Bien cierto es que los prejuicios culturales
son acérrimos enemigos, absolutamente incapacitantes a veces, del placer que
supone disfrutar los innumerables platos de la cocina universal. Tanto como la
lucha enconada en su contra por los golosos a la hora de pedir este o aquel
plato desconocido que, a priori, no parece que sean siquiera comestibles, tal
es la reserva que la ignorancia impone
frente a nuestra voluntad ante cualquier plato foráneo.
Tan cierto como que, la mayoría de las veces
sirve para confirmar nuestra temeridad y que, ante la primera vez que pruebas
algo nuevo -recuerdo la repugnancia del amargor del primer sorbo de
cerveza- dejas la comida prácticamente
incólume en la mesa, surgiendo la vocecilla interior de tu severa conciencia,
repitiendo la frasecita que insiste sobre tu estupidez.: “Ya te decía yo, que
no te iba a gustar”.
Pero el aventurero que llevamos dentro vuelve
a imponerse, y como su placer principal a la hora de viajar, no es otro que
descubrir lo desconocido, o al menos la parte superficial a su alcance, aunque
no sea otra cosa que ese plato tradicional, exclusivo y típico de cada lugar y
que, desgraciadamente, suele ser una reducción, reinterpretación banal y
económica, dirigida a los turistas inexpertos - busco la insignia para llevarla
en la solapa de la camiseta, pero tampoco tienen, ni insignias ni estas,
solapas- de ciertas joyas de la cocina ancestral que, solo sobreviven gracias a
la credulidad de los que todavía leemos guías de viaje. Suelo encontrar el
plato en cuestión, aperitivo, principal, postre o bebida ,da igual, y también
suelo cometer el error de juzgarlo cicateramente con la primera, y por lo
general, última degustación. Otras veces ni eso, como en la que nos ocupa.
Ya glosamos en este diario la frustración que
supuso el enfrentarme al "Moelle d´os", es decir a la rodaja de hueso cocido de
fémur vacuno, con la esperanza de disfrutar el sublime tuétano al que ni el
beluga de tres ceros, ni el mejor foie, pueden vencer en buena lid y como,
aparte de terminar el plato con más hambre que antes de comenzarlo –
ordinariez, hambre, que jamás escuchareis a ningún crítico gastro, no es el
caso obviamente – me resultó una compensación harto escuálida ante el esfuerzo que
supuso el vencer los prejuicios iniciales.
Ha tenido que ser mirando con envidia el plato
que sirven en la mesa de al lado, en el bistró del barrio, cuando me he dado
cuenta de mi inmenso error, y van... Medio fémur, al menos, de buey,
probablemente con pedigrí, de esos alimentados con pan de ángel y agua bendita,
si creemos las tonterías de los modernos, y acompañado de media baguette,
impaciente por sumergirse en el néctar oleoso y humeante. Incluso lo vi
chorrear por la comisura de la boca del
beneficiado comensal, igualito que en las películas, y me hizo acreedor
de subir otro circulo en el nivel de estupidez, a la vez que prometerme
emularlo en plazo breve de tiempo, meses o años, que tampoco hay que exagerar.
Lo cierto es que uno, que ha disfrutado de una
infancia tan quevedesca que, eso del tuétano, así como los nabos, o el tocino
chamuscado sobre una rebanada de pan blanco – lo de cateto solo lo añaden los
auténticos- le resulta tan conocido y familiar que no sentía reparo alguno, tan
solo curiosidad, de que los gabacho
pudiesen convertir algo tan simple en una delicatessen, y ciertamente esta quedó satisfecha, en cuanto curiosidad ,
ya que el asunto parece algo más complejo y no pudo resolverse en un primer
contacto.
Otras veces, como es el caso de hoy, resultan
repulsivos mismamente sus ingredientes, su combinación imposible para nuestra
cultura mediterránea, la mezcla en el mismo guiso de carne y pescado, a pesar
de que las inefables paellas “mixtas” inventadas para los compañeros de martirio,
turistas extranjeros, sean consustanciales en las mesas públicas e incluso
privadas de media España, el horror.
