Ensayo irreverente sobre “La Odisea”, con su correspondiente
prólogo, breve sinopsis, y pormenorizado epílogo.-
Aclaración previa, para que no me acuséis de cosas malas:
Cada línea de la
Odisea original estaba formada por seis unidades o pies,
siendo cada pie dáctilo o espondeo. Los primeros cinco pies eran
dáctilos y el último podía ser un espondeo o bien un troqueo.
Todavía figuran en la carpeta de mis pesadillas favoritas,
los autores y títulos de ese arcano que supuso la literatura universal para un adolescente
obligado meramente a memorizarlos. Desde el Ramayana y el Sakuntala hasta los
plumíferos arcaicos de la tribu ancestral como el arcipreste de Hita o aquel
precursor del globo - ya deshinchado - latinoamericano de los sesenta, el que
fijaba sus versos en la montura de su caballo o en la corteza de los álamos, Alonso
de Ercilla y su Araucana, otra que tal para los de secano.
Afortunadamente, la mayoría de las obras estaban escritas
por el mismo autor, un tal “Anónimo”, junto a cuya efigie me hicieron una foto
en Budapest, como colega solidario, y frente a la puerta de un palacio que
alberga el Museo de la Felicidad, o algo así, lo que ahorraba al viajero el uso
de licores estupefacientes adicionales. Con la ventaja de que, a la vez que
quedábamos exentos de memorizar ciertos nombres propios que sin duda sonarían
tan ridículos como los títulos en cuestión, disfrutábamos divertidos al
pronunciar palabrotas como Mahbharata o Brahmaputra, por citar algunas.
En todo caso, tuvieron cierto efecto benéfico al grabarse en
la memoria joven, que tiene capacidad infinita para guardar los mayores disparates
y como no, las cosas de valor. Ya que algunos, después de algunos eones, reaparecen
en el momento oportuno, cuando la lectura de estas obras, permite la
comprensión del mensaje primigenio, inclusive aquel envuelto en versos y estrofas
tan variopintas y forzadas que, hasta entonces, constituían por si solas un
argumento disuasorio para su lectura.
Y es que la mayoría de los clásicos, no son aptos para ser
comprendidos por una mente sin cierto entrenamiento, sin un mínimo rodaje en
esa disciplina gratuita y forzosa a la que llamamos experiencia.
No hay para mi perdiz que los iguale, a los nabos en la sopa
paupérrima del licenciado Vidriera. La agudeza y el humor negro de Quevedo que
solo pueden disfrutar los que previamente se han enfrentado a semejante festín,
plato único de agua turbia, mientras son convencidos, mediante el adecuado
bombardeo mediático, de su pertenencia al primer mundo, de ser titulares del
usufructo vitalicio del estado del bienestar o del estado de derecho, tanto da,
perdices quevedescas que despreciamos a cambio del suculento y real menú de los
nabos de cada día.
No importa que la edición sea lujosa, que dependa de la moda
o del precio marcado, ni que la unanimidad de los críticos designe a cierta
traducción como “definitiva” desplazando a la anterior, que también lo era, y a
la espera de la próxima que está a punto de completar cierto menganito, eterna
promesa de las letras de determinado terruño, el suyo curiosamente, y dotado de
apellidos que ni fijan ni limpian, pero dan esplendor a su dueño.
Al final resulta ciertamente indiferente la calidad de la
traducción, ya que aunque esta sea más o menos fidedigna, podrá ser mejorada en
sucesivas revisiones, pero al fin y al cabo lo es porque la última,
genuina y definitiva traducción de los
clásicos es la que se realiza en la mente del lector.
De aquel que tiene el suficiente entrenamiento vital –
complementado con sus propias vivencias- y la capacidad de abstracción necesaria
para poder leer entre líneas, esa técnica de lectura enunciada en una frase
hecha, leer entre líneas, que para el adolescente resulta ser un dogma, otro,
inexplicable. Entre líneas solo aparecía entonces un espacio en blanco. Con el
tiempo aparece además un texto complementario, entre las palabras escritas, a
veces más brillante que los formados por los caracteres de ciertos párrafos
breves, crípticos, y a la vez prodigiosos.
Por eso entiendo que llega un momento en el que resulta
prudente acercarse a ellos, a los clásicos, quizás primero a los más cercanos
en el tiempo, dejando para otra reencarnación aquellos cuyos nombres me siguen
provocando la risa todavía, y bien que lo siento.
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