Quieres lo imposible, lo que no está a tu alcance. Cuando
además resulta que ese objeto de deseo ya lo has tenido y...lo has perdido, es
entonces cuando el anhelo se vuelve doloroso, fuente de locura.
C´est la vie.

Estoy hablando de directores de cine, y del vacío que nos
dejan aquellos que se marcharon antes de tiempo, aunque ese antes también
resultará relativo, ya que al fin y al cabo el tiempo de la existencia es
absolutamente azaroso, no tiene una duración definida a priori.
Kieslowski es uno de ellos, de los que nos deslumbraron con
todos y cada uno de sus trabajos. Espectadores hechizados desde el primer
episodio de su “Decálogo”, cuando el niño sale a patinar sobre el lago helado y
los padres establecen un estremecedor dialogo silente con el destino a quien
los polacos, y el resto de la humanidad, consideran su dios.
Descubierto a
través de una copia infame, una cinta VHS pasada de mano en mano como algo
iniciático o religioso para un cinéfilo militante. Así hasta el décimo capítulo
de la primera serie televisiva que tendría la consideración de obra maestra, y
de la que al menos dos mandamientos, “No
matarás” y “No amarás”, fueron estrenados en el cine. A los que seguirían la
trilogía gloriosa de los colores de la bandera francesa, y aquella que tuvimos
que ver tres veces, “La doble vida de Veronica”, obnubilados ante tanta belleza,
para terminar reconociendo que el guión, de significado aparentemente oculto,
era lo que menos nos importaba.

Después la nada, su ausencia, cuando esperábamos que nos
acompañase con su poesía filmada, con el ramillete de sentimientos, con la
expiación de los pecados, y con la fe en el hombre que duda, que se pregunta
constantemente sobre la indefinición entre el bien y el mal, dejándonos llevar,
mecidos por la excepcionalidad de sus actrices, exquisitas y extraordinarias;
Juliete Binoche, Irene Jacob y Julie Delpy, o por la música subyugante de
Zbigniew Preisner, que usaremos, y seguiremos usando, como bálsamo reparador en
los días aciagos, en las horas que preceden al sueño, para reconfortarnos con
ella, para reconciliarnos con la parte esquiva de la vida, para al fin y al
cabo conciliar la paz, el descanso, igual que los personajes de
Kieslowski,
sometidos a vaivenes dramáticos, trágicos en su mayoría, y que al final aceptan
la realidad inmutable, el destino, protegidos por los ángeles, disfrazados estos
para la ocasión en los elementos
más
insospechados de las películas de este hombre, del polaco que consigue hacernos
llegar la religiosidad de su pueblo, aislada de cualquier fanatismo, y
convertida en útil salvoconducto para la supervivencia.

Vuelvo a fijarme en un detalle mágico, la paulatina absorción
, y posterior dilución, de un terrón de azúcar, sujeto por los dedos del
protagonista, en un primerísimo plano del azucarillo, con el tempo justo para
que el espectador se ubique en la mente, en el corazón del entonces casi
olvidado
Trintignant, en el instante en que va a cambiar el rol, el papel de
juez jubilado que ha desempeñado hasta entonces. O quizás era la protagonista
de “Azul” en la transmutación de su dolor infinito en fuente de vida. Simplemente
magia.

Comprenderéis que no sirven después para nada las apologías
póstumas, la de
Tarkovski, o la de
Krzysztof Kieslowski, a quienes la
enfermedad los apartase para siempre, a esa idéntica edad,
54 años, en la que tantos otros inútiles
ruedan y siguen rodando decenas de películas para rellenar filmografias
prescindibles, cuando estos dos, y otros como ellos, han necesitado poco más de
una docena para demostrarnos que el cine sigue vivo, y que esos artistas a los
que llamamos creadores, no se pueden permitir que una sola de ellas, ninguna,
quede fuera del olimpo de las mejores, de los clásicos de la historia, esa
historia que, con minúsculas, es nuestra propia vida.
Nos queda llorarlos, y no
haremos otra cosa que dejar escapar las lágrimas, como nos tienen acostumbrados
con sus películas, aunque estas sean lágrimas del alma, y mejor hacerlo en francés,
“larmes”, para reconocer la suerte o
quizás la serendipia que para el cine galo fueron los últimos años de
Tarkovski y de
Kieslowski. Imprescindibles.
Si escuchais este fragmento, con los ojos cerrados, sabreis a que me estoy refiriendo:
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