sábado, 16 de abril de 2011

NI CÓNCAVOS NI CONVEXOS.-

Pocos utensilios domésticos, neutros, cotidianos e inofensivos, despiertan tal animadversión a lo racional, y tal atracción por la fantasía, por la imaginación gratuita y espontánea, que los espejos.

No diré nada, por obvio, sobre la utilización que de ellos se hace en la mayoría de los casos, higiene para unos/as y embellecimiento para otras/os.
Pero resulta curioso el componente mágico que atesora el azogue en los cristales. El terror que debió producir a los primitivos que se contemplaban en ellos por primera vez, o el poético que los narradores atribuyen a los espíritus atrapados al otro lado de la realidad, de esta.

Ayer me contaba Jiri Menzel en “Yo serví al Rey de Inglaterra” la historia, posiblemente verídica, de los centenares de espejos, arrojados a la basura en aquellas zonas de Checoeslovaquia (palabra para el recuerdo) que fueron ocupadas por Alemania, y más propiamente por alemanes, durante los años del último Reich. Al ser conscientes los nuevos inquilinos de que los nazis seguían reflejándose , inevitablemente en los espejos, tiempo después de haberse ausentado, de haberse exiliado a los cuarteles de infierno (purgatorio más bien).

Por supuesto que es una figura poética, ya digo, aunque no está demás sospechar su veracidad, quizás motivada por la necesidad de saldar una cuenta pendiente, con ese gesto tan inofensivo como es el de romper un cristal. Como si castigando al portador de la imagen, al mensajero, con la pena merecida por el pecador - al que su reflejo no hace más que poner en evidencia- quedase saldada la cuenta , por parte de alguien que, lo único positivo que suele hacer, es dar de comer, con cierta frecuencia, al cristalero.

Tan animal como el avestruz que esconde la cabeza en el agujero- ¿Realmente lo hace, o no es más que otra leyenda urbana?- o como la bestia herida que exacerbando su violencia contra todo lo que encuentra delante, intenta conjurar el peligro vital con esa natural e instintiva reacción fisiológica.

Me ha vuelto a suceder últimamente, el que encuentre extrañas reacciones, al menos así lo entiendo, entre la gente que me rodea. Y es que ese fenómeno ondulante, tan antiguo como las siete plagas, llamado crisis por los propagandistas de turno, está hiriendo y adelgazando a ojos vista a los inocentes animalillos de este parque temático en que nos encontramos, pero también está poniendo en dificultades a las bestezuelas que emponzoñaron las fuentes con sus heces y con sus inmundas pezuñas y quebraron los arboles del bosque para placer y deleite de sus cornamentas.
Son solo símiles genéricos sobre alimañas, no quisiera extrapolarlos a personas concretas.

Con cierta frecuencia estoy observando la actitud , nada inédita por lo demás, de aquellos que desde hace años, muchos, están habituados a hacerse con el dinero de los demás dentro de la más lata legalidad, cosa que en nuestro medio ha alcanzado niveles tan poco virtuosos, que hacen incompatibles la proximidad del sustantivo legalidad con el adjetivo lato, sinónimo de espacioso y holgado. Aquellos que se evaden con absoluta impunidad de pagar los impuestos que pertenecen a los demás, y que se benefician implacablemente de todo tipo de ayudas que están destinadas a otros, en principio.
Conozco a tantos, y desde hace tanto tiempo, que no me extrañaría que sean una de las causas, si no la principal, del callejón en que nos encontramos.
Pero lo que me asombra, y me deja estupefacto, es verlos a ellos gritando, repitiendo a voces, la misma salmodia: ¡Al ladrón, al ladrón!



Buscando culpables en todos los que muestren algún signo externo de presunta maldad, en todos aquellos susceptibles de ser linchados por la turba, cancelando de esa manera la deuda intangible de los quintacolumnistas del desfalco patrio, de los gánsteres emboscados que gozan de la inmunidad del anonimato y que son, millones entre la media docena de justos, causantes no solo de la ruina de un país sino de la imposibilidad de salir de ella a medio plazo.

