Alguien dijo que todo exiliado lleva siempre dos mochilas a
la espalda, la nostalgia y el resentimiento. Y que no podrá desprenderse de
ellas durante el resto de su vida, desde aquel momento cruel en que
violentamente es desprendido del cordón umbilical que lo fija a sus raíces.
Aún en el caso del
hipotético regreso, resulta difícil apaciguar el dolor de la memoria que se
vuelve incapaz de reconocer personas y lugares que se volvieron diferentes,
tanto como el que retorna, el mismo Ulises.
Buñuel es un paradigma del maño errante, el que tiene que abandonar
su país, sin la esperanza ilusoria del indiano – su padre- sobre un confortable
regreso. La guerra civil supuso la imposición del billete de solo ida para los
perdedores. Y las escalas en Paris, Nueva York o Méjico, fueron solo estaciones
del viacrucis que no lograron sino exacerbar ambos componentes que formarán
parte esencial en la paleta del artista.
Los gritos de “Vivan las caenas” que aparecen como caprichos
de procedencia goyesca en sus últimas películas, su actuación como verdugo –
aplicando el garrote vil – en “Llanto por un bandido”, de su presunto sucesor
Saura, y todos los ecos de la España negra, del esperpento filmado, no son otra
cosa que el reflejo del dolor, la nostalgia por la Calanda de su infancia, y
por el Madrid prodigioso de los años de su generación, finales de los veinte,
cuando la aurora del arte y la política llenaban interminablemente sus
días en la residencia de estudiantes.
El resentimiento, más explícito que sugerido, como
sentimiento ambivalente amor-odio, lo
polariza, aparte de la añoranza imposible por un país perdido, en otros dos aspectos fundamentales de su obra
( y de su vida), el anticlericalismo y la misoginia. De cómo con esos mimbres
puede conseguirse un cesto prodigioso que encierre dos docenas de películas
imprescindibles, solo podemos entenderlo si creemos en los misterios gozosos,
como el del experto religioso D. Luis, que consiguió pasar de blasfemo y hereje a ser propuesto
como modelo de beatitud, debido a su constancia en el anatema. Dogma religioso:
“Habla de mi aunque me detestes, que todo lo aprovecharé”. Desde “La edad de
oro” 1930 hasta “La vía láctea” 1968, una constante.
Pero, si bien el iconoclasta presta su sello irónico,
escandaloso para algunos, sobre ciertas incoherencias eclesiales, es su
recalcitrante visión morbosa, francamente patológica, sobre la mujer, la que
ofrece innumerables pretextos para que la psiquiatría tome cartas en el
asunto, ofreciendo un novísimo y
personal enfoque cinematográfico en la relación hombre/mujer, y prestando un singular atractivo a casi todo su
cine.
Fetichista, necrófilo, sádico, masoquista, o ambas cosas,
pequeñas o no tan pequeñas desviaciones del comportamiento que ponen de
relieve, incesantemente, esas situaciones límite del ser humano, en la frontera
invisible entre la normalidad y la desviación enfermiza.
Quizás la etiqueta de surrealista quede demasiado pequeña, y
sobre todo obsoleta, para calificar su estilo, eminentemente buñueliano,
claramente inclasificable, único, como el de todos los genios que en el mundo
han sido.
Sus comienzos, condicionados por la moda de “épater le bourgeois”,
procedente de los decadentes del XIX y motivadora de aquella cosa que se dio en
llamar surrealismo, sufrieron un traumático corte debido al fenómeno 36-39, y
debieron pasar casi veinte años hasta que el Guadiana volvió a fluir. Por
cierto, Alcoriza nació en Badajoz y todavía estoy esperando que le dediquen
algún edificio costoso. O mejor algún ciclo de cineclub de barrio, se lo
merece.
Buñuel, descubierto, y santificado por los sacerdotes de la
escuela parisina, Cahiers du Cinéma, pasa de ser un oscuro realizador mejicano
a figurar en la galería de los genios consagrados.
Hoy “Los olvidados” está considerada patrimonio de la
humanidad, con todos los merecimientos, Viridiana es una de las cinco películas
españolas imprescindibles para nuestra filmoteca e incluso nuestra historia del
siglo veinte, y él mismo, junto a los otros B, Bardem y Berlanga, son realizadores españoles motivo de orgullo
patrio. Si bien D. Luis siempre prefirió ser comparado con otro B, Bergman, con
quien compartía obsesiones y admiración mutua.
Impagable toda su etapa mejicana, cine de ínfimo
presupuesto, y de excepcionales resultados, una docena de huevos de dos yemas,
con la marca inconfundible, la sublime obsesión por el onirismo exaltado de
este otro maño sordo e inmortal.
Inestimables colaboradores de su hazaña, Rabal, Alcoriza,
Silvia Pinal y su abnegado marido, el productor
Gustavo Alatriste; románticos cineastas inmersos en el neorrealismo, y no
otra cosa, pasado por el filtro de la nostalgia de Calanda y el resentimiento, la
misantropía implícita en la serie negra de Goya.
Escasas y geniales sus películas españolas, inolvidables Tristanita
con su patita quebrada, y Lola Gaos en la
sagrada cena de Viridiana, aunque
españolas lo fueron todas de alguna manera.
Lástima del final alimenticio, de su trilogía francesa. Del
abuso inevitable de los productores codiciosos, sobre los genios seniles, fenómeno
repetido con Wilder, Hitchcock, y otros octogenarios presentes en la
parodia-homenaje, el oscar honorífico a Don Luis.
Pero es que, si la vida resulta dura para algunos, la
sobrevida suele ser peor. Incluso para los genios.
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