martes, 30 de junio de 2015

Los mozos de Monleón.-





Los mozos de Monleón  ( Nostalgia del aprendizaje).

Era uno de los textos con que aprendí a leer, romances. cuentos, poemas, hasta un artículo sobre el Simplón al que quizás llegue a conocer este verano, el túnel del Simplón, mira por dónde.
El libro era Rueda de Espejos, impreso justo al lado, al lado del pueblo descrito en el Alfanhui de Ferlosio, aventuras de Alfanhui que sucedieron por aquel entonces. 
Y entre el antes y el después siempre está el ahora, cuando allí mismo acaba de morir otro mozo corneado por el toro infinito, igual que el chico cadáver que los mozos de Monleon llevaban a su madre, los restos del hijo único a la viuda absoluta, arrastrando la carretilla a través de aquella prosa poética en la que casi todo era inescrutable para el lector de diez años, quizás tan solo nueve. Hoy vuelven los mozos a dejarse matar y la memoria me hace revivir el drama de aquel poema y el de otro coetáneo para mí, El Embargo de Gabriel y Galán.

Desconocía entonces qué embargo es sinónimo de desahucio, y  guardaba grabado el poema de Gabriel y Galán, con el ritmo de unos versos dramáticos cuyo sentido resultaba incomprensible para quien lo memorizaba, obligado a su declamación con boina, camisa blanca y la cara tiznada. Han tenido que cambiar el envoltorio del suceso, eterno,  para que comprenda que ni el embargo ni el desahucio han desaparecido de nuestro ritual de la pobreza, y que los mozos siguen muriendo de idéntica estúpida manera, la de mezclar el alcohol con el desprecio a la vida. 

Evidentemente que hemos mejorado mucho, muchísimo, y que todo tiempo pasado fue más triste y paupérrimo en muchos aspectos, no voy a contradecir a los que atribuyen el mérito del progreso del tiempo, el de los años,  a la presunta transición, a las décadas o las dinastías, que así se mide la historia. Desde luego que, como el protagonista de la novela de Chirbes que estoy leyendo, he pasado del Dos Caballos al Simca Mil y luego al Toyota, aunque no me importa haberme detenido ahí y no emular a quien continuaba con el Mercedes de segunda, luego de primera, los dos o tres Bmw y la inevitable coca que, en los tiempos de la rueda de espejos también la coca era otra cosa, eran orugas, las procesionarias eran regueros de cocas.
Pero las similitudes terminan ahí, en el eco atenuado de la memoria que insiste en que eso ya lo has visto otra vez, para dejar que el juicio te haga saber que no quiere volver a verlo, que no le gustaría repetir la escena, el drama, la tragedia, aunque estas sean, aparentemente, ajenas.

Ambas situaciones, el desnudar justiciera y autoritariamente a un pobre, o el dejarlo morir desangrado en la plaza del pueblo, tienen ahora otra connotación que los hace superlativamente indeseables, que los coloca en una dimensión desconocida, la de los medios de comunicación, el gran hermano orweliano que proyecta instantánea e incansablemente la escena más cruel hasta convertirla en banal. Y aquí aparece Hanna Arendt y su denuncia del espectáculo en que convirtieron el juicio del asesino nazi. 
La banalización del mal estaba implícita presuntamente en la autodefensa del acusado, centrada en su obligación como funcionario de ejecutar las ordenes, y por qué no también, insinúa Arendt, en el montaje audiovisual sobre algo tan íntimo y abstracto como es el proceso que lleva a un hombre a la horca. Véase la reciente y esclarecedora película, The Eichmann Show  (2015), sobre este asunto.

Sobre los mozos de Monleón acarreando el cadáver del amigo, mucho más, y poco nuevo, hay que decir. La banalización de la muerte ajena, casi en directo, con la sangre todavía húmeda en la arena del suelo de Coria no me distrae del asunto principal.
 ¿En que hemos realmente progresado durante todo este tiempo interminable? 

Yo, además de cultivar primorosamente mi sordera, adquirida probablemente gracias a la bienintencionada dosis de estreptomicina durante aquellos años de pana y esparto, me niego a malgastar la incipiente presbicia,  en intentar contemplar y recrear visualmente  inexistentes escenas de progreso y marcha triunfal.
Los hechos, obstinados, me retrotraen a una España perenne, los desahucios, el maltrato a la mujer, y los jóvenes muertos en la tradicional fiesta local, por más etiqueta de patrimonio inmaterial de la humanidad que, infructuosamente, quieran adosarle a este cuadro inmemorial  de los mozos empujando la carretilla, no me permiten ver otra cosa que el emperador desnudo.
El vestido invisible de un país que puede reconocer su actualidad, y seguramente la del mañana, en los Nodos y las películas de la primera mitad del siglo pasado.  Surcos, La busca, La Venganza, los Rovira Beleta, Nieves Conde o Benito Perojo, igual da.