Y es que, harto de escuchar su canto monótono, su acusación eximente, no puedo menos que hacerles ver, y lo hago cuando me dejan, lo importante que puede ser un buen espejo en estas situaciones. Les aconsejo mirarse en ellos e, indefectiblemente observo la actitud del espejicida, guardan silencio, más o menos breve, y cambian de tema, de disco, o bien directamente desaparecen de mi vista, no sin antes lanzarme una mirada realmente explosiva, de esas que llegarían a romper hasta el cristal trilaminado y puede que hasta blindado, de cualquiera de sus vehículos de “gama alta”, que reflejan, expulsan al exterior , inmundo y pedestre, cualquier atisbo de responsabilidad en la miseria ajena.

Para eso, para la catarsis del tiesto roto, ya tenemos unos muñecos de guiñol que cada cuatro años, u ocho si las plagas van lentas, son golpeados por el muñeco bueno, el Gorgorito de los títeres de mi infancia, hasta desaparecer entre las bambalinas, y ser remplazados por otro que, generosamente remunerado por semejante oficio, el de demonio mitológico, reiniciará el ciclo que para algunos no ha sido tal, manteniendo estables sus ingresos dentro de la ley del más fuerte que en este caso es la del más hábil, la del más listo, del que no hace otra cosa diferente que los animales en la selva, depredador de los frágiles e indefensos en un sistema que, evidentemente, no está diseñado para proteger a los débiles, sino a los que están quemando el bosque ajeno para comprar madera barata.

Quizás estemos viviendo realmente en el monte, y solo soñamos ficticiamente con otra realidad que no es la nuestra.

Tan solo espero que, quizás sean tan listos que, estén tomando conciencia, a pesar de lo abultado de sus carteras, del nivel de pobreza general en que están dejando a esa población, fuente de su rapiña, y del peligro de hacer desaparecer al huésped, que es nombre que reciben las víctimas de los parásitos.

No quiero otorgarles, porque no la merecen, la presunción de que su estimable nivel como trileros les permita también ser conscientes de que existe algo además, algo superior, algo imprescindible, además de ellos mismos y de sus víctimas cotidianas, algo que se llama colectivo, sociedad, país o nación y sin cuya existencia más o menos confortable, estos dermatofitos no pueden existir. Pero sí, el conocimiento heredado de que sin pelos no hay liendres.





Y los veo como se alteran ante la presencia de una cabellera rala como la mía, de las que el peluquero considera como el regalo de su jornada - hasta tres minutos he llegado a cronometrar en el corte a navaja, y bajando tiempos, inevitablemente- y que esconde debajo tal cantidad de impertinencias y de indignación ante los beneficiarios individuales y concretos del fraude y del expolio colectivo, que no me extraña verlos huir espantados ante el espejo que inevitablemente ofrezco cada vez que escucho el grito de marras:!Al ladrón!.

Desconozco si esta actitud incomoda y quijotesca reproducida miles de veces en todos y cada uno de los foros y tertulias, en el ámbito vecinal y laboral, que día a día intentan arreglar infructuosamente el país, nos llevaría a otra cosa diferente de ganarnos la enemistad de los susodichos, beneficio nada desdeñable, o a terminar jugando a bastos, otra vez.
Por eso no puedo promocionarlo como solución; ni invitar a nadie a que llame al auténtico ladrón por su nombre.

Pero no me diréis que, el permanecer callados e impasibles ante semejante estirpe nos va a hacer mejores, o nos va a permitir salir del hoyo.
Me temo que ese no es el camino.

Y es que, lapidar figuradamente a determinados políticos puede ser justo y hasta necesario, pero equivale solo a romper el espejo en que nos estamos mirando. Compraremos otro nuevo dentro de unos días y, la imagen que nos devuelva no va a cambiar, si no lo hacemos nosotros.


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