Pero la fuerza de la costumbre, convierte esta
en tradición y la mirada termina siendo condescendiente con la novedad, solo
que la transgresión esta vez no termina aquí.
“Carne de vaca en salazón y un poco de agua
,cocido todo junto con remolacha, pepino, cebollas y los matjes (que es arenque en salazón) todo ello
se pasa por una máquina picadora y la mezcla se sirve con puré de patatas y se aromatiza con nuez moscada y pimienta.”
A eso lo llaman Labskaus, "Speise
für derbe Männer" (comida para los hombres fornidos), y se trata de
una especialidad de la gastronomía
alemana de la costa del norte.
Obviamente no figuraba entre mis objetivos, de
hecho los arenques siempre me han parecido demonios, los ángeles azules de las profundidades, vencidos por los
arcángeles mediterráneos, boquerones o sardinas, y si puedo evitarlos
alejándome de unos y acercándome a otros, lo hago.
Pero lo auténticamente repulsivo, comprobadlo
en la foto, es su aspecto.
Una pella que cubre el fondo del plato y que
produce la impresión de que ha sido un error de la cocina y te han servido la
masa prevista para freír croquetas, o quizás una ensaladilla rusa de esas que
los robot de cocina y las revistas de peluquería proponen para acelerar
divorcios o para que el niño cuarentón, se marche de casa de una puñetera vez,
que hay fines nobles que a veces obligan a usar medios criminales. Ley de vida.
Lo de tal aspecto, curiosamente, no pude
apreciarlo hasta que en un restaurante del puerto, especializado en pescados –
allí llaman así a los chiringuitos- se me ocurrió pedir, al azar, - ignorante
del contenido de la carta, tanto en inglés como en alemán- uno de los innumerables
platos, todos con su nombre esotérico, y
pronunciar con propiedad :“Labskaus” como autentico experto en la gastronomía
local.
Pero no coló, en absoluto. La frau que nos
atendió, un diez como comprobareis, me indicó amablemente que era el único plato de la extensa carta que no era
estrictamente pescado, y a la vez que me sugirió que eligiese otra papeleta en
la tómbola de los perdedores, tuvo la gentileza de invitarme a probarlo, pidiendo en la cocina
una dosis homeopática, para ellos, que suele ser la cantidad necesaria para un
plato principal de los nuestros.
Dos nuevas sorpresas -todas los son, en caso
contrario no lo serían, sorpresas- la primera que estaba caliente, algo
esperado para la masa de las croquetas – y no me digáis que no la habéis probado
nunca, y que os habéis privado de su ricura- pero no tanto para la ensaladilla
rusa, incluso para aquella a a que las bacterias, y los días, han conseguido
elevar cinco o mas grados su temperatura sobre la ambiental, y es que realmente estaba caliente y si, la
segunda es que también estaba rico.
No tanto para seguir el consejo de Lonely
Planet o de Fodors e incorporar media docena de latas en el equipaje de vuelta,
como recuerdo placentero de la experiencia, pero si para reconocer, otra vez,
lo merluzo que se vuelve uno a causa de los inevitables prejuicios adquiridos.
Afortunadamente lo suelen servir acompañado de
un par de huevos fritos, desafortunadamente vuelve el atavismo cruel. ¿Fritos
con qué?
Y sí, con toda seguridad no será con aceite de
oliva de la nuestra que, hasta en eso, nos volvemos intolerantes, no vayamos a
confundir la hojiblanca de aquí con la picual de allí, y para qué hablar de la
arbequina catalana, tan exquisita ella.
No tenemos remedio. Aunque esto de viajar, y
escuchar, y probar, suele ser un antídoto estupendo, además de una actividad
placentera, para el estreñimiento mental. Insisto.
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