
Quizás en alguna de las primeras visitas, buscando un sitio donde comer, en la época cuando allí
estos todavía se denominaban “casa de pasto”, el vislumbrar el cartel de alguna de
ellas con la modalidad “casa de fados”, justificase que el temerario
interprete que llevo dentro, lo ubicase, al fado, como una especialidad
gastronómica tan lejana como inaccesible. Pasaron largos años en que aquellos que
hablaban de la excelencia de los fados, se convertían para mí en auténticos gurús,
en aventajados viajeros que sin duda, habían llegado más lejos, mil metros más
alto, que yo, en esa aventura del conocimiento que es desvelar platos y sabores
lejanos.
Luego vendría la estúpida moda de identificar al fado como
lo que era, debido en parte al hundimiento de la casa Usher, entendiendo como
tal a las discográficas del mundo entero, y la necesidad de buscar
constantemente etiquetas que rentabilizasen el otrora negocio que los hizo crasos durante un tiempo, tanto como para considerar la industria musical
como porcentaje influyente de ciertos
PIB anglosajones. Por otra parte el fenómeno o ecuación pijo/consumo, ha
inducido a los emprendedores a ofrecerles periódicamente alguna novedad
exclusiva que genere esa riqueza súbita y evanescente a que nos tienen
acostumbrados.
Así los expertos sibaritas de quienes aprendí tantas cosas
inútiles, aparentaron resultar familiarizados hace un par de años con Carlos do
Carmo o con la mismísima Amalia, y me hicieron comprender lo absurdo de la
espera, por mi parte, de comerme un fado, un buen fado portugués, al que
suponía con toques de FAbada y de
estofaDO.
Este paralelismo entre la comida portuguesa, vista desde el
nombre de sus platos, y sus contenidos, como el de los sobres sorpresa de mi infancia,
no ha cesado de emocionarme.
Lo del fado fue posterior a la estupefacción que supuso ver ante mi cuchillo, el "entrecosto", a quien
había tomado por un entrecot en la carta y, resulto ser que tampoco, que el
entrecosto es la parte más innoble del costillar, con su osamenta incluida.
Ni
que decir que la sugerente "entremeada" que figuraba en aquel menú del dia, y a la
que de inmediato me dirigí para desvelar su misterio, quedó en el limbo después de
que mis acompañantes me disuadieran de pedir algo sin la menor información
previa. Y la información es fuente de sabiduría, pero también de grandes
decepciones, la entremeada resultó ser nuestra humilde panceta, y derivó mi
elección hacia otro elemento que tampoco, mire usted.

Sea como fuere el Dom Rodrigo queda a la espera de un
próximo viaje en el que intentaré averiguar también el origen de su
denominación.

Con los restos, despojos, y bocetos perdidos, se permitió
edificar un pueblo modelo, donde no había
más que un par de casas de pescadores y una playa cuando todavía las calas
arenosas no eran tales. El lugar se llama, Porto Covo, y es un ejemplo, entre
miles, del daño que el turismo y los depredadores que le acompañan, pueden
hacer a cualquier lugar con encanto real, y no con la etiqueta de encanto que
acompaña hoy a cualquier anuncio vacacional.
Este pueblo, que fue,
antaño precioso, de pescadores con casitas adosadas y pintadas con ese azulón,
casi cobalto, que antes era característico de los pueblos manchegos, y que tan
solo intentaba evitar el encalado continuo de las partes más expuestas de sus
fachadas a la vez que repeler insectos y otras alimañas que se suponen
sensibles a semejante color. Urbanizado
al modo de aquellos españoles poblados de colonización de los planes de desarrollo
de hace casi un siglo, de cuando los regadíos y los pantanos, pueblo de recortable,
de idílico e inmaculado trazado con que los niños dibujábamos el plano de lo
que suponíamos el hábitat ideal del ser humano. Hoy, naturalmente es la
demostración de cómo las hordas de viajeros , entre las que se incluye un
servidor, pueden convertir en cutre-parque temático a cualquier lugar, y Porto
Covo es un ejemplo para no olvidar.

Continente en la línea del volován de finísimo hojaldre de
los pastéis de nata – mantequilla generosa y verdadera- y contenido sabia y
moderadamente horneado con una mezcla de cabello de ángel, almendra y quizás
una pizca de miel, lo suficientemente escueta para no quitar protagonismo a la
gloria de la calabaza alentejana.
Otra muesca más en la lista de favoritos de cualquier
goloso, el “Marqués de Porto Covo”.
Si bien , también en la lista de deseos insatisfechos
figuran entre otros el misterioso
“Morgado”, que figuraba en la lista de
postres del mejor restaurante donde he comido desde hace años, y que también por
excesos obligados, culpa del porco preto que nos pusieron delante, quedarán
para otra, inevitable visita. Del lugar y la experiencia os relataré en otra
ocasión, sin temor alguno de que se convierta en lugar de peregrinación que
eche a perder ese, todavía paraíso.

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