domingo, 25 de mayo de 2014

THOMAS BERNHARD EN EL MANUAL DE USO CULTURAL.






Las oraciones subordinadas, circulares, reiterativas, la antitesis del aforismo.
El pensador que tiene algo que contar y lo hace (Wilde)  dedicando su esfuerzo a empujar cuesta arriba la piedra de Sísifo (Camus), no solo para compartir sus ideas, enemigas de la frase sintética que reverbera en el lector poco exigente, sino también para dejar que el pensamiento fluya incansablemente, como el Danubio, el río madre de esa Austria vilipendiada por T.B  hubiese vilipendiado cualquier patria  - y negándose a compendiar, a resumir sus pensamientos, por mas que entre ellos surja inevitable e intermitentemente la frase lapidaria que, como epitafio sublime le habrían comprado los ciudadanos acaudalados a los que demonizaba tres veces al día, una en cada comida - pan negro y gulash- consciente de ejercer la libertad que la malherida sociedad de postguerra era incapaz de negarles, a él y a los narradores contemporáneos del otro lado del Atlántico.


Pienso en el magistral “Wunderkind” -  la dolorosa revelación de una joven al descubrir que no es ningún prodigio musical -  Carson McCullersy   su similitud con “El malogrado”. Como, ambos narran en primera persona el mismo asunto, la cruel aceptación de no estar elegidos para la gloria que sus padres o ellos, en su etapa de crisálida, hubiesen esperado en la música. Misma idea, mismo desarrollo, mismo final. El que Thomas necesite tres personajes en lugar de uno, o tres veces más páginas que  la McCullers, no hace mas que discrepar en  un estilo que, a fin de cuentas no es otra cosa que un modo de entender la vida, el inagotable mundo de las ideas consideradas como las gotas de agua en su camino hacia el mar, y no siempre de la manera más rápida, no necesariamente, al menos. El Danubio mide su tiempo en kilómetros, cerca de tres mil,  lo convierte en interminable,  como la prosa de T.B, a ratos oscura, a ratos transparente, dolorosa y sin embargo divertida, como la vida misma, la del pensador que no cesa de buscar salidas, y encontrarlas, en los interminables círculos, que sus ideas insisten en recorrer indefinidamente.

Halla personajes - el otro - sin molestarse excesivamente en ocultarnos que, como los amigos invisibles de McCullers, viven dentro de uno; y nos lleva a quererlo y a odiarlo, a ese con quien terminamos compartiendo las humildes maravillas que se ocultan tras sus desgracias,  a la vez que nos identificamos con sus juicios y opiniones implacables sobre una sociedad que, desprovista de sus arcaicas tradiciones, encontramos a nuestro lado, donde quiera que nos situemos en la vieja Europa. Que insiste en repetir su historia, sus renglones torcidos, como si esa repetición fuesen su identidad y su destino. 

Naturalmente, la vida del pensador resentido -contra si mismo - no se limita a las lamentaciones del profeta Jeremías que, ante las ruinas de Jerusalén, inspiran no pocos pasajes de la obra de T. B.;  es también el brillo de la luz, de la voz que derriba a Pablo del caballo, la que ilumina su vida, la revelación de un ser superior, del dios presentido pero nunca vislumbrado hasta su actuación en el festival de Salzburgo, la madre patria de la música eterna; Glenn Gould en toda su gloria, haciendo apostolado de algo que el escritor hasta entonces tenia en el mismo cajón del socialismo, del nacionalsocialismo, del catolicismo y de todos los ismos que según él, secuestraban los espíritus. Descubriría una religión nueva, la fe en el norteamericanocanadiense como gustaba llamarlo, sus Variaciones Goldberg, que nunca más fueron de Bach.



Otra vez el nuevo mundo avivando la esperanza del escritor en que existan paraísos por descubrir. Aunque su salud no permitiese otro descubrimiento que el venturoso de Madrid o el Algarve, lugares que sirvieron de contrapartida vitalista a la decadente, la vieja y tullida inteligencia europea que se permitía cenar, y acabar los platos, mientras el galardonado con el Nobel, Canetti, se aplicaba en la lectura de su discurso de aceptación. El horror de Conrad,  revivido por el escandalizado comensal, Thomas Bernhard.

Cosario:
"Bueno, en aquella época escribía ya novelas, muy largas, de trescientas páginas, cosas increíbles, no. Una se llamaba “Peter va a la ciudad”, e iba yo por la página cien, y Peter estaba todavía en la estación. Así pues, entonces dejé de escribir, el plan era equivocado. Ni siquiera había llegado a sentarse en el tren e iban ya ciento cincuenta páginas. Economía, cero."

"Desde hace quince años no acepto ya premios. Ni premios ni nada. Pero la mayoría son astutos, porque te consultan antes. Eso resulta idiota también, porque entonces buscan a otro. Los honores son de todas formas una idiotez. Sólo tienen sentido cuando no se tiene dinero o se es joven, o se es viejo y no se tiene dinero. Cuando se tienen medios de vida como yo, no hace falta aceptar ningún premio. Los honores son una insignificancia, algo absurdo. Sólo conozco a gente horrible que los reparta. Cuando me imagino a Canetti, allí en la escalinata, de frac, y el rey sentado ante su plato ya vacío…
Nadie lo escuchó, pobre hombre"

"Tus sentimientos no tienen valor si se te quedan dentro. Y tampoco tu protesta sirve de nada si nadie la oye, porque entonces te ahoga. Y uno palma. Eso tampoco tiene sentido. Por eso sale uno de casa y da a conocer su protesta."
«Tanto el nacionalsocialismo como el catolicismo son enfermedades contagiosas, enfermedades del espíritu y nada más»



Esas frases prolijas, elongadas, llenas de subordinadas, raíces, ramas y recovecos, el asco general, el odio a Austria, a los socialistas, a los católicos, o la medicina, la música clásica..



En el estreno en Viena de la obra de teatro La partida de caza, con el escritor convertido en “el más importante autor de Austria pero también el más discutido”.
 “Después del segundo acto abandonó el teatro y, cuando recogió su abrigo en el guardarropa, el hombre que lo atendía le dijo:
 ‘¿Tampoco a usted le gusta la obra?”

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