habituales y más convenientes para una época realmente triste y desgraciada.
Y supuestamente, el arte, la música correspondiente, no debería, y de hecho no ha podido hasta ahora, escapar a esa abyecta etiqueta.
Hasta que uno, harto de intentar escapar de las distorsionadas voces agudas, hasta atormentar el tímpano –solo me queda uno- y de los arreglos de cuerdas hechos para orquesta de tres violines, o a veces solo dos y piano, que estaba allí exclusivamente para que no se perdiese el compás, para no molestar y para poco más, encuentra un poco de luz en este tiempo oscuro de limitaciones técnicas y de las otras, peores.
Estas limitaciones, que son la base de nuestra memoria musical, la copla, pero que hago extensivas a todas las grabaciones sonoras de la primera mitad del siglo pasado, no son más que la cascara de un pistacho recién tostado, que una vez separada del mismo, mediante la correspondiente digitalización, algo tan fácil como separarla con la yema de los dedos, nos ofrece el descubrimiento, el amanecer de una nueva dimensión sonora y gustativa. Excelente pistacho.
Y descubro a Angelillo. El personaje de leyenda, prototipo de artista fantasma, aquel cuyo nombre prohibido no podía pronunciarse ni escribirse bajo riesgo de cometer un delito, con la peor de las condenas, la de que tu nombre, el tuyo, fuese incluido en la lista. En una de ellas. Cuando se estrenó su película más recordada, “La hija de Juan Simón” figuraba en los títulos, y en los carteles el actor sin nombre, con el seudónimo, forzado por la censura, “ El protagonista de: Centinela Alerta”, y su nombre, Angelillo y su música, permanecieron durante años, como rescoldo de una hoguera perdida en el tiempo hasta que la brisa, la magia de la tecnología reconstructiva – sin botox ni cirugía plástica – recuperaron el sonido perfecto. Cometo el perdonable desliz de escuchar la nueva versión de “Farolero” y vuelvo a sumergirme en la droga más estupefaciente que conozco, que no es otra que la de disfrutar con los placeres que tengo a mi alcance, y el de la música lo es. Canción de amor sin empalago, sin tragedia, sin siquiera melodrama, solo con el agradecimiento de los enamorados al amable farolero que apaga la luz para que los amantes puedan proteger su intimidad. ¿Puede decirse, puede cantarse algo más bonito, con una voz más armoniosa?. Se puede. De hecho, después vienen “Dos cruces” y “Camino verde” y volvemos a lo de siempre. ¿Cuánto de medieval tiene Carmina Burana? Lo que la merced del espectador quiera otorgarle, y poco más.
Tanto de actual como tiene el pensamiento humano, la literatura, o el arte en general, que no sea otra cosa que una reedición mejorada, o empeorada según otros, de los valores clásicos latinos, recuperados por el renacimiento y exageradamente señalados como paradigma, como modelo a seguir para nuestra civilización, según sus descubridores, que no son otros que los arqueólogos franceses e ingleses de finales del diecinueve y principios del veinte.
Y volviendo a lo anterior, a las melodías del amanecer del mejor de todos los días, el de mañana. Sin el inevitable añadido de la simpatía que Angelillo- la que acompaña a los perdedores- y de la bandera progresista, que enarboló como tantos otros, en aquellos tiempos de infortunio. Pero con idéntico atractivo, para los que practicamos la minería del recuerdo, en los estratos de tiempos más o menos remotos, el aliciente de encontrar fotografías que son auténticos poemas,- y ciertamente tienen mucho en común con la lírica-, y en ellas gente guapa, para que voy a engañarme.
Encuentro imágenes de chicas preciosas que existieron, y cantaron, hace ochenta años y que, aunque ya sonaban sus canciones en mis oídos desde que encontré en el retablo sonoro de mi memoria media docena de canciones que , como el maullido desagradable y amoroso de una gata en celo, arañaba mis oídos y mis sentimientos con la lejanía infranqueable del tiempo que nunca vuelve, resulta que ahora vuelvo a escucharla con el arrobo, con la nitidez que prestan los veinte años a tus sentidos, o lo que es lo mismo con la recuperación digital de esas canciones y de esas imágenes, y vuelvo a sentir la sensación de que el ayer es solo una ficción, que la inmortalidad existe, y que al igual que los que recuperaban las esculturas milenarias del Peloponeso y volvían a darles vida, estamos asistiendo a un nuevo renacimiento, del que resulta imposible evadirse.
Entre otras razones porque la satisfacción que produce este renacer en el aficionado, en el amante de estos placeres tan sencillos, resulta adictiva. Hasta que me encierren al menos.
Comenzamos con las Andrew Sisters, con el “Rhum and Coca cola” de los cuarenta, y luego seguimos con las King Sisters, que además de ser anteriores- el tiempo en las diferentes capas de una excavación se convierte en algo absolutamente relativo- y más guapas, eran cuatro, y eso es algo que obsesionaría a Playboy que nunca pudo pasar del triplete familiar, y su versión vocal de “In the Mood”; hasta descubrir ayer mismito, a las italianas del Trio Lescano, y comprobar que no hay que ir tan lejos, no hace falta cruzar el Atlantico para reeditar el prodigio de la armonía vocal en las voces de unas chicas preciosas.
El que la belleza ayude a mejorar el sonido es un misterio gozoso, de los que tengo sin resolver, pero que no dudo pueda ser abordado en una próxima línea de investigación.
No sería justo ignorar a las Boswell Sisters, como tampoco sería conveniente recordar al trio La La La, pero en todo caso, me siento obligado a nombrarlas a ellas, a las hermanas que, en nuestro idioma, y sin solución de continuidad desde las anteriormente citadas, acariciaron nuestros maltrechos oídos: Las hermanas Fleta, Navarro, Benítez, Serrano entre otras, especialistas en engrandecer un género, el de la canción popular, que es una lástima que pase a la categoría de pretérito.
Supongo que es solo cuestión de esperar la próxima vuelta de tuerca de la tecnología digital. Y asumir que la eternidad está ya aquí. Realmente lo ha estado desde siempre, solo que algunos, los más torpes, estamos comenzando a ser conscientes de su omnipresencia.
Las King Sisters y su autógrafo. La última de ellas en abandonarnos, lo hizo hace un año exactamente.
Hoy he vuelto a pasar
por aquel camino verde
que por el valle se pierde con mi triste soledad.Hoy he vuelto a rezar
a la puerta de la ermitay pedí a tu virgencita
que yo te vuelva a encontrar.En el camino verde
camino verdeque va a la ermita
desde que tú te fuistelloran de pena
las margaritas.La fuente se ha secado
las azucenas están marchitasen el camino verde,
camino verdeque va a la ermita.
Hoy he vuelto a pasarpor aquel camino verde
y en el recuerdo se pierdetoda mi felicidad.
El trio Lescano, nos invitan a escucharlo en "Tulipan" o en "Anna", que era la preferida de Benito Mussolini.(Ya empezamos otra vez. Justo cuando termino).
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