jueves, 4 de febrero de 2016

KIESLOWSKI EN EL MANUAL DE USO CULTURAL.-

                                         



Quieres lo imposible, lo que no está a tu alcance. Cuando además resulta que ese objeto de deseo ya lo has tenido y...lo has perdido, es entonces cuando el anhelo se vuelve doloroso, fuente de locura.
C´est la vie.



Estoy hablando de directores de cine, y del vacío que nos dejan aquellos que se marcharon antes de tiempo, aunque ese antes también resultará relativo, ya que al fin y al cabo el tiempo de la existencia es absolutamente azaroso, no tiene una duración definida a priori.

Kieslowski es uno de ellos, de los que nos deslumbraron con todos y cada uno de sus trabajos. Espectadores hechizados desde el primer episodio de su “Decálogo”, cuando el niño sale a patinar sobre el lago helado y los padres establecen un estremecedor dialogo silente con el destino a quien los polacos, y el resto de la humanidad, consideran su dios. 
Descubierto a través de una copia infame, una cinta VHS pasada de mano en mano como algo iniciático o religioso para un cinéfilo militante. Así hasta el décimo capítulo de la primera serie televisiva que tendría la consideración de obra maestra, y de la que al menos dos  mandamientos, “No matarás” y “No amarás”, fueron estrenados en el cine. A los que seguirían la trilogía gloriosa de los colores de la bandera francesa, y aquella que tuvimos que ver tres veces, “La doble vida de Veronica”, obnubilados ante tanta belleza, para terminar reconociendo que el guión, de significado aparentemente oculto, era lo que menos nos importaba.

Después la nada, su ausencia, cuando esperábamos que nos acompañase con su poesía filmada, con el ramillete de sentimientos, con la expiación de los pecados, y con la fe en el hombre que duda, que se pregunta constantemente sobre la indefinición entre el bien y el mal, dejándonos llevar, mecidos por la excepcionalidad de sus actrices, exquisitas y extraordinarias; Juliete Binoche, Irene Jacob y Julie Delpy, o por la música subyugante de Zbigniew Preisner, que usaremos, y seguiremos usando, como bálsamo reparador en los días aciagos, en las horas que preceden al sueño, para reconfortarnos con ella, para reconciliarnos con la parte esquiva de la vida, para al fin y al cabo conciliar la paz, el descanso, igual que los personajes de Kieslowski, sometidos a vaivenes dramáticos, trágicos en su mayoría, y que al final aceptan la realidad inmutable, el destino, protegidos por los ángeles, disfrazados estos para la ocasión en los elementos  más insospechados de las películas de este hombre, del polaco que consigue hacernos llegar la religiosidad de su pueblo, aislada de cualquier fanatismo, y convertida en útil salvoconducto para la supervivencia.

Vuelvo a fijarme en un detalle mágico, la paulatina absorción , y posterior dilución, de un terrón de azúcar, sujeto por los dedos del protagonista, en un primerísimo plano del azucarillo, con el tempo justo para que el espectador se ubique en la mente, en el corazón del entonces casi olvidado Trintignant, en el instante en que va a cambiar el rol, el papel de juez jubilado que ha desempeñado hasta entonces. O quizás era la protagonista de “Azul” en la transmutación de su dolor infinito en fuente de vida. Simplemente magia.

Comprenderéis que no sirven después para nada las apologías póstumas, la de Tarkovski, o la de Krzysztof Kieslowski, a quienes la enfermedad los apartase para siempre, a esa idéntica edad,  54 años, en la que tantos otros inútiles ruedan y siguen rodando decenas de películas para rellenar filmografias prescindibles, cuando estos dos, y otros como ellos, han necesitado poco más de una docena para demostrarnos que el cine sigue vivo, y que esos artistas a los que llamamos creadores, no se pueden permitir que una sola de ellas, ninguna, quede fuera del olimpo de las mejores, de los clásicos de la historia, esa historia que, con minúsculas, es nuestra propia vida.
Nos queda llorarlos, y no haremos otra cosa que dejar escapar las lágrimas, como nos tienen acostumbrados con sus películas, aunque estas sean lágrimas del alma, y mejor hacerlo en francés, “larmes”, para reconocer la suerte o  quizás la serendipia que para el cine galo fueron los últimos años de Tarkovski y de Kieslowski. Imprescindibles.

Si escuchais este fragmento, con los ojos cerrados, sabreis a que me estoy refiriendo:














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