Ensayo irreverente sobre “La Odisea”, con su correspondiente
prólogo, breve sinopsis, y pormenorizado epílogo.-
Hoy resumimos.-
Vuelvo al Ulises, que dice Joyce, a través de su gigantesco
sudoku de tropecientas páginas, donde nos retrata a todos y cada uno de
nosotros, los que llevamos un riñón de cordero en el bolsillo, envuelto en
encerado papel de estraza, acariciándolo con la mano sumergida en el gabán,
relamiéndonos anticipadamente con el banquete que nos vamos a dar en cuanto
lleguemos a casa, hartos de las perdices falsamente prometidas y de la monótona
dieta de nabos prescrita por el dietista de cabecera. Me relamo pues con la
metáfora, y con la sensación de blandura, de la humedad y de la sabrosura que
guarda ese riñón para mi boca, esa promesa que mis dedos envían a mi mente, y
vuelvo a Ulises que, en realidad se llamaba Odiseo, por aquello de las
traducciones y las ediciones de que hablaba antes.
Homero, siglo VIII a.c., el pastor lusitano, o quizás era el
poeta ciego, que figuraba junto a Viriato en páginas adyacentes en el libro
donde aprendía a leer, que no a juntar letras. Me hago un lio, y veo que, como
Ulises, mi epopeya vital está dedicada a encontrar el final, y el origen del
ovillo.
No obstante, y sin menoscabo de Joyce, tengo que volver a
ver, la versión canónica y definitiva, la de Kirk Douglas y Silvana Mangano, péplum
dirigido por Mario Camerini en 1954, dando imagen a una historia difícil de
trasladar a las modas escénicas del tiempo presente, pues no es de recibo que
la pareja del protagonista solo aparezca al principio y al final de la
película, ni que este final se convierta en una carnicería gore que rompe toda la
poesía contenida en el resto del poema.. Además lo de la bellísima esposa que
guarda ausencia pegada a la tricotosa, y lo del final feliz, no hacen otra cosa, aparte
de desatar nuestra incredulidad, que escatimarnos el excelente melodrama que
hubiese supuesto la aparición de un impostor en la cama de Ulises, como
hicieron después los franceses en 1982, Le Retour de Martin Guerre, de Daniel
Vigne (El caso Martín Guerre es un famoso caso de impostura judicial. Un
hombre en todo semejante a Martín Guerre se hizo pasar por él, vivió con la esposa de este, y al regresar el verdadero, no hubo manera de saber
quién era el marido legítimo de la mujer, pues ambos contestaban bien a las
mismas preguntas), basado en una historia real de 1524, coletilla esta, de caso
real, que gusta mucho a los lectores.
Y ha tenido que ser ahora, una versión tan pedestre como
divertida, la del cómico de la legua, el autodenominado “El Brujo”, alias de
Rafael Álvarez, “Búfalo” para los amigos, quien me ha hecho reír un buen rato
con el pretexto, -pretexto para hacerte reír, cosa que siempre consigue- de la
Odisea, usándola como fulcro en un monólogo festivo, especialidad de la que si
no es inventor, al menos es un consumado maestro.
Y vuelvo a evocar las imágenes del texto iniciático, del viaje
de retorno a través de toda una vida, y
la superación de aquellos peligros imaginados por el poeta, y que convierten
al superviviente en héroe, o no.
Idea central en mi memoria, la del cíclope, el Polifemo que
Ray Harrihausen fijó en nuestras retinas infantiles, durante años - y al que me
gustaba imitar, ridículamente supongo, dando torpes zancadas hacia los pequeños
a quienes pretendía divertir, imitando a un muñeco de plastilina, sin saberlo- para
aparecer real, como una alucinación precursora de las miles que llegarían
después, y siempre en ese instante anterior al sueño nocturno, como ticket de
entrada a la película que no necesita proyector, y en la que Polifemo unas
veces aparece como el villano, el malvadísimo monstruo, o como amigo, como
antecesor de Shrek, a quien su bondad hace acreedor de todos los golpes.
A poco que meditemos sobre el asunto, descubriremos que
Homero nos estaba registrando el primer caso de xenofobia del que tiene
constancia la literatura universal.
Veamos. Una criatura grandota que vivía pacíficamente,
ejerciendo como agricultor y ganadero, con costumbres idénticas a las nuestras,
que por un quítame allá ese tamaño desmesurado, y por disponer de un solo ojo
(aparte del otro, el que no tiene niña según Quevedo), genera la envidia de los
liliputienses turistas y de su violentísimo guía Ulises, quienes no dudan en
engañar al bondadoso pastor, falsificando sus identidades: “Nadie”, como
responden ahora ciertos políticos al ser preguntados sobre quién se ha llevado
el dinero, cegándole de la manera más salvaje, clavándole una estaca en el ojo,
con la misma crueldad del que zancadillea a un cojo, o la naturalidad impune
del que roba a un pobre, con el agravante de haberlo embriagado previamente, de
haberlo hecho adicto a la primera droga de diseño de la que tenemos noticia, el
alcohol, antecesora de la televisión.
Decimos que somos los primeros consumidores de cocaína de
Europa, y asumimos alegremente la primera persona del plural, el somos nosotros,
como si debieramos hacernos responsables, con absoluta naturalidad, de los vicios y pecados
ajenos, como si los compañeros de Ulises pretendiera ser inocentes después de su
colaboración necesaria a la hora de cegar a un tuerto o de emborrachar a un
abstemio. Y todo porque la víctima era simplemente diferente.
Genial la denuncia que hace Homero de ese fenómeno
abominable que la civilización no ha conseguido eliminar, la xenofobia. Si bien
hace desaparecer, uno tras otro, a los cómplices de Ulises, en los versos
siguientes, y de forma bastante desagradable, para que vayamos tomando nota los
que miramos los desastres públicos como si fuesen ajenos.
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