Y las palmeras, en el desierto, los Bardem y Berlanga, fueron solo eso, un espejismo que intentaba ofrecernos un paisaje surrealista en el que poder mirarnos a través de ese humor o el horror agridulce que parece ser la única manera con que aceptemos la cucharada de la denuncia, el basta ya de Landa en su Montesa Impala ante el torerillo que se negaba morir, “El Puente” de Bardem. La foto magnífica de Sanz Lobato, que puede ser de mañana, de cualquier día de julio en cualquier plaza improvisada.

Ahora en colores, vale, telediario a las tres, vale, y los paladines electos por las urnas, los del tercio municipal o sindical, el familiar sigue en manos de los de siempre, interpretando  la escenificación inversa del desahucio que no cesa.
En mi monólogo tenía enfrente, y en contra, al juez con quien comienza el primer verso, y ahora tengo a mi favor al alcalde y los concejales  oponiéndose  al ejercicio de la justicia y, muy fotogénicamente, intentando impedir lo inevitable, que los pobres vuelvan a ser los del Plácido de Berlanga.

Me disculpareis que prefiera volver a ver Calle Mayor, Plácido, o la unamuniana de Picazo, y que las identifique con nuestro presente, con la ventaja de que sus guiones, Baroja o Galdós mediante, son infinitamente mejores que los cutres asesinos de hoy y los crímenes familiares que nos siguen ofreciendo en la pantalla que, eso sí, es innegable, ya no puedo llamar pequeña pantalla.
Ni en el peor de los sueños podía imaginar  tener que volver al principio, media vida atrás, como en el Juego de la Oca, caer en la calavera y encontrarme otra vez en la primera casilla, la de mi primera lectura.

No es que tenga tentaciones heroicas de romper este círculo infernal, o el del primer cuento que escuché a los abuelos, el de Juan Pimiento, entre otras cosas porque la sabiduría siempre ha estado ahí, incluso en su presentación más somera y divertida, pero a veces tengo la sospecha de que la resignación a cargar con esta piedra, no incluye la responsabilidad del medio que me rodea, esos "los demás", que a la razón postrera son los que me tienen subido a esa noria, demasiado acelerada para intentar saltar al suelo, a la bendita realidad.

¿Quieres que te cuente el cuento de Juan Pimiento, de Juan Pizarra, el que nunca se acaba, y ya se acabó?

La primera vez debí contestar afirmativamente, la segunda, la tercera... la numero cien, gritaría que no.
Era igual, el cuento continuaba así:

Yo no te digo que si ni que no, solo te digo que si quieres que  te cuente cuento de Juan.....

Y continúa el tormento repitiéndose hasta hoy.

Al menos la memoria agradecida guarda también la sonrisa del abuelo divertido ante la perplejidad y el fastidio del nieto, quizás el primero consciente, condenado de por vida a escuchar el cuento que nunca se acaba. En esas estamos.


                             

"Los mozos de Monleón"
Los mozos  de Monleón
se fueron a arar temprano,
ay, ay,


para ir a la corrida,
y remudar con despacio,
ay, ay.

Al hijo de la "Velluda",
el remudo no le han dado,
ay, ay.

—Al toro tengo que ir
aunque vaya de prestado,
ay, ay.

Permita Dios, si lo encuentras,
que te traigan en un carro,
las albarcas y el sombrero
de los siniestros colgando.
Se cogen los garrochones,
se van las navas abajo,
preguntando por el toro,
y el toro ya está encerrado.
A la mitad del camino,
al mayoral se encontraron,
—Muchachos que vais al toro:
mirad que el toro es muy malo,
que la leche que mamó
se la di yo por mi mano.

Se presentan en la plaza
cuatro mozos muy gallardos,
ay, ay.

Manuel Sánchez llamó al toro;
nunca lo hubiera llamado,
ay, ay,

por el pico de una albarca
toda la plaza arrastrando;
ay, ay.

Cuando el toro lo dejó,
ya lo ha dejado sangrando,
ay, ay.

—Amigos, que yo me muero;
amigos, yo estoy muy malo;
tres pañuelos tengo dentro
y este que meto son cuatro.

—Que llamen al confesor,
pa que venga a confesarlo.
Cuando el confesor llegaba
Manuel Sánchez ha expirado.

Al rico de Monleón
le piden los bues y el carro,
ay, ay,

pa llevar a Manuel Sánchez,
que el torito lo ha matado.
ay, ay.

A la puerta de la "Velluda"
arrecularon el carro,
ay, ay.

—Aquí tenéis, vuestro hijo
como lo habéis demandado.
ay, ay.

(Musicada por F.G.Lorca).